Sin el arrepentimiento no hay perdón de pecados.
Antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”.
– Lucas 13:3.
El texto que encabeza esta página, a primera vista parece inflexible y severo: «Antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente». Me imagino que algunos dirían: «¿Es este el evangelio? ¿Son estas las buenas nuevas?». «Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?» (Juan 6:60).
Pero, ¿de la boca de quién salieron estas palabras? Salieron de la boca de Aquel que nos ama con un amor que sobrepasa todo entendimiento, sí, Jesucristo, el Hijo de Dios. Fueron dichas por Aquel que tanto nos amó que dejó el cielo por nosotros, vino al mundo por nosotros, fue a la cruz por nosotros, fue al sepulcro por nosotros y murió por nuestros pecados. Las palabras que salen de una boca como esta son indudablemente palabras de amor.
Después de todo, ¿qué prueba más grande de amor puede haber que el que uno advierta a su amigo de un peligro inminente? El padre que ve a su hijo caminando hacia el borde de un precipicio, al verlo, exclama bruscamente: «¡Hijo, detente, detente!». ¿Quiere decir esto que ese padre no ama a su hijo? La tierna madre que ve a su infante a punto de comer una mora venenosa y exclama bruscamente: «¡Detente, detente! ¡Deja eso!», ¿quiere decir esto que la madre no ama a esa criatura?
Es la indiferencia la que no molesta a la gente y deja que cada uno se vaya por su propio camino. Es el amor, el amor tierno el que advierte y da el grito de alarma. El grito de «¡Fuego, fuego!» a medianoche puede sobresaltar súbita y desagradablemente al hombre que duerme. Pero, ¿quién se va a quejar si ese grito significa la salvación de una vida? Las palabras: «Antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente», al principio pueden parecer duras y severas. Pero son palabras de amor, y pueden ser la única manera de librar del infierno a almas preciosas.
Consideremos ahora la necesidad del arrepentimiento: ¿Por qué es necesario el arrepentimiento? El texto al principio de esta página muestra claramente la necesidad del arrepentimiento. Las palabras de nuestro Señor Jesucristo son precisas, expresivas y enfáticas: «Antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente». Todos, todos sin excepción necesitan arrepentirse delante de Dios. Es necesario no solo para los ladrones, homicidas, borrachos, adúlteros, fornicarios y reos en las cárceles. No. Todos los nacidos de la simiente de Adán, todos sin excepción necesitan arrepentirse delante de Dios.
La reina en su trono y el indigente en un albergue; el rico en su sala y la sirvienta en la cocina; el profesor en la universidad y el muchachito pobre e ignorante detrás del arado… todos, por naturaleza, necesitan el arrepentimiento. Todos son nacidos en pecado; y todos tienen que arrepentirse y convertirse para ser salvos. El corazón de todos tiene que ser cambiado en lo que al pecado respecta.
Todos tienen que arrepentirse al igual que creer en el evangelio. «De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mat. 18:3). «Antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (Luc. 13:3).
Pero, ¿de dónde viene la necesidad del arrepentimiento? ¿Por qué se usa un lenguaje tan tremendamente fuerte en relación con esta necesidad? ¿Cuáles son las razones por las cuales el arrepentimiento es tan indispensable?
a) Por un lado, sin el arrepentimiento no hay perdón de pecados. Al decir esto, tengo que cuidarme de que se me malinterprete. Le pido enfáticamente que no me entienda mal: las lágrimas de arrepentimiento no lavan ningún pecado. Es mala enseñanza cristiana decir que lo hacen. Ese es el oficio, esa es la obra de la sangre de Cristo exclusivamente.
La contrición –el dolor sincero por hacer el mal–, no expía ninguna transgresión. Es una teología espantosa decir que lo hace. De ninguna manera puede. Nuestro mejor arrepentimiento es deficiente, imperfecto y debemos repetirlo una y otra vez. Nuestra mejor contrición tiene suficientes defectos como para hundirnos en el infierno.
Somos contados como justos delante de Dios únicamente por medio de nuestro Señor Jesucristo, por fe, y no por nuestras propias obras ni por nuestros méritos, ni por nuestro arrepentimiento, santidad, ni obras de caridad, no por recibir ningún sacramento ni nada parecido. Todo esto es absolutamente cierto. No obstante, no es menos cierto que la gente justificada es siempre gente arrepentida y que el pecador perdonado es siempre un hombre que deplora y aborrece sus pecados.
Dios en Cristo está dispuesto a recibir al hombre rebelde y darle paz con que solo venga a él en nombre de Cristo, por más malvado que haya sido. Pero Dios requiere, y con justicia, que el rebelde renuncie a sus armas. Dios está listo para compadecerse, perdonar, quitar, limpiar, lavar, santificar y preparar para el cielo. Pero él anhela ver al hombre aborrecer los pecados que quiere que le sean perdonados.
Quienquiera, llame «legalidad» a esto, o llámelo «esclavitud». Yo me baso en las Escrituras. El testimonio de la palabra de Dios es claro e indubitable. La gente justificada es siempre gente arrepentida. Sin arrepentimiento, no hay perdón de pecados.
b) Por otro lado, sin arrepentimiento no hay felicidad alguna en la vida presente. Puede haber optimismo, entusiasmo, risa y alegría mientras hay buena salud y dinero en el bolsillo. Pero estas cosas no significan felicidad sólida. Hay en todos los hombres una conciencia, y esa conciencia tiene que ser satisfecha. Mientras que la conciencia sienta que el pecado no ha causado arrepentimiento y no ha sido abandonado, no estará tranquila y no dejará que el hombre se sienta tranquilo por dentro.
c) Además, sin arrepentimiento no puede haber idoneidad para el cielo en el mundo venidero. El cielo es un lugar preparado, y los que van al cielo tienen que ser un pueblo preparado. Nuestro corazón tiene que estar en armonía con las labores del cielo, de otra manera el cielo mismo sería una morada amarga. Nuestra mente tiene que estar en armonía con los habitantes del cielo, o de hecho la sociedad del cielo pronto nos resultaría intolerable.
¿Qué cosa podría hacer usted en el cielo si llega allí con un corazón que ama el pecado? ¿Con cuál de los santos hablaría? ¿Junto a quién se sentaría? ¡Seguramente los ángeles de Dios no producirían música melodio-sa en el corazón del que no puede aguantar a los santos en la tierra y que nunca alabaron al Cordero por su amor redentor! ¡Oh, no! No puede haber felicidad alguna en el cielo, si allí llegamos con un corazón impenitente.
Le ruego por las misericordias de Dios que considere profundamente lo que he estado diciendo. Vive usted en un mundo de engaños, falsedades y mentiras. Que nadie lo engañe en cuanto a la necesidad del arrepentimiento. ¡Oh, que los que profesan ser cristianos vieran, supieran y sintieran más de lo que hacen, de la necesidad, la necesidad absoluta de un auténtico arrepentimiento ante Dios!
Hay muchas cosas que no son necesarias. Las riquezas no son necesarias. La salud no es necesaria. La ropa fina no es necesaria. Los dones y el mucho saber no son necesarios. Millones han llegado al cielo sin todo eso. Miles están llegando al cielo cada año sin todo esto. Pero nadie ha llegado al cielo sin «el arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hech. 20:21).
No permita que nunca nadie lo convenza de que cualquier religión, en la que el arrepentimiento ante Dios no ocupa un lugar prominente, merece ser llamada el evangelio. No puede ser el evangelio aquel en el cual el arrepentimiento no es primordial. Un evangelio así es el evangelio del hombre, pero no el de Dios; viene de la tierra, pero no del cielo. Tal evangelio no es de ninguna manera el evangelio.
Mientras abrace usted sus pecados y se aferre a sus pecados y tenga sus pecados, puede hablar todo lo que quiera sobre el evangelio, pero sus pecados no han sido perdonados. Si gusta, puede llamarlo legalismo. Si gusta, puede decir: «Espero que al final todo resulte bien. Dios es misericordioso, Dios es amor. Cristo murió. Espero ir al cielo al final». ¡No! Le afirmo que eso no está bien, nunca estará bien. Está usted pisoteando la sangre de la expiación. No tiene hasta ahora arte ni parte con Cristo.
Mientras que no se arrepienta del pecado, el evangelio de nuestro Señor Jesucristo no es evangelio para su alma. Cristo es un Salvador del pecado, no un Salvador para el hombre en pecado. Si el hombre quiere retener sus pecados, el día vendrá cuando ese Salvador misericordioso le dirá: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mat. 25:41).
Que nadie le haga creer que usted puede ser feliz en este mundo sin el arrepentimiento. ¡Oh, no! Cuanto más siga sin arrepentirse, más infeliz será su corazón. Cuando vaya envejeciendo y peine canas –cuando ya no pueda ir a donde una vez iba, y disfrutar de lo que antes disfrutaba– la desdicha y el sufrimiento lo atacarán como un hombre armado. Escríbalo en las tablas de su corazón: ¡Sin arrepentimiento no hay paz!
Espero ver muchas maravillas en el día final. Espero ver algunos a la derecha del Señor Jesucristo quienes yo temía ver a su izquierda. Y veré a algunos a la izquierda que suponía buenos creyentes y esperaba ver a la derecha. Pero estoy seguro de una cosa que no veré. No veré a la derecha de Jesucristo a ningún hombre impenitente.
Tomado de Portavoz de la Gracia.