Diálogos entre Teología y Filosofía.
Siguiendo con la vertiente existencialista y su análisis de la condición alienada del hombre en el mundo, consideraremos ahora, según palabras de Paul Tillich, el aporte de Sigmund Freud y Friedrich Nietzsche a dicho análisis.
Las marcas de la alienación del hombre
Para Tillich, tres son las marcas de la alienación del hombre. La primera es la «descreencia», donde el hombre separa su centro del centro divino. La segunda marca es la «hybris», donde el hombre, no sólo separa su centro del centro divino, sino que se constituye en centro de sí mismo y de su mundo. Esto último es la «hybris» o «autoelevación».
La tercera marca de la alienación es la «concupiscencia» que no es otra cosa que el deseo ilimitado de vincular toda la realidad al propio yo. «Este deseo hace referencia a todos los aspectos de la relación que establece el hombre consigo mismo y con su mundo. Hace referencia tanto al hambre física como al sexo, tanto al conocimiento como al poder, tanto a la riqueza material como a los valores espirituales». «El carácter ilimitado del deseo de saber, del deseo sexual y del deseo de poder es lo que convierte tales deseos en síntomas de la concupiscencia. Y esto es manifiesto en dos descripciones conceptuales de la misma: la «libido» de Freud y la «voluntad de poder» de Nietzsche».
Descripción conceptual de la concupiscencia: La «libido» de Freud
«Según Freud», dice Tillich, «la libido es el deseo ilimitado del hombre de librarse de sus tensiones biológicas, en especial de sus tensiones sexuales, y lograr que la descarga de tales tensiones le produzca placer. Freud demostró la presencia de elementos libidinosos en las experiencias y las actividades más altamente espirituales del hombre y, con ello, redescubrió las intuiciones subyacentes en la tradición monástica del riguroso examen de conciencia, tal como se practicaba en el cristianismo primitivo y medieval. La importancia que Freud atribuye a estos elementos, que son inseparables de los instintos sexuales del hombre, está plenamente justificada y concuerda con el realismo de la interpretación cristiana de la condición del hombre. No deberíamos rechazar el pensamiento freudiano en nombre de unos falsos tabúes sexuales que sólo son seudo cristianos. Freud, en su leal realismo, tiene más de cristiano que estos tabús. Desde un ángulo específico, describe con toda exactitud el significado de la concupiscencia. Esto es particularmente obvio en la forma como describe las consecuencias de la concupiscencia y su anhelo nunca satisfecho. Cuando habla del «instinto de muerte» (… que traduciríamos mejor por «tendencia a la muerte»), nos ofrece una descripción del deseo de eludir el dolor que suscita la libido nunca satisfecha. El hombre, como todo ser superior, desea retornar al nivel inferior de la vida del que procede. El sufrimiento de vivir en el más alto nivel le induce a refugiarse en el nivel inferior. La libido que, esté o no esté reprimida, nunca es satisfecha, es lo que suscita en el hombre el deseo de desembarazarse de sí mismo en cuanto hombre. En estas observaciones acerca del «desagrado» que el hombre siente por su creatividad, Freud cala más hondo en la condición humana que la mayor parte de sus seguidores y críticos. Y es de aconsejar que, hasta este punto, el teólogo que quiera ofrecernos una interpretación de la alienación humana, siga los análisis de Freud».
Análisis incompleto
«Pero la teología no puede aceptar la doctrina freudiana de la libido como una reinterpretación suficiente del concepto de concupiscencia. Freud no vio que su descripción de la naturaleza humana sólo se adecua al hombre en su condición existencial, pero no en su naturaleza esencial. Lo inextinguible de la libido es una marca de la alienación del hombre que contradice su bondad esencial o creada. En la relación esencial del hombre consigo mismo y con su mundo, la libido no es la concupiscencia. No es el deseo infinito de vincular el universo a la existencia particular de uno, sino un elemento del amor unido a sus otras cualidades –eros, philia y ágape. El amor no excluye el deseo: asume la libido. Pero la libido que va unida al amor no es infinita. Como todo amor, tiende hacia la persona determinada con la que quiere unirse el portador del amor. El amor quiere al otro ser, y lo quiere en forma de libido, eros, philia y ágape. La concupiscencia, o libido distorsionada, quiere el propio placer que le procura el otro ser, pero no quiere a ese otro ser. Tal es la enorme diferencia que media entre la libido como amor y la libido como concupiscencia. Freud no estableció esta diferencia debido a su actitud puritana con respecto al sexo: el hombre sólo puede llegar a ser creador a través de la represión y la sublimación de la libido. En la concepción de Freud, ningún eros creador incluye al sexo. Comparado con hombres como Lutero, Freud es un asceta en ésta su presuposición fundamental acerca de la naturaleza del hombre. El protestantismo clásico niega estas presuposiciones en cuanto se refieren al hombre en su naturaleza esencial o creada, ya que en ésta es real el deseo de unirse con la persona que es objeto de su amor por el bien de ella. Y este deseo no es infinito sino preciso. No es concupiscencia sino amor.
Descripción conceptual de la concupiscencia: La «voluntad de poder» de Nietzsche
La otra descripción conceptual de la concupiscencia, la «voluntad de poder», la aportó Nietzsche. La influencia de este concepto sobre el pensamiento contemporáneo se ha ejercido, entre otros cauces, a través de los psicólogos de la profundidad, que han interpretado la libido humana más bien en términos de poder que en términos de sexo. Nietzsche sigue la doctrina de Schopenhauer, que considera a la voluntad como el ansia infinita de poder en todo ser viviente, ansia que en el hombre engendra el deseo de alcanzar la quietud por la autonegación de la voluntad. En este punto es obvia la analogía que existe entre Schopenhauer y Freud. Para ambos, el anhelo infinito y nunca satisfecho es el que conduce al hombre a su autonegación. Nietzsche, en cambio, trata de vencer esta tendencia a la autonegación apelando con toda energía a un coraje que asume las negatividades del ser. En este punto, se halla manifiestamente influido por el estoicismo y el protestantismo. Pero, a diferencia tanto del uno como del otro, no nos indica las normas y principios por las que debemos juzgar la voluntad de poder. Esta es siempre ilimitada y posee rasgos demoníaco-destructivos. Es, pues, un nuevo concepto y un nuevo símbolo de la concupiscencia».
La necesidad de entender la «voluntad de poder» como símbolo4
«La ‘voluntad de poder’ es, en parte, un concepto y, en parte, un símbolo. No debe entenderse, pues, en su sentido literal. La «voluntad de poder» no significa ni la voluntad como un acto psicológico consciente ni el poder como el control que ejerce el hombre sobre el hombre. La voluntad consciente de adquirir poder sobre los hombres está enraizada en el deseo inconsciente de afirmar el propio poder de ser. La «voluntad de poder» es un símbolo ontológico de la autoafirmación natural del hombre en cuanto éste posee el poder de ser. Pero no está limitada al hombre, sino que es una cualidad de todo cuanto existe. Pertenece a la bondad creada y es un símbolo poderoso de la autorrealización dinámica que caracteriza la vida.
Sin embargo, como la libido freudiana, también la «voluntad de poder» nietzscheana resulta borrosa si es descrita de tal forma que no queda claramente establecida la diferencia entre la autoafirmación esencial del hombre y su deseo existencial de ilimitado poder de ser».
«No la libido en sí ni la voluntad de poder en sí son características de la concupiscencia. Ambas pasan a ser expresiones de la concupiscencia y la alienación cuando no están unidas al amor y, por consiguiente, carecen de todo objeto determinado». «El amor como tendencia que pugna por reunir lo que está separado constituye lo opuesto a la alienación. En la fe y el amor el pecado es vencido, porque la alienación queda superada por la reunión». (Continuará)