El significado del evangelio en la vida de Pablo.
A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo”.
– Ef. 3:8.
Es imposible mirar el anuncio del evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo sin considerar quién era éste que decía ser «menos que el más pequeño de todos los santos».
Ya oímos que Pablo, en la carta a los efesios utiliza muchas expresiones que, en nuestro idioma, no alcanzan a describir plenamente la gloria del evangelio. Lo mismo ocurre con Pedro y Juan, quienes habían estado ante la persona misma del Señor Jesús en el monte de la transfiguración. Ellos le vieron, y esa visión jamás pudo borrarse de sus ojos.
El anuncio del evangelio está directamente relacionado con quién hemos visto. Pedro, Juan y los demás discípulos habían visto al Señor, y esta visión los había capturado de tal manera que ellos no podían dejar de decir aquello que habían visto y oído.
Si el Señor ha puesto hoy esta carga en medio de sus siervos, es porque de alguna manera hemos dejado de anunciar este evangelio. Es porque quizás aquello que hoy se predica, como el mismo Pablo decía, es «otro evangelio». Pablo exhortaba a los gálatas diciéndoles que otro evangelio y aun otro Cristo estaba siendo predicado.
Tiempos peligrosos
Hoy vivimos tiempos peligrosos, aunque a veces lo ignoramos. Para nosotros, estar en Cristo es nuestro reposo y nuestra paz, y esto es verdad. Pero la Escritura relata que, cuando el pueblo de Israel estaba restaurando los muros, con una mano edificaban y en la otra tenían la espada. Había una obra de edificación, pero ellos también estaban atentos a lo que pasaba alrededor.
Pareciese que hoy solo hemos considerado solo aquello que está dentro de la iglesia, como los servicios o los ministerios, olvidando la necesidad de aquellos que mueren sin conocer a Cristo. El Señor nos llama la atención a través de esta palabra. Hay una necesidad afuera, y Dios espera que nosotros seamos la respuesta para este tiempo.
Toda obra de Dios viene del cielo. Nada de su obra puede ser llevada a cabo si no tenemos los cielos abiertos. Hechos capítulo 2 nos relata cómo Dios envió la promesa del Espíritu Santo el día de Pentecostés, dando inicio a la historia de la iglesia. Sin embargo, al poco tiempo, la iglesia enfrentó tiempos angustiosos, los creyentes fueron perseguidos; pero el propósito de Dios no se detuvo.
Saulo, perseguidor de la iglesia
En Hechos capítulo 8, habían pasado cuatro o cinco años, y pareciese que el evangelio ya no estaba siendo anunciado. Entonces aparece Saulo en escena. Él creció en Tarso, una ciudad griega. A los catorce años de edad fue enviado para ser instruido a los pies de Gamaliel. Y luego, en Jerusalén, Saulo había alcanzado tal notoriedad, que podía dar su veredicto en relación a aquellos que eran perseguidos.
Esteban muere apedreado. «Y Saulo consentía en su muerte. En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles … Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel» (Hechos 8:1-3).
«Hubo una gran persecución contra la iglesia», pero la persecución fue como un gran viento que sirvió para esparcir la semilla. La iglesia era asolada a causa del evangelio. Saulo perseguía a los discípulos, entraba a las casas y los llevaba a la cárcel. Sin embargo, vemos la respuesta de la iglesia en el versículo 4… «Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio».
Si no vemos las dificultades con los ojos de Dios, podríamos errar. Los hermanos pudieron haber creído que Dios ya no estaba con ellos; pero ellos tenían un solo corazón, y las aflicciones y la persecución fueron solo un instrumento divino para que la iglesia cobrara más fuerza para predicar el evangelio.
Considerar las dificultades con nuestros propios ojos trae desánimo y división. Que Dios nos lleve a mirar como él, para entender sus propósitos, que son más altos que los nuestros. El enemigo quería destruir a la iglesia, pero el Dios todopoderoso estaba por ella.
«Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén» (Hech. 9:1-2).
La conversión de Saulo
«Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Él, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer» (Hech. 9:3-6).
¡Qué historia impresionante! Por una parte Saulo acude al sumo sacerdote terrenal para pedir aquellas cartas, por otra parte, el verdadero y único Sumo Sacerdote celestial se le aparece en el camino a Damasco.
Saulo era una fiera descontrolada. Él respiraba amenazas y muerte; pero el Señor se le manifestó. Vemos este mismo relato en Hechos 22 y en Hechos 26. ¡Qué tremenda experiencia! Nosotros no tuvimos esa vivencia tan traumática. Mas la verdad es que, a lo largo de este camino, desde que creímos en el Señor hasta hoy, muchas veces él ha tenido que salirnos al encuentro.
Saulo cayó a tierra. El evangelio nos humilla; el instrumento que Dios usa en eso es la gracia, que nos derriba y nos muestra lo que realmente somos. Es por eso que, en un momento, Pablo, a pesar de tener un historial tan grande, podía describirse a sí mismo como «el más pequeño de todos los santos». ¿Qué llevó a Saulo a hablar así, sino esa luz que lo encegueció?
«…y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hech. 9:4). El hermano Christian Chen menciona a siete personas a las cuales Dios hizo un doble llamado, repitiendo sus nombres: Abraham, Jacob, Moisés, Samuel, Marta, Simón y Saulo. Todos estos personajes fueron un punto de inflexión en su época. En un momento de la historia, Dios ocupa a ciertas personas para cambiar un rumbo. Así fue con Abraham, con Samuel, y especialmente con Saulo.
Saulo da inicio a una nueva era. Por eso la Escritura registra esta historia con tantos detalles, que también nos sirven de ilustración para entender, no solo cómo Pablo anunciaba el evangelio, sino cómo Dios preparó este vaso. Así también nos ha preparado a nosotros a lo largo de estos años. Un día, los siervos dejarán de predicar, y solo veremos a Cristo y su iglesia gloriosa. Sí, Dios ha seguido trabajando día a día en cada una de nuestras vidas.
«Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (v. 5). Nuestro anuncio es directamente proporcional a aquello que hemos visto. Esto nos hace preguntarnos: ¿Acaso la escasez de nuestra proclamación y de nuestro anuncio es proporcional a Aquel a quien hemos visto?
Cuando Jesús se manifestó a la mujer samaritana, le dijo: «El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás» (Juan 4:14). ¿Por qué a menudo los cristianos tenemos sed? ¿Por qué buscamos otras fuentes de satisfacción? Puede darse el caso en que algunos de nosotros veamos el propio «servicio al Señor», como un medio de autosa-tisfacción. El servicio al Señor no es un fin en sí mismo. El riesgo de caer en el activismo religioso es un mal de nuestro tiempo.
¡Que jamás perdamos de vista a Cristo mismo como nuestra fuente inagotable!
Apartado para el evangelio
El apóstol escribe: «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios» (Rom. 1:1). Y en Romanos, al final, dice: «Y al que puede confirmaros según mi evangelio» (16:25). Con respecto a su testimonio, dice que él fue apartado para el evangelio. Y al final de la epístola, él habla del evangelio como algo propio. No dice que es el evangelio de Dios, sino que es «su» evangelio.
«Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:14-15). Para Pablo, el evangelio era más que un mensaje: era su vida, eran sus afectos, su pensar. Antes, su respiración eran amenazas y muerte; pero luego que Dios le salió al encuentro, todo su ser fue transformado, así como lo ha sido con nosotros.
Pablo había sido cautivado por el evangelio; esta era su devoción. Cristo llegó a ser tan precioso para él que no podía contenerlo en su corazón y tenía que anunciarlo. Vemos que inmediatamente él sale de Damasco y comienza a predicar a Cristo. No necesitó ir a una escuela por años, ni necesitó aprender un discurso, pues Cristo era su vida.
Padeciendo por el evangelio
Pablo no fue apartado solo para crecer en medio de un grupo de hermanos. De alguna manera, nosotros tenemos un concepto de la edificación del Cuerpo, y todo eso es verdad; pero revisando la historia de la iglesia desde sus comienzos, vemos que ella estuvo marcada por sufrimientos y persecuciones.
Unos hermanos en China decían que, en vez de orar por ellos mismos, ellos estaban orando por nosotros, sus hermanos de occidente. A causa de las persecuciones, ellos han seguido predicando el evangelio. En cambio, aquí en occidente, hay iglesias cómodas, preocupadas de sus locales, de sus equipos musicales y de sus obras personales. ¿Y qué pasa afuera? ¿Qué pasa con nuestros vecinos? El conde Zinzendorf decía: «La tierra que tenga más necesidad del evangelio, ésa es mi tierra».
Mirando a los cielos
Pablo jamás olvidó su encuentro con el Señor. Tampoco Pedro y Juan. Para ellos, eso no solo fue el punto de partida, sino una relación viva cada día. Y nosotros también podemos tener esta realidad, mirando hacia los cielos y no a las cosas terrenales.
Cuánta riqueza reveló el Señor a la iglesia en Éfeso a través de Pablo. Sin embargo, unas décadas más tarde, vemos a Juan en Patmos, llorando por las iglesias. Y en ese contexto se le aparece el Señor y le dice: «No temas», como diciendo: «Juan, las iglesias están en mi mano».
Todas las iglesias están en las manos del Señor. Él no nos abandona. Las aflicciones, las pruebas, solo son un medio que Dios usa para formarnos, porque así como Pablo, somos como una fiera, y si el Señor no nos moldea con dolor, lo único que hacemos es traer calamidades a la iglesia.
Se nos hablaba en estos días acerca de cuán triste es «cuando aparecemos nosotros y no el Señor». Pablo tenía claro esto; él había sido traspasado por esta visión, y él derramó esta revelación a la iglesia en Éfeso. Sin embargo, en Apocalipsis nos encontramos con un reclamo del Señor. «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4), ese amor que habla de la primacía del Señor Jesús.
El evangelio es más que vivir una vida cristiana. Podemos cantar, hablar y dar testimonio; pero mucho de esto no son más que cosas rutinarias, sin vida. Eso ocurrió en Éfeso: después de haber recibido tal revelación, el Señor les vuelve a exhortar. Ellos habían dejado lo más esencial: a Cristo mismo.
Nuestra misión hoy
¿Cuál es nuestra verdadera misión hoy? Sin duda, «no podemos anunciar lo que no hemos visto, o lo que no hemos oído». El Señor no nos llama para repetir un mensaje aprendido, sino para anunciar lo que realmente ha cautivado nuestro corazón.
«Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mar. 16:14-15). A pesar de la debilidad y la fragilidad de ellos, el Señor les dejó una encomienda.
Cuando Jesús sanó a un ciego de nacimiento, el hombre dijo: «Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Juan 9:25). Ser ciego era una miseria que él jamás olvidaría; pero hoy veía. ¿Nuestra falta de predicación será porque hemos olvidado quiénes éramos antes? El llamado del Señor hoy es a no olvidarlo; pero al mismo tiempo anunciar lo que hoy somos en Cristo.
El Señor llene la tierra de este glorioso evangelio, «porque es poder de Dios» (Rom. 1:16). No es que él tiene poder, sino que es poder. Por eso, Pablo no se avergüenza del evangelio, porque él había sido cautivado no por una doctrina, sino por Cristo mismo. Así también nosotros, si el Señor no viene aún, tenemos la responsabilidad de ser la respuesta de Dios para el tiempo presente. El Señor nos socorra.
Dice la Escritura en Hechos que Pablo fue hasta los ancianos y les anunció todo el consejo de Dios, y les dijo: «No fui rebelde a la visión celestial» (Hech. 26:19). También les dijo: «Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño» (Hech. 20:29). Y ese anuncio se cumplió. La iglesia en Éfeso entró en severa decadencia.
Mencionamos esto por la importancia que tienen los hermanos que están al frente de las iglesias, porque de alguna manera el propósito de Dios podría incluso verse truncado, si ellos no interpretan la carga de Dios para el tiempo presente. Pero la responsabilidad no está solo en los ancianos, sino en todos los santos, porque a todos nos ha sido encomendado este ministerio de la reconciliación.
Un día el Señor nos pedirá cuentas. Que tengamos hoy urgencia por agradar su corazón. ¿De qué nos sirve conformarnos con lo poco que hemos cosechado, si afuera hay tantos que mueren sin conocer al Señor? ¿De qué nos serviría llenarnos de elogios?
Un hermano en la antigüedad decía que el fracaso de la iglesia no vino a causa de la persecución, sino a causa de los aplausos. El Señor envía aflicciones y él nos trata, solo para que podamos venir a sus pies como aquella mujer en Betania, para que luego podamos crecer en él y anunciar su evangelio.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.