El Salmo 119 está totalmente centrado en la palabra de Dios. De todos los dichos sobre la Palabra hay allí, al menos, doce versículos en los cuales se refleja el estado de conmoción del que anhela la palabra de Dios, y el socorro que viene por ella.
El alma desfallece por la Palabra en medio del quebranto (20, 28, 81), los ojos también desfallecen sumidos en lágrimas y se anticipan a las vigilias de la noche para meditar en los mandatos de Dios (82, 123, 136, 148). Hay clamor por la Palabra y súplica por la presencia de Dios (58, 147), y aflicción, de la cual es librado (92, 153). Aun el cuerpo se estremece por temor al Señor y por miedo a sus juicios (120).
Tal quebranto no tiene parangón en las Escrituras, excepto en un versículo del Nuevo Testamento: Hebreos 5:7, referido al Señor Jesús: «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente». En este versículo tenemos una verdadera síntesis de estos doce anhelos fervientes del Salmo 119. Aquí están los ruegos (153), las súplicas (58, 20, 28, 81), el clamor (147) y las lágrimas (82, 123, 148, 136), la oración para ser librado de la muerte (92, 153), está el temor reverente (120) y está, finalmente, la alusión a la carne (120).
Las frías noches a la intemperie, sin duda, le oyeron musitar en agonía estas palabras inspiradas. ¿Quién sino Él podía darles cumplimiento? El salmista no hacía sino sufrir anticipadamente dolores y agonías pequeñas, comparadas con las de Aquél que sufrió lo indecible por nosotros.
Sólo el Siervo de Dios podía padecer así y desear con tanto fervor la provisión de la palabra de Dios. Él se sabía cumpliendo la mayor obra jamás realizada. Por eso vemos su ser entero en una entrega absoluta, en una agonía constante, que libraba diariamente delante de Dios. Esto es estar, literalmente, «como odre al humo» (83).
En esta agonía, su socorro, su alimento y su sustento diario, era la bendita palabra de Dios. Por eso, sus palabras están impregnadas de los Escritos sagrados. Por eso, podía enseñar con autoridad. ¡Concédanos el Señor esta gracia de amar la Palabra y empaparnos de ella, para bendición nuestra y de otros muchos!