La unión matrimonial
La unión matrimonial posee características inigualables. Una de ellas es el amor. La importancia de éste en el matrimonio es vital. De allí la necesidad de preocuparse porque el amor crezca y madure.
El amor logra que dos personas tan distintas se unan en uno por toda la vida. El amor que crece en los esposos puede formar una alianza tan profunda en el matrimonio que es capaz de soportar absolutamente los embates de la vida en el mundo.
En el matrimonio, espíritu, alma y cuerpo se unen para consolidar una nueva ‘carne’, es decir una nueva realidad. Esta unión se diferencia de otras uniones en que tiene la exclusiva unión del cuerpo físico, puesto que en la práctica podemos unirnos en un solo espíritu y también en una sola alma con los hermanos, pero no así en el cuerpo. Sólo podemos unirnos en un solo cuerpo con nuestro cónyuge.
La unión matrimonial es la única que tiene profundidad en estas tres grandes dimensiones: la unión del espíritu, el alma y el cuerpo. La unión del espíritu es la unión de propósito; allí confluye la esencia del por qué y para qué del matrimonio. La unión del alma es la unión en proceso, donde se articula el cómo. Y la unión del cuerpo es la unión que certifica y legaliza lo anterior en un pacto exclusivo, trascendente, de fidelidad y amor.
En el libro de Génesis, una de las primeras palabras en relación al matrimonio dice: «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gén. 2:24). Fijando la atención en los verbos, este versículo puede ser dividido en tres partes.
Unión espiritual
«…dejará el hombre a su padre y a su madre…». Esta es una dimensión espiritual. El hombre y la mujer deben abandonar su familia de origen, para establecer el propósito divino en una nueva realidad. El sentido de una nueva familia sólo alcanzará su verdadera dimensión espiritual al dejar la paternidad individual, para establecerse bajo la cobertura de Dios Padre, quien por su Espíritu toma dominio real en la familia que comienza. En las Escrituras, sólo a Dios se le llama «Padre de los espíritus» (Heb.12:9).
El apóstol Pablo, en la carta a los Efesios, habiendo explicado el propósito de Dios y su misterio, concluye con una oración importantísima y reveladora tocante a las familias y al Padre celestial: «Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra…» (Ef. 3:14-15).
Al iniciar este verso con la expresión «Por esta causa…», Pablo pone especial atención en todo lo dicho anteriormente en los tres primeros capítulos de Efesios, donde se revela el sentido divino de todas las cosas creadas. De modo que los esposos cristianos encontrarán allí la fundamentación del matrimonio, que será profundizada luego en el capítulo 5 a su plenitud en relación a Cristo y la iglesia.
En Abraham encontramos un ejemplo de lo que venimos hablando. A él se le pidió dejar su tierra (patria), padres y parentela, para iniciar un viaje de fe a la Tierra Prometida, la cual es figura de Cristo. «Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición» (Gén. 12:1-2).
Así entonces, concluimos que los esposos tienen su finalidad en Cristo. Ellos deben tomar en serio este llamado, procurando no dañar las relaciones familiares que por momentos son tan importantes y útiles, y dejar la vida hogareña con sus padres; y establecer límites claros para unirse en un espíritu como esposos, buscando la intención más práctica del Padre en la nueva realidad familiar, la cual en estrecha unión al Cuerpo de Cristo irá creciendo para la gloria de Dios.
Unión del alma
«…y se unirá a su mujer…». Los esposos se unirán. Esta unión corresponde al alma. El alma es lo que somos o cómo somos, nuestra personalidad, nuestra conciencia de nosotros mismos. De manera que esta es la unión más consciente y resistente. El alma está en constante crecimiento y trato con Dios; por tanto, está unión será un proceso. Corresponde a lo más visible, lo que llamamos ‘el ajuste’ del matrimonio.
El trabajo de unir los pensamientos, las emociones y la voluntad es un proceso complejo que requiere de una firme decisión delante de Dios y un sólido amor capaz de soportar las pruebas. Una vez que deciden dejar sus orígenes, los esposos se establecen como una nueva realidad espiritual, para luego implementar una base sólida de acuerdos. «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Amós 3:3). Profundizar en el conocimiento mutuo, interactuar con sus emociones, aceptarse mutuamente, planificar, decidir juntos, irá progresivamente uniéndoles en una misma alma. Esta es la tarea más difícil de todas.
El alma debe ser pastoreada, conducida, salvada día a día. Por ello, Dios entrega a los esposos, en sus inicios, un sentimiento tan poderoso, difícil de soportar; lo que comúnmente llamamos ‘enamoramiento’. Lejos de ser una distorsión del amor, el enamoramiento es más bien una hipersensibilidad de ello, que, bien conducido, traerá a los esposos, en sus primeros años de existencia matrimonial, la capacidad de tolerar los difíciles momentos del ajuste.
Este sentimiento tiene como fin impulsar a los esposos a la unión del alma. Allí donde confluyen dos personalidades tan diferentes, se activa el enamoramiento para equipar el ánimo y encontrar el ‘cómo’ ellos llegarán juntos a ser uno en todo.
Unión corporal
«…serán una sola carne». Por último, tenemos la unión de los cuerpos, que confirma y legaliza el vínculo. La exclusividad, la santidad de los esposos, el compromiso de fidelidad mutua, sella la unión. El deseo sexual es otra gran ayuda que Dios proporciona a la unión matrimonial. Ahora desde lo sensorial, la necesidad de verse, tocarse, estimularse y unirse genitalmente, da fuerza al vínculo.
Esta vez, el amor tiene una dimensión sensual erótica, no por ello exenta del principio de la negación, de la cruz, como enseña Pablo a los matrimonios en la iglesia de Corinto: «El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro…» (1ª Cor. 7:3-5).
La sexualidad tiene la fuerza para fortalecer profundamente el vínculo matrimonial. Sin embargo, mal conducida, ésta puede separarlo con la misma intensidad. Por ello, el amor erótico debe ser gobernado por el principio del amor pleno. El amor no busca lo suyo (1ª Cor. 13:5). La intención de otorgar placer, de disfrutar junto al otro y la negación mutua, dará a los esposos, en la unión de sus cuerpos, plenitud y gozo. Una sexualidad con respeto y límites les garantizará dignidad, ratificando la fuerza de la unión.
El amor en la vida matrimonial es fundamental. Lo que comienza de forma muy rudimentaria con el enamoramiento, debe crecer hacia la madurez. Notemos que el enamoramiento no es la meta, el sustento, ni el fin del matrimonio, como suele entenderse, sino más bien el primer impulso de algo superior. Estudios psicológicos concluyen que el enamoramiento en la pareja dura alrededor de tres a cuatro años, tiempo suficiente para que los esposos logren establecer ciertas bases de relacionamiento que será vehículo para su futura relación.
Después del enamoramiento, viene la etapa que denominamos ‘amor después del amor’. Allí, el amor debe comenzar a dar sus primeros pasos sin la calidez y motivación del enamoramiento. Crece desde el egoísmo auto-referencial a la completa rendición por lo que se ama. En la Biblia tenemos ejemplo de ello. En el Cantar de los cantares, los esposos experimentan el progreso del amor. Como producto de ello, la relación madura; las adversidades, las pruebas, las ausencias, no son más que abono para el crecimiento.
Del Cantar de los Cantares
Dice ella: «Mi amado es mío, y yo suya» (Cant. 2:16). Aquí encontramos un amor centrado en el yo. Todo lo que ella declara por él se centra en ella. Ella lo quiere para sí y solo para sí. En primera instancia, parece loable, pero es un amor ‘enamoradizo’, posesivo y egoísta. No piensa en el otro, no hay espacio para ello; sólo sabe lo que ella siente por él. Sólo es consciente de lo suyo, y aunque está dispuesta a rendirse por él en todo, su base de amor y rendición sigue siendo ella misma.
Este tipo de amor puede sufrir una devastadora desilusión, pues idealiza tanto al otro, que niega lo que ella no quiere ver. Sólo piensa en las gratificaciones que el amado le puede entregar; se centra en el recibir. Pero esta clase de amor tiene su final. La etapa natural de un desarrollo saludable le hace crecer. Ella se cansa de esta clase de amor posesivo, e inicia el camino de salir de sí, para ir en busca del otro.
«Yo soy de mi amado, y mi amado es mío» (Cant.6:3). Aquí se observa con mayor conciencia que ella aprendió el camino de la mutualidad. El amor creció y ahora es más consciente de él. La oración se invierte; ahora ella comienza a disfrutar su esencia de ser, en él. El amor da un paso más, da y recibe. Sin embargo aún tiene el sesgo de su centralidad. Las pruebas harán que ella crezca a un amor aún más maduro diciendo: «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cant. 7:10). Otras versiones dicen: «Yo soy de mi amado y su cariño es para mí… Yo pertenezco a mi amado, ¡y él me desea!… Yo soy de mi amado, y hacia mí tiende su deseo vehemente… Yo soy de mi amado: los impulsos de su amor lo atraen a mí».
Notemos que ella terminó con el conflicto de la inseguridad, que la llevaba a querer poseerlo. Ahora no demanda que él sea de ella; ahora sabe lo que él siente por ella, y esto le da confianza y descanso. El amor ha madurado más allá de la mutualidad. Ha salido de sí misma y se ha centrado en él, ha hallado la paz. Ahora tiene absoluta seguridad en él; ya no pide pruebas, no necesita recordarle que él es de ella; ahora vive y disfruta el deseo de su amado. Él la ha amado tan intensamente que ella se ve en él. En conclusión, al olvidarse de sí, ella se encuentra a sí misma en el amado. Así se completa el círculo perfecto del amor matrimonial maduro.
Arrepentimiento para vida
Por último, mencionemos que el amor también puede morir. Cuando uno de los esposos, o ambos, han dejado de alimentar el amor, la unión está en serio peligro. Ejemplo tenemos en el libro de Apocalipsis, que contiene una de las palabras más tristes de la Biblia, la del amado que, viendo el peligro, hace un esfuerzo enérgico por recuperar lo perdido. «Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos; y has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente, y no has desmayado. Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor…» (Apoc. 2:2-4).
Aquí tenemos la prueba más fidedigna de una mujer que ha olvidado hacer madurar el amor por su amado. Las preocupaciones de la vida y su esmero en el servicio han hecho que él no sea el todo para ella. Lentamente, su corazón se fue deslizando; su trabajo, o los quehaceres legítimos de la casa, la han cegado. Sin darse cuenta, su amor se ha marchitado. Como consecuencia, la unión se ha debilitado y corre peligro de muerte.
Sin embargo, no todo está perdido si se es consciente. Por esta razón, el amado enfrenta el problema y sin imponerse, la llama al cambio, diciendo: «Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras…» (Apoc. 2:5). El arrepentimiento trae de vuelta el corazón a quien obedece, le garantiza volver al punto donde se perdió, para luego, en la vida del Espíritu, hacer lo que es más importante.
El soplo renovador del Espíritu siempre traerá vida al matrimonio, pues el amor es como brasas, que aun a punto de extinguirse, pueden volver a encenderse. Así lo atestiguan los enamorados del Cantar de los cantares: «Porque fuerte es como la muerte el amor… Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama. Las muchas aguas no podrán apagar el amor…» (Cant. 8:6).