No podemos decir que amamos a Dios sin tener un sentimiento de amor hacia los hermanos.
El evangelio de Juan fue el último que se escribió, y sus epístolas fueron las últimas que se redactaron en el Nuevo Testamento. Mateo, Marcos y Lucas fueron escritos antes del evangelio de Juan, y ellos hablan de los hechos y las enseñanzas del Señor Jesús, en tanto Juan nos presenta los aspectos más elevados y espirituales en relación a la venida del Hijo de Dios a la tierra, y claramente nos muestra qué clase de personas pueden recibir vida eterna. Nos dice repetidas veces que los que creen tienen vida eterna. El evangelio de Juan está lleno del tema de la fe. Cuando una persona cree, recibe vida eterna (ej. 5:24; 20:31). Este es el tema del evangelio de Juan.
Cuando llegamos a las epístolas de Pablo, de Pedro y los demás apóstoles, vemos que ellas explican lo que es la fe; prestan atención a la fe del hombre en Dios; dicen que los que creen son justificados, perdonados y limpiados. Mientras que en las epístolas escritas por Juan, vemos que el énfasis es otro, pues hacen hincapié en la conducta del hombre ante Dios; hablan del amor, afirmando que éste debe ser la evidencia de la fe de una persona.
Si le preguntamos a alguien: «¿Cómo sabe usted que tiene vida eterna?», su respuesta puede ser: «La Palabra de Dios así lo dice». Sin embargo, eso no es suficiente, ya que tal afirmación podría hacerla uno basándose en el conocimiento intelectual, sin que necesariamente haya creído en la Palabra de Dios. Por esta razón, Juan nos muestra en sus epístolas que si un hombre tiene vida eterna, debe demostrarlo. Si uno afirma ser de Dios, los demás deben ser testigos de alguna manifestación o algún testimonio.
Una persona podría basarse en su conocimiento para decir: «Yo creí; así que tengo vida eterna». Esto haría del proceso de creer y tener vida eterna, una simple receta: primero, se oye el evangelio; segundo, se entiende; tercero, se cree; y cuarto, se sabe que se tiene vida eterna. Pero no podemos confiar en esta fórmula general de «salvación». La Biblia nos dice que en los días de Pablo había falsos hermanos (2ª Cor. 11:26; Gál. 2:4), es decir, aquellos que se llaman hermanos, y no lo son. Algunos afirman que son de Dios, pero en realidad carecen de vida; entran a la iglesia por el entendimiento que tienen de ciertas doctrinas, por su conocimiento y por observar ciertos preceptos.
¿Cómo sabemos si ante Dios la fe de una persona es viva o no es más que una fórmula? ¿Cómo podemos probar quién es de Dios y quién no lo es? Las epístolas de Juan resuelven este problema. Juan nos muestra la manera de diferenciar entre los verdaderos hermanos y los falsos, entre los que nacieron de Dios y los que no. Veamos cómo discierne Juan esto.
Una vida de amor
Hay dos pasajes en la Biblia que contienen la frase «de muerte a vida» (Jn. 5:24 y 1 Jn. 3:14). Comparémoslos. En el primero, vemos que uno pasa de muerte a vida cuando cree. El segundo presenta la evidencia de uno que ha pasado de muerte a vida: el amor por los hermanos.
Supongamos que usted tiene muchos amigos y los quiere mucho, o admira a muchas personas. Con todo, aún hay una diferencia, aunque no la pueda explicar, entre sus sentimientos hacia ellos y sus sentimientos hacia sus hermanos y hermanas. Si sus padres engendran otro hijo, espontáneamente surge en usted un sentimiento especial e inexplicable hacia él. Es un sentimiento de amor instintivo, el cual demuestra que usted pertenece a la misma familia.
Lo mismo sucede con nuestra familia espiritual. Supongamos que nos encontramos con alguien cuya apariencia, historial familiar, educación, personalidad e intereses son totalmente diferentes a los nuestros; sin embargo, puesto que dicha persona creyó en el Señor Jesús, espontáneamente sentimos un afecto inexplicable hacia ella; sentimos que es nuestro hermano, y lo apreciamos más que a nuestra familia carnal. Esto comprueba que nosotros hemos pasado de muerte a vida.
En 1ª Jn. 5:1 leemos unas palabras muy importantes. Si amamos a Dios, quien nos engendró, es normal que amemos a los demás que Él engendra. No podemos decir que amamos a Dios sin tener un sentimiento de amor hacia los hermanos.
Este amor prueba que la fe que hemos adquirido es genuina. Este inexplicable amor sólo puede ser el resultado de una fe genuina y es un amor muy especial. Amamos a cierta persona por el simple hecho de que es nuestro hermano, no porque haya un vínculo común ni porque tengamos los mismos intereses. Dos personas de diferente nivel educativo, con diferentes opiniones y puntos de vista, pueden amarse la una a la otra simplemente porque ambas son creyentes. Entre ellos hay un sentimiento y una afinidad inexplicables. Este afecto mutuo es la evidencia de que pasaron de muerte a vida.
Es cierto que la fe nos conduce a Dios, pero también nos conduce a los hermanos. Una vez que recibimos esta vida, brota en nosotros un amor fraternal por muchas personas, esparcidas por todo el mundo, que tienen esta misma vida. Esta vida se complace con la presencia de ellos y se deleita en comunicarse con ellos, pues les tiene un amor espontáneo.
El evangelio de Juan y sus epístolas nos muestran el orden que Dios dispuso. Primero, por la fe pasamos de muerte a vida, y luego, quienes han pasado de muerte a vida tienen este amor. Sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. Esta es una manera muy confiable de determinar la cantidad de hijos de Dios que hay sobre la tierra. Solamente aquellos que se aman unos a otros son hermanos.
Debemos darnos cuenta de que a los ojos de Dios, nuestro amor por los hermanos demuestra lo genuino de nuestra fe. Es el mejor método para determinar si la fe de una persona es verdadera o falsa. Cuanto más es presentado el evangelio con lujo de detalles, con más facilidad se infiltran falsos hermanos. Tiene que haber una forma de discernir y reconocer la fe genuina. Las epístolas de Juan nos muestran claramente que la manera de diferenciar la fe verdadera de la falsa no es la misma fe, sino el amor. No necesitamos preguntar cuán grande es la fe de una persona, sino cuán grande es su amor. Donde hay una fe genuina, allí hay amor.
El mandamiento de amar
En 1ª Juan 3:11, Dios manda que nos amemos unos a otros. Y en el versículo 23 manda dos cosas: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros. Puesto que ya creímos, debemos también amar. Dios nos dio este amor y luego nos dio el mandamiento de amarnos unos a otros, esto es, usar el amor que Dios puso en nosotros. Debemos aplicarlo según su naturaleza y nunca debemos apagarlo ni herirlo.
1ª Juan 4:7-8 dice que debemos amarnos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo el que ama, ha nacido de Dios, pero quienes no aman, no han conocido a Dios, porque Dios es amor. Nosotros no teníamos amor, pero ahora tenemos amor, un amor que proviene de Dios. Dios derrama su amor en todo aquel a quien engendra.
Aquellos que nacieron de Dios han recibido la vida del propio Dios. Puesto que Dios es amor, aquellos que Él engendra reciben este amor. La vida que recibimos de Dios está llena de amor. Lo extraño sería que no nos amásemos unos a otros. Dios deposita en el cristiano una vida de amor y, sobre la base de dicha vida, da el mandamiento: «Amaos los unos a los otros». Dios primero deposita su amor en nosotros, y luego nos dice que amemos. Primero nos da una vida de amor, y luego el mandamiento de amar. Debemos inclinar nuestra cabeza y decir: «Gracias damos a Dios, porque sus hijos se aman unos a otros».
Aquel que no ama a los hermanos
1ª Jn. 2:9-11 dice que el amor que un hombre tiene para con los hermanos determina si él es cristiano y si se ha apartado de las tinieblas.
Si alguien lo aborrece a usted, a sabiendas de que es cristiano, esto comprueba que aquella persona no es cristiana. Si de cinco hermanos ama a cuatro y aborrece a uno de ellos en el corazón, esto prueba que esa persona no es un hermano. Debemos darnos cuenta de que no amamos a un hermano porque es agradable, sino única y exclusivamente porque es hermano. En este pasaje leemos: «El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas». Es decir, la Biblia elimina la posibilidad de que una persona pueda aborrecer a su hermano. Si usted aborrece a alguien que usted sabe que es un hermano, debe decir: «Señor, no estoy andando en la luz, estoy en tinieblas y ando en tinieblas.»
En 1ª Jn. 3:10 dice que aquel que no practica exteriormente la justicia no es de Dios. De la misma manera, aquel que no tiene amor en sus entrañas para con su hermano no es de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios.
El v. 14 dice: «El que no ama, permanece en muerte.» Este amor no se refiere al amor ordinario, sino al amor con el que uno ama a los hermanos. La Biblia dice que si una persona no tiene este amor por los hermanos «permanece en muerte». Sería muy extraño que aún después de creer todavía no sienta afecto ni se sienta atraída hacia otros creyentes. En tal caso, es posible que su fe no sea genuina. Antes la persona estaba muerta, y me temo que todavía está en esa condición, porque la fe se basa en el amor.
Versículo 15. No podemos concebir que alguien pueda matar después de haber creído en el Señor. La Biblia nos dice que aborrecer al hermano equivale a cometer homicidio. Una persona que tiene vida eterna jamás podría aborrecer a su hermano. Los hijos de Dios pueden estar en diferentes condiciones, pero nunca pueden odiar. Si un hermano ha cometido un pecado digno de excomunión, podemos confrontar el asunto con indignación; si ha hecho algo extremadamente malo, podemos reprenderlo severamente delante el Señor; pero jamás podemos odiarle. Si un hermano aborrece a otro hermano, la vida eterna no está en él.
Todos los hermanos tienen una vida lo suficientemente rica como para amar a todos los hermanos y hermanas. Nuestro amor por un hermano debe ser el mismo que sentimos por todos los demás. Para descubrir que una persona no tiene amor fraternal, no es necesario que ella odie a todos los hermanos; es suficiente evidencia que aborrezca a uno solo.
Si una persona no ama al hermano, sino que lo aborrece o lo amenaza o lo ataca, lo único que podemos decir es: «Dios tenga misericordia de él, pues es una persona que piensa que es creyente, pero en realidad no es salva». Si usted aborrece a un hermano, esto prueba que usted no es del Señor.
En condiciones normales, si un hermano ha hecho cosas que lo irritan a usted, puede exhortarlo y reprenderlo, pero no puede aborrecerlo en su corazón. Incluso si usted lo dice a la iglesia, según Mateo 18, su intención debe ser restaurarlo. Si usted no tiene la intención de restaurarlo y si su meta es atacarlo y denigrarlo, esto comprueba que usted está por debajo del nivel de hermano.
Cuando el mensajero joven trajo a David la noticia de la muerte de Saúl, un rey que lo aborrecía, David rasgó sus vestidos, se lamentó, lloró y ayunó hasta la noche (2 Sam. 1:11-12). Cuando alguien comunicó a David que Absalón, su rebelde hijo, había muerto, David se conmovió aún más (2 Sam. 18:33). David tuvo que pelear las batallas, tuvo que juzgar y tuvo que condenar, pero no pudo contener las lágrimas cuando supo que Saúl y Absalón habían muerto.
Si una persona sólo puede juzgar y condenar, pero no tiene lágrimas ni tristeza, esto demuestra que no sabe nada del amor fraternal. Si alguien reprende a un hermano con el único propósito de agraviarlo, tal persona no tiene amor, sino rencor. ¡Aborrecer a los hermanos equivale a matarlos! ¡Este es un asunto muy serio!
(1ª Juan 4:20-21). Juan nos muestra que amar a los hermanos equivale a amar a Dios. Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Debemos amar a nuestros hermanos si profesamos amar a Dios.
Debemos tener cuidado con no hacer nada que ofenda al amor. No debemos ofender a los hermanos en lo más mínimo. No debemos hacer a un lado el afecto fraternal. Dios puso este amor en nosotros para que lo usemos sirviendo y ayudando a los hermanos. Debemos permitir que este amor fraternal crezca y se fortalezca.
(1ª Jn. 3:17). El amor de Dios no mora en una persona que cierra sus entrañas a los hermanos. Uno puede engañarse a sí mismo diciendo: «Yo no amo a este hermano, pero sí amo a Dios». Nuestra relación con los hermanos es el resultado de nuestra relación con Dios. Si rechazamos a nuestros hermanos, el amor de Dios no está en nosotros.
Cómo amar a los hermanos
(1ª Juan 3:16). ¿Qué significa amar a los hermanos? Juan lo explica. No sabemos qué es el amor hasta que vemos que el Señor puso su vida por nosotros. Amar a los hermanos es estar dispuestos a negarnos a nosotros mismos para servir y perfeccionar a los demás, y es estar dispuestos incluso a dar nuestra propia vida por los hermanos.
El verso 18 dice que el amor no está compuesto de palabras vacías; es la manifestación en hechos y en verdad. 1ª Jn. 4:10-12 nos muestra que nuestro amor hacia Dios y nuestro amor para con los demás no se pueden separar. Dios ha puesto hoy muchos hermanos frente a nosotros para que pongamos en práctica el amor que tenemos para con Dios. Es vanidad limitarnos a hablar de amor. Nuestro amor por Dios debe expresarse en nuestro amor por los hermanos.
(1ª Juan 5:2-3). Si amamos a Dios, debemos guardar sus mandamientos. Por ejemplo, los mandamientos de Dios dicen que debemos ser bautizados por inmersión, pero muchos hijos de Dios tienen diferentes puntos de vista al respecto. Ellos dicen: «Si usted me ama, no se debe bautizar por inmersión, porque esto me herirá». Esto nos pone en un dilema. Nosotros no podemos decir que amamos a los hijos de Dios si no guardamos los mandamientos de Dios. Si nosotros tememos obedecer los mandamientos de Dios por temor a que otros hermanos se ofendan, no avanzaremos nosotros ni ellos. Guardar todos los mandamientos de Dios es la única manera de dirigir a los hijos de Dios por el camino de la obediencia.
Supongamos que los padres de una persona no le permiten creer en el Señor. ¿Qué debe hacer esa persona? ¿Negar al Señor por amor a sus padres? Si los complace a ellos y niega al Señor, no está practicando el amor en absoluto; si no los complace y cree en el Señor, ellos se enojarán por un tiempo, pero esa persona ha abierto el camino para que ellos crean en el Señor. ¡Esto sí es amor! Sin embargo, no debemos ofender a nuestros padres ni con nuestra actitud ni con nuestras palabras. Debemos asirnos de la verdad de Dios, pero al mismo tiempo necesitamos mantener el amor. Debemos aprender a ser justos; sin embargo, no debemos hacer a un lado el amor. No haga énfasis en la santidad de la vida de Dios a expensas del amor que se encuentra en la vida de Él. Estos dos aspectos se deben mantener en equilibrio.
Deseamos obedecer a Dios, pero debemos hacerlo con humildad. No ofenda al amor. Si debe hacer algo, hágalo, pero nunca haga nada que ofenda al amor. Debemos mantener una actitud amable. Incluso cuando haya diferentes opiniones entre los hermanos, debemos seguir siendo amables. Debemos estar llenos de amor cuando le digamos a nuestro hermano: «Hermano, cuánto quisiera ver lo que tú has visto, pero Dios me lo ha mostrado de diferente manera, y no puedo hacer otra cosa que obedecerlo a él». No rebaje la norma de la palabra de Dios ni ofenda al amor. Debemos mostrarle a nuestro hermano que no estamos haciendo algo por interés personal, sino porque Dios lo ha dicho. Debemos mantener la debida actitud, y debemos estar llenos de humildad. Esto ganará el favor de muchos hermanos y hermanas.
El resultado de amar
En 1ª Juan 4:16 se menciona por segunda vez la oración Dios es amor. Debido a que Dios es amor, Él desea que amemos a los hermanos y permanezcamos en amor. Mientras permanezcamos en amor, permaneceremos en Dios.
(1ª Juan 4:17-18). Sólo en 1ª Juan 4 se nos dice cómo permanecer confiadamente ante el tribunal divino. La clave es permanecer en amor. Tendremos confianza en el día del juicio cuando este amor se haya perfeccionado en nosotros. Debemos tener una sola actitud para con nuestros hermanos y hermanas, una actitud de amor. Debemos ganárnoslos y buscar el mayor beneficio para ellos. No debemos tener ningún rencor, solamente amor. Practicar esto es un verdadero ejercicio. Un día todo nuestro ser permanecerá en amor, y el amor permanecerá en nosotros. Entonces nuestras vidas en la tierra estarán libres de todo temor. Y cuando estemos delante del tribunal de Dios, no tendremos temor de nada.
Ya vimos que amar a los hermanos equivale a amar a Dios. Nuestro amor por los hermanos hará que el amor de Dios se perfeccione en nosotros. Debemos amar a los hermanos al punto que no haya temor en nosotros hacia ellos. Amar a Dios y amar a los hermanos son dos cosas inseparables.
Ojalá que todos podamos aprender a amar a los hermanos desde el comienzo mismo de nuestra vida cristiana, y que la vida de Dios encuentre un canal por el cual fluir en nosotros.
Tomado de “Lecciones sobre la Vida Cristiana” (versión compendiada).