¿Por qué es tan difícil ser hombres y mujeres espirituales? ¿Por qué es tan común la experiencia contraria?
Si es verdad que Dios nos ha predestinado a la filiación, es decir, a la calidad de hijos espirituales, y si es verdad que Dios ha hecho una obra tan grande y perfecta en nuestro espíritu, ¿por qué entonces es tan difícil ser hombres y mujeres espirituales? ¿Por qué es tan común la experiencia contraria? ¿Por qué en la casa de Dios abundan los carnales y no los espirituales? Responder estas preguntas nos obliga a tratar ahora el tema del alma. En efecto, el problema no está en el espíritu, sino en el alma. Y para entender el problema del alma necesitamos por una parte, considerar el proyecto original de Dios para el hombre y, por otra parte, atender a las consecuencias que la caída trajo al alma.
El proyecto original: lo que era desde el principio
Según el apóstol Juan, Jesucristo es «lo que era desde el principio». Esta expresión significa que Jesucristo no solo es la Omega, sino también es la Alfa. Él no sólo es el último, sino también el primero. No solo es el fin, también es el principio. En ese principio, según Juan, él era el Verbo de vida (1 Jn. 1:1). Este principio se refiere al principio de la creación: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios, y el Verbo era con Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida…» (Jn. 1:1-4). Por lo tanto, lo que Juan nos está queriendo decir es que allá en el principio de todas las cosas, ya estaba presente el Verbo de Vida. Todo esto en una clara alusión, no sólo a la obra de la creación, sino también al árbol de la Vida presente en el huerto de Edén.
Se puede decir que Adán había sido creado para el árbol de la Vida. Aunque Adán era una creación completa en cuanto ser humano, debía, no obstante, comer del árbol de la vida a fin de alcanzar el destino para el cual había sido creado. En definitiva, la vida humana tenía el sentido de ser un vaso para contener la vida divina. El hombre es la única criatura escogida por Dios para participar de la vida divina. Como toda criatura, el hombre, tendría la clase de vida correspondiente a su status; en este caso, vida humana. No obstante, y a diferencia de todas las demás clases de criaturas, el hombre podría además acceder a tener también la vida increada de Dios. De esta manera, el hombre podría vivir de dos posibles formas: Una, que no era el propósito de Dios, donde el hombre viviría desde sí mismo, esto es, desde su alma; y otra, donde el hombre viviría desde el Espíritu de Dios unido a su espíritu. La vida humana es, pues, esencialmente almática; la vida divina, en cambio, es absolutamente espiritual. ¿Cómo lo sabemos? Por el Nuevo Testamento. Pablo escribiendo a los corintios en su primera carta dijo: «Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» (15:45). El postrer Adán, el Señor Jesucristo, alcanzó el nivel que Dios había diseñado para el hombre y que el primer Adán no alcanzó. La meta no era ser alma viviente, sino espíritu vivificante.
Por otra parte, con respecto a la vida divina, Pablo dijo: «Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él» (1 Cor. 6:17). Y en su carta a los Romanos agregó: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (8:16). ¿Te das cuenta? En Romanos 8:10 declaró: «Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia».
Ahora bien, entendamos correctamente lo que hemos dicho hasta aquí. Dijimos que la vida humana estaba diseñada para ser un vaso que contuviera la vida divina. Pero en este caso, el vaso no es un vaso inerte. La vida humana cuenta, entre las principales facultades del alma, con voluntad propia, con mente y emociones. Por lo tanto, el diseño de Dios no consistía en la anulación del ser humano por medio de la vida divina, sino en la expresión de la vida de Dios por medio de la vida humana. Para este fin, la vida eterna sería impartida a la parte más íntima del ser humano: a su espíritu. Desde ahí, la vida de Dios, pasando a través del alma, se manifestaría en el hombre y a través de él. De esta manera, la vida del hombre sería divina en su fuente y humana en su medio. La realización del hombre sería, así, doble: plena en el ejercicio de su humanidad y consumada conforme al propósito de Dios. Esto es lo que precisamente queremos decir cuando la iglesia confiesa a Jesucristo como «verdadero Dios y verdadero hombre».
Desgraciadamente, el hombre no comió del árbol de la vida, mas comió del árbol de la ciencia del bien y del mal. Así, entró el pecado en la naturaleza humana y por él, la muerte. El hombre, en el ejercicio de su humanidad, había desobedecido y se quedaría por miles de años a medio camino. Él comenzó entonces a vivir por medio de la única clase de vida de que disponía: comenzó a vivir por su alma. La primera consecuencia que el hombre comenzó a experimentar fue, entonces, su impotencia frente a las demandas de Dios. La segunda consecuencia que sufrió el hombre fue el daño que el pecado produjo a su alma: ésta sufrió un desequilibrio.
Las consecuencias que la caída trajo al alma del hombre
La impotencia del hombre
El árbol de la ciencia del bien y del mal representaba la justa y perfecta voluntad de Dios; simbolizaba las legítimas demandas de un Dios santo y justo. ¿Por qué, entonces, la sentencia hecha a Adán de que «el día que de él comieres, ciertamente morirás? ¿Acaso es malo saber el bien y el mal? ¿No es precisamente esto lo que hacemos con nuestros hijos: enseñarles desde niños lo bueno y lo malo? ¿Dónde estaba, pues, el problema? El problema no estaba en el árbol mismo, sino en el hombre. Pablo dice que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno (Rm. 7:12).
El problema era el siguiente: ¿Cómo podría el hombre cumplir demandas divinas sin la vida de Dios en él? Porque una cosa es saber el bien y el mal, y otra muy distinta, es hacer el bien y evitar el mal. El árbol de la ciencia del bien y del mal le trajo la muerte a Adán porque éste, sin la vida de Dios en él, fue en definitiva completamente impotente para cumplir las demandas de Dios. Y desde ese mismo día en adelante, el hombre ha fracasado una y otra vez en dicho intento. La fuerza de voluntad, el empeño y las buenas intenciones no han sido suficientes para lograr agradar a Dios. Más bien, la desobediencia ha sido nuestra experiencia y la paga del pecado ha sido la muerte. Cuando Adán comió del árbol del conocimiento del bien y del mal, aunque fue como Dios en cuanto a saber el bien y el mal (Gn. 3:22), no obstante, murió en su impotencia por guardar las demandas justas y legítimas de un Dios santo. Y aun cuando eventualmente el hombre logra hacer el bien y evitar el mal, aun en ese caso, no agrada a Dios porque cada vez que actúa en sus fuerzas, el yo, que está detrás de todas sus acciones, siempre busca su exaltación y su gloria (cf. Ef. 2:9).
El proyecto de Dios era que Adán viviera por el árbol de la Vida y no por el árbol de la ética y la moral. El hombre viviría por la Vida; ni siquiera por el Bien. Si el hombre hubiese comido del árbol de la Vida, su relación con Dios no habría sido a través de un código moral, sino por medio de una vida común. La relación sería de comunión, de participación, de compañerismo y de amor. Así, Dios sería agradado espontánea y connaturalmente, porque las demandas divinas son absolutamente connaturales a la vida divina; no así a la naturaleza humana. Andar por el ser no es lo mismo que andar por el deber.
El alma del hombre
La segunda consecuencia que sufrió el hombre, fue que su alma se desarrolló hasta límites no deseados, transformándose en un alma autónoma; su espíritu, anulado o muerto por el pecado, desapareció de la escena y el alma, en lugar de ser un dócil instrumento del espíritu, se desequilibró y el pecado tomó absoluto control del hombre y se enseñoreó de él. Así el alma no llegó a ser sierva del espíritu, sino esclava del pecado. El alma, entonces, yendo más allá de su función, intentó una y otra vez religar al hombre con Dios, pero fracasó. Lo único que logró el alma, una vez desconectada del espíritu, fue agrandar excesivamente sus facultades: una voluntad férrea, una mente que todo lo inte-lectualiza y emociones que dominan completamente al hombre.
De esta manera, el alma se «perdió» y quedó necesitada de salvación (Mr. 8:35, 36).
La salvación del alma
La salvación del alma comprendería entonces, no sólo la purificación de todos sus pecados, sino también su regulación. Debía ser salvada no sólo del pecado, sino además de sí misma. Del primer aspecto dan cuenta los siguientes versículos: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu» (1ª P. 1:22). «…obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1ª P. 1:9). «…sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados» (Stgo. 5:20). «Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma» (Hb. 10:39).
Al segundo aspecto de la salvación del alma, esto es, a su regulación, se refieren los siguientes textos: «El que halla su vida (alma), la perderá; y el que pierde su vida (alma) por causa de mí, la hallará» (Mt. 10:39). «Porque todo el que quiera salvar su vida (alma), la perderá; y todo el que pierda su vida (alma) por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mr. 8:35). «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida (alma), no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:26). Pero, ¿qué es esto de perder el alma para entonces salvarla? ¿En qué consiste aborrecer el alma? En el contexto de los textos citados se afirma que consiste en tomar la cruz y seguir en pos de Cristo. ¿Y qué es tomar la cruz? Negarse a sí mismo, morir.
Morir para vivir
Jesucristo es lo que era desde el principio. Él es el árbol de la Vida. Por lo tanto, cuando vinimos a Cristo y creímos en él, nuestro espíritu no sólo fue vivificado, sino que lo fue con la mismísima vida de Dios. De manera que, si bien nuestro cuerpo está muerto a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Pero, ¿qué pasó con nuestra alma? Nuestra alma, aunque purificada, perdonada y salvada, permaneció agrandada y desubicada. La figura que usó Jesús, para explicar la situación que le ocurre al alma, fue la del grano de trigo. Un grano o semilla contiene increíblemente la vida en su interior. No obstante, por la dureza de la cáscara, la vida no tiene ninguna posibilidad de manifestarse, a menos que la semilla sea enterrada y la cáscara se pudra. Entonces, maravillosamente surge la vida, que es capaz de manifestar una nueva creación.
Ahora bien, la cáscara es el alma. Ella, por el pecado, adquirió tal autonomía y despliegue que es prácticamente infranqueable para el espíritu. Ella necesita ser regulada, aquietada, tranquilizada, domada y domesticada. En definitiva, el alma necesita ser quebrantada. Para ello debe morir: La cruz de Cristo debe ser aplicada a ella. Lograr esto, aunque pareciera lo contrario, le tomará mucho tiempo y trabajo a Dios. Más aún, él tendrá que obrar desde adentro y desde afuera para lograr tal cometido. Desde adentro el Espíritu Santo aplicará al alma la cruz de Cristo; y desde afuera, los padecimientos producidos por las circunstancias de la vida buscarán poco a poco hacer espacio en nuestra alma, a fin de que la vida de Dios pueda fluir a través de ella. Nuestra alma debe ser herida una y otra vez bajo la disciplina del Espíritu Santo. Es como un dique que, para poder dejar salir agua, debe ser resquebrajado. Y es precisamente a través de esas grietas por donde comenzará a fluir el espíritu.
Sin este quebrantamiento no hay ninguna posibilidad de que nuestro servicio llegue a ser espiritual. ¡Qué terrible es pensar que aun nuestro servicio a Dios puede ser un mero despliegue del alma! Predicar, orar, cantar, evangelizar, etc., pueden ser acciones completamente carnales. Lo que hace que una determinada obra sea espiritual o carnal, no es la obra en sí, sino la fuente desde donde se hace. Jesús dijo que: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Jn. 3:6). Por eso Pablo, escribiendo a los romanos, dijo: «Porque testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu» (1:9). Y en su carta a los filipenses escribió: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios… no teniendo confianza en la carne» (3:3).
Los sufrimientos
«Querido Rubén: ¿Qué propósito tendrá esta enfermedad en la vida de Raúl? ¿Qué propósito tuvo en la vida de María Elena o en ti? Perdona las preguntas tan infantiles, pero ayúdame a entender, los procesos de Dios. Es impactante saber que a un hermano tan lleno de vida y tan joven le ocurra esto. Como a Juan el Bautista le ocurrió aquello también. Por lo menos supe la opinión de Jesús: «Bienaventurado el que no halle tropiezo en mí». Esperando tu respuesta me despido. Quien te ama en Cristo… Norton.
Con respecto a tu pregunta, creo que consultar por el propósito que tiene la enfermedad de Raúl para su vida, es preguntar, en el fondo, por el propósito que tiene el sufrimiento en la vida del cristiano. Las respuestas pueden ser variadas. Comúnmente respondemos que «es para que el Señor se glorifique». Y lo que queremos decir con ello es que el Señor mostrará su poder sanador. Otros, con aquella expresión, queremos decir que la enfermedad, o en general cualquier sufrimiento, es para que el cuerpo de Cristo despierte y se manifieste. Esto se logra ya sea que el enfermo sane o muera. A veces se logran las dos cosas. Pero hay algo que para mí es la razón más importante del por qué del sufrimiento. Jesucristo, aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado… (Hb. 5:8-9a). En otras palabras, Jesucristo, gracias al sufrimiento, pudo desplegar y manifestar la clase de vida que había en él. Aunque su alma no necesitaba ser quebrantada como los demás hombres, no obstante, para que las virtudes de la vida divina se manifestaran en él y a través de él, el Padre lo sometió a padecimiento. Este es el caso con respecto a la obediencia. La obediencia no es nunca el fruto del esfuerzo humano; es fruto exclusivo de la vida divina. Por lo tanto, Jesucristo expuesto a los mismos sufrimientos humanos que los demás, pudo, sin embargo, responder de una forma completamente diferente y nueva. De esta manera, la vida divina se expresaba en medio de la contingencia humana; donde otros siempre desobedecieron, él obedeció.
La vida humana no es apta para producir obediencia, así como la vida animal no es apta para razonar. Por eso, aunque Adán era una creación completa en cuanto ser humano, debía, no obstante, comer del árbol de la vida, que no era otra cosa que acceder a la clase de vida que Dios tiene. Sólo ella en nosotros podría corresponder a Dios con la obediencia debida. Por lo tanto, si nuestro Señor Jesucristo necesitó del sufrimiento para que la vida de Dios que estaba en él se manifestara, ¿cuánto más nosotros? Hebreos 2:10 dice que Jesucristo fue perfeccionado por medio de las aflicciones. ¿Te das cuenta? Si algo fue necesario para Jesucristo, para nosotros cien veces más.
El sufrimiento tiene en nuestro caso un objetivo muy noble: quebrantar nuestra alma para que se vuelva un instrumento dócil al espíritu, donde mora el Espíritu Santo. Jesús habló claramente de «perder el alma» y de «aborrecer el alma en este mundo» (Jn. 12:25). Esto es fundamental para que la vida divina en nosotros –que es Cristo– pueda fluir libremente en y desde nosotros. Y el único instrumento que lo puede lograr es la cruz. «Aborrecer el alma» es lo que dijo Jesús: «no puede el Hijo hacer nada por sí mismo» o «…nada desde sí mismo». ¡Cómo llegar al día en que no hagamos nada por nosotros mismos! La verdad es que para esto no es mucho lo que podemos hacer. Esto es casi obra exclusiva de Él. Pero si te das cuenta, a propósito de Raúl, Dios lo hace y lo está haciendo permanentemente. Pero nosotros ni siquiera podemos desear sufrir. ¿A quién le gusta sufrir?
Lo único que podemos hacer es entender su importancia y rogar como Jesús: «…pero no mi voluntad, sino la tuya». Pareciera que ni renegar del sufrimiento lo evita; eso sí lo hace más insoportable.