Cada uno se fue a su casa; y Jesús se fue al monte de los Olivos».
– Juan 7:53, 8:1.
Este es uno de los versículos más tristes de la Biblia. Tras una dura jornada, todos los hombres anhelan llegar a su casa. Allí está la mesa servida, el fuego arde en el hogar, la esposa espera.
Aquél día, todos se fueron, cada uno a su casa, pero el Señor del universo, el creador de todas las cosas, no tenía dónde recostar su cabeza (Mat. 8:20). Él se fue al monte de los Olivos.
¿Cuántas veces ocurrió esto en sus 33 años? Podrá argüirse que en los climas tropicales las noches de verano son agradables y que permiten pernoctar al aire libre. Sí, pero, ¿cuántas noches heladas también le sorprendieron a la intemperie? A la medianoche, la temperatura puede ser todavía agradable, ¿pero al amanecer?
Pero eso no es nada al lado del frío del silencio. Sólo su Padre, desde el cielo, atendía cada suspiro de su corazón. ¡Oh, qué soledad y desamparo! ¡Oh, Maestro amado! El más digno de los hombres vivió como un proscrito, como un réprobo entre los hombres. Allí en el monte no había lugar para el deleite; no había una mano que acariciara su frente cansada.
Cuántas jornadas caminando sin descanso concluyeron así. Cuántas noches velando, para poder traer a la mañana siguiente una palabra fresca de consuelo y de perdón a los afligidos. Sí, porque a la mañana siguiente había que perdonar a la mujer adúltera y librarla de la muerte. Había que resistir la feroz arremetida de los escribas y fariseos. Había que detener el espíritu legalista y condenador.
Este es uno de los versículos más tristes de la Biblia. Porque amamos demasiado nuestra casa y buscamos con demasiada frecuencia su refugio y su consuelo. Porque muchas veces ha venido a nosotros con su cabeza llena del rocío de la noche, ha tocado nuestra puerta, y pronunciado dulces palabras (Cant. 5:2, Apoc. 3:20). Él nos ha dicho que le acompañemos allá afuera, porque mañana habrá fariseos que detener y adúlteras que necesitarán perdón.