Solo se puede servir a Dios comenzando por la comunión y una relación de intimidad con él.
Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios».
– Mar. 3:13-15.
Hemos reflexionado acerca del reino de Dios, y de cómo el Señor Jesús traspasa la plenitud de ese reino a sus discípulos. El Señor comienza la iglesia con ellos: un hombre corporativo que expresa la imagen de Dios y recibe el reino Dios en unión con Cristo, su cabeza.
Este llamamiento tiene varias etapas. En primer lugar, el reino es la expresión del Dios trino. Es el reino del Padre, el reino del Hijo y el reino del Espíritu Santo, donde Dios se revela a sí mismo en plenitud. Su propósito es revelar a Dios al hombre y través del hombre. En segundo lugar, ese propósito se realiza creando al hombre a imagen de Dios. Sin embargo, para que el carácter de Dios sea impreso en el hombre, se requiere primero que el hombre sea hecho partícipe de la naturaleza divina. Entonces estará capacitado para llevar la imagen de Dios. Finalmente, cuando esa imagen ha sido trabajada, el hombre recibe autoridad para expresar el reino de Dios sobre la tierra.
El carácter, base de la autoridad
Una de las lecciones fundamentales de la Escritura es que la autoridad y el poder deben estar basados en el carácter. El poder sin carácter es un gran peligro. En la Biblia, los ejemplos de Sansón y Saúl, entre otros, ilustran cuán riesgoso es que Dios delegue poder o autoridad en alguien sin carácter. Sansón recibe la unción del Espíritu Santo para actuar en el nombre del Señor, pero su carácter no ha sido transformado y, por lo tanto, todo lo que recibe finalmente lo pierde. Su vida termina en la ruina moral y espiritual y queda muy poco fruto de todo aquello.
Entonces, tengamos cuidado con desear que el Señor nos use con autoridad y poder, si primero no anhelamos el carácter de Cristo en nosotros. Sin ese carácter, la autoridad y el poder son un peligro para nosotros, porque nuestra carne nos traicionará y nos destruirá. El Espíritu de Dios obraba en la vida de Sansón, pero éste daba rienda suelta a los deseos de su carne. Finalmente, llegó el día en que renunció a su consagración al Señor, y cuando se levantó, creyendo que aquel poder todavía estaba con él, se nos dice: «Pero él no sabía que Jehová ya se había apartado de él» (Jue. 16:20).
Si un creyente sigue ese camino y no busca, en primer lugar, que su carne sea tratada y que su vida sea transformada a imagen del Señor, llegará el día en que el Espíritu del Señor lo abandonará. Porque, la obra principal del Espíritu es formar el carácter de Cristo en nosotros. Es claro que él nos capacita con poder, pero ese poder y autoridad tienen que estar basados en el carácter de Cristo formado en nosotros. Y, como él es bueno y compasivo, nos permite avanzar por un tiempo; pero, si usted no se arrepiente y cambia de dirección, finalmente el Espíritu de Dios se apartará de usted, no en el sentido de que usted se pierda, sino en que él dejará de obrar en su vida, tal como le ocurrió a Sansón.
Luego, tenemos al rey Saúl. El Espíritu de Dios vino sobre él, y Saúl profetizó, lleno del Espíritu. De ahí en adelante comenzó a manifestar las obras de Dios. Pero dejó que su carne lo dominara, por lo que el Espíritu se apartó de él, y Saúl lo perdió todo, aún el reino. Dios entonces se buscó otro rey. «He hallado a David, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero» (Hech. 13:22). Dios busca hombres conformes a Su corazón, esto es, que tengan la imagen de Dios.
Ser un discípulo
Jesús llamó a los doce para imprimirles su carácter, a fin de que fuesen como él. Él dijo: «El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro» (Luc. 6:40). El propósito de un discípulo es ser como su maestro. Es algo muy directo y sencillo.
Ahora bien, la palabra discípulo significa «aprendiz». Antiguamente, si usted quería aprender un oficio, no bastaba con ir a una escuela y sentarse a oír a un profesor hablar sobre el tema. Por ejemplo, si alguien quería aprender el oficio de carpintero, siendo niño, su padre lo llevaba a casa del carpintero, para vivir allí varios años como aprendiz, aprendiendo todo del maestro. No solo aprendía la teoría, sino la práctica, y más aún, el modo de vida del carpintero. Y así, cuando el carpintero moría, el discípulo heredaba su oficio.
Jesús llamó a sus discípulos, en primer lugar, para que lo conociesen y fuesen como él. Durante tres años y medio, ellos estuvieron con Jesús, aprendiendo de él, contemplándole, y en intimidad con él. No solo aprendiendo la teoría, sino viendo cómo la verdad se manifestaba en él.
Ellos no solo oyeron hablar del Espíritu Santo y de la necesidad de que él gobierne nuestras vidas, sino que vieron el ejemplo de ello en la vida del Señor. Era la instrucción de la palabra de Dios, pero también el ejemplo. Debido a esto, al estudiar la vida del Señor, no solo tenemos que observar lo que él decía, sino también lo que él hacía. Por esta razón, Lucas, al comienzo del libro de los Hechos, resumiendo el evangelio, nos dice: «En el primer tratado… hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar».
Jesús no solo enseñó, sino que también hizo, para que sus discípulos aprendieran no solo de sus palabras, sino también de su ejemplo. Por esto los llamó a estar con él. Usted no aprendería nada de Jesús si solo fuese a clases con él. De hecho, mucha gente iba a oír sus palabras, pero no eran sus discípulos. Discípulos eran aquellos que caminaban en pos del Maestro día y noche.
«Venid en pos de mí…»: El Señor los llamó para que estuviesen con él día y noche, en comunión con él, aprendiendo de él, contemplándole, tocándolo con sus manos, como nos dice Juan. Porque, cuando estamos en esa intimidad, el Espíritu Santo nos capacita para ser conformados a imagen del Señor.
Esta obra la hace el Espíritu Santo, pero no sin nuestra colaboración. No es algo automático. El Espíritu trabaja en nosotros, con nosotros, pero nunca sin nosotros. Algunos creen que el Espíritu Santo hará todo haciendo nosotros casi nada. Pero el Espíritu requiere nuestra cooperación para hacer su obra de santificación en nuestras vidas. Por eso es llamado el Espíritu Santo de Dios, puesto que su obra principal en la vida de los creyentes es santificarlos y transformarlos a imagen del Señor Jesús. Y claro, él también nos capacita con poder y autoridad para hacer la obra del Señor, pero eso viene siempre como consecuencia de dicha obra de transformación interior.
El ejercicio de la piedad
Necesitamos entender de qué manera, en la práctica, somos discípulos del Señor. Entonces, veamos algunos versículos que nos pueden ayudar:
«Ejercítate para la piedad; porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha…» (1ª Tim. 4:7-8). La palabra piedad es un término que la Biblia usa para referirse a la dimensión práctica de nuestra comunión con el Señor.
«Ejercítate para la piedad», dice Pablo a Timoteo, y pone un ejemplo, usando a propósito la palabra «Ejercítate». Esta viene de gimnasium, el lugar donde se hacían ejercicios. La máxima de los griegos y romanos era: Mente sana en cuerpo sano. Ellos iban todos los días al gimnasium a hacer ejercicio físico. Se trataba de un entrenamiento constante.
Luego, Pablo usa esa expresión para referirse a la práctica de la vida cristiana. «Ejercítate para la piedad», quiere decir que la vida de comunión con Dios no surge espontáneamente, sino que requiere práctica y ejercicio. Nada se aprende sin ejercitarse, ya sea en las cosas de la mente o en las cosas del cuerpo.
¿Ha visto usted a un músico tocando el piano? Sus dedos vuelan con asombrosa agilidad sobre el teclado, y pareciera que no le costara nada. Es cierto, no le cuesta nada en ese momento; pero, ¿cuántos años de ejercicio le tomó adquirir esa agilidad? Lo mismo pasa en todas las áreas de la vida humana. Nada se aprende automáticamente, pues todo requiere ejercicio constante.
Por ello, Pablo compara la vida cristiana con una carrera: «Y también el que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente… ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (2ª Tim. 2:5; 1ª Cor. 9:24-27).
Cuando yo era joven, Carl Lewis era considerado el corredor más veloz de su tiempo, y se le llamaba «el hijo del viento», porque, cuando corría, parecía que llevaba el viento en sus pies. Era asombroso verlo correr. Pero, ¿cómo llegó a eso? La respuesta es: ejercicio, ejercicio y más ejercicio.
«Todo aquel que lucha, de todo se abstiene». Los atletas no van a fiestas, ni se divierten como el resto del mundo. Su vida es un ejercitarse constantemente para correr una carrera. Toda su vida se concentra y se ordena en función de ese fin. Se alimentan de otra manera, se sacrifican y se niegan a sí mismos, ¡para una carrera de sólo nueve segundos! En este sentido, Pablo nos dice: «…para recibir una corona corruptible». En la antigüedad, la corona del vencedor no era una medalla de oro sino una corona de laurel, que se marchitaba a los dos o tres días. Y Pablo añade: «…pero nosotros, una incorruptible». Si el atleta se abstiene de todo para ganar una corona corruptible, ¡cuánto más nosotros! «Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo… golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre». Esto significa: «Lo someto a una disciplina de ejercicio».
En la vida espiritual funciona el mismo principio. Usted no puede conocer a Dios si no tiene una disciplina de comunión con él. ¿Cómo podemos ser transformados a la imagen del Señor, si nunca tenemos tiempo suficiente para él? Así ocurre con nosotros, siempre ocupados con tantas tareas. «Bueno – decimos– ya tendré tiempo para orar», y postergamos el tiempo de comunión con el Señor. Sólo al final, cuando no queda nada más por hacer, le damos tiempo a él.
Los afanes de Marta
Hermanos, estamos totalmente errados; hemos invertido el orden de las cosas. Recuerden cuando el Señor llegó al hogar de Marta y María. Marta se afanaba en muchos quehaceres, y María se sentó a los pies del Señor a oír su palabra. Pero Marta se enojó y quiso reprender al Señor: «Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude» (Luc. 10:40). Y qué maravillosa es la respuesta del Señor: «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada» (v. 41-42).
¡El servicio al Señor y todo lo que usted hace para él, se puede perder! Pero hay algo que nadie podrá quitarle jamás: su comunión con él. «Marta, es un asunto de prioridades. No es que no haya que hacer todo lo que haces; ¡pero yo estoy aquí! ¿Cuántas personas tienen el privilegio de tener al Dios del cielo sentado a su mesa, conversando con ellas? Y tú estás allí haciendo mil cosas, en lugar de venir a mí!».
¡Qué desenfoque, qué falta de comprensión! Nosotros, que tenemos el privilegio de tener comunión con el Dios eterno, no lo hacemos. Por eso, nuestro servicio al Señor es tan infructífero, pues nos afanamos en una y otra cosa, y el Señor no está en nada de lo que hacemos.
Disciplinas de la vida espiritual
La obra de Dios tiene que comenzar en Dios, avanzar en Dios y terminar en él. Él no pone su bendición sobre nuestras obras. En la obra de Dios, él inicia y él termina. Así que, si usted cree que va a servir a Dios sin comenzar por la comunión y una relación de intimidad con él, está equivocado.
Antes de ir a predicar, antes de hacer la obra de Dios, antes de que los discípulos fuesen capacitados para ejercer la autoridad del reino de Dios, ellos tenían que estar con el Maestro. Esta es la esencia de nuestro llamamiento. Estando con Jesús, ellos no solo oyeron sus palabras, sino que aprendieron de él las disciplinas de la vida espiritual. Veamos algunos ejemplos en las Escrituras.
En Marcos 1:30-35, tras un largo día en que el Señor anduvo predicando y haciendo milagros, llegó a casa de Pedro, «…y la suegra de Simón estaba acostada con fiebre; y en seguida le hablaron de ella. Entonces él se acercó, y la tomó de la mano y la levantó; e inmediatamente le dejó la fiebre, y ella les servía» (v. 30-31).
«Cuando llegó la noche, luego que el sol se puso, le trajeron todos los que tenían enfermedades, y a los endemoniados; y toda la ciudad se agolpó a la puerta. Y sanó a muchos que estaban enfermos de diversas enfermedades, y echó fuera muchos demonios; y no dejaba hablar a los demonios, porque le conocían» (v. 32-34).
No sabemos cuánto tiempo tomó aquello, pero debió ser mucho, porque era mucha gente. El Señor debía estar agotado, porque él era un hombre, y se cansaba, como todos nosotros. Pero vea ahora el versículo siguiente, usted, que dice que no tiene tiempo para la intimidad con Dios: «Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (v. 35). Esta era una disciplina en la vida del Señor. Él sabía cuál era la prioridad de su vida. Lo más importante no era su ministerio, sino su comunión íntima con Dios, porque de ella brotaba todo lo demás. Este era el secreto de su vida.
El ejercicio de la oración
Jesús no planificaba, como nosotros. Sus planes venían de su Padre. Su único plan era estar a solas con el Padre, y de ahí surgía todo. «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Juan 5:19). En la práctica, significa que Jesús se apartaba de todo y buscaba la comunión con Dios. Ahora, si él, que constantemente oía la voz de su Padre, necesitaba hacerlo, ¿cuánto más nosotros?
¿Sabe por qué Jesús buscaba la intimidad y la soledad? Porque una de las principales disciplinas de la vida espiritual es la soledad con Dios. Cuando usted está entre la multitud, hay tanto ruido, tantas voces que demandan su atención, que se hace muy difícil oír la voz de Dios. Por ello, aun el Señor necesitaba la soledad con el Padre para oír claramente su voz; porque Jesús era humano y le pasaba lo que nos pasa a todos nosotros.
Cuando las voces del mundo se callan, usted empieza a oír la voz de Dios. Muchos hijos de Dios temen la soledad, porque temen dejar de oír el ruido del mundo. Hay creyentes que, cuando están en su casa, necesitan ruido alrededor y encienden la radio o el televisor. Sin embargo, cuando estamos realmente solos, cuando se apagan todos los ruidos del mundo, podemos oír la voz de Dios. Él no se impone por la fuerza, y su voz no es un grito por encima de los gritos del mundo. Es lo que aprendió Elías en el monte Carmelo, cuando vino aquel terremoto, aquel fuego, aquel ruido; pero Dios no estaba en nada de eso. Y finalmente, como un silbo apacible y delicado, vino la voz de Dios al profeta.
¡Cuánto necesitamos aprender del Señor Jesús! Él nos enseñó con su ejemplo. Todos los días, sus discípulos lo veían levantarse muy temprano a orar.
«Pero su fama se extendía más y más; y se reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades». A veces, está este argumento: «Ah, hermano, es que hay tanta necesidad, tanta demanda. Todo el mundo requiere de nosotros». Y de Jesús, también, mucho más que de nosotros. «Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba» (Luc. 5:15-16). Otras versiones traducen: «Mas él se apartaba constantemente… y oraba». Se trataba de una disciplina, un hábito, en la vida del Señor.
Tomando decisiones
En Lucas 6:12, encontramos el importante momento en que el Señor escoge a sus doce apóstoles, el mismo pasaje de referencia en Marcos, pero Lucas agrega un dato fundamental. «En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios». ¿Por qué? Porque tenía que hacer una elección.
«Y cuando era de día, llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos» (v. 13). Siendo Jesús quién era, no actuaba movido por su propia sabiduría. En ésta, como en todas las decisiones de su vida, necesitaba oír la voz de Dios. Había muchos discípulos que seguían al Señor, y entre ellos estaban los doce; pero no los escogió él, sino el Padre. Y para hacerlo, Jesús pasó la noche en oración.
Sí, para que Dios nos hable, se requiere tiempo. No podemos venir con treinta minutos y decir: «Señor, dime ahora, porque tengo que seguir haciendo otras cosas». Y, como él no nos habla en ese breve lapso, vamos, escogemos y hacemos todo nosotros. Necesitamos ser como nuestro Maestro. Él pasó la noche orando a Dios hasta que recibió la respuesta y estuvo seguro de que el Padre le había dado los nombres.
Luego, en otro pasaje: «Aconteció que mientras Jesús oraba aparte, estaban con él los discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo?» (Luc. 9:18). Esta escena, donde vemos la mayor revelación del Nuevo Testamento –»Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente»– surgió en un contexto de oración de Jesús con sus discípulos. Y luego: «Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente» (Luc. 9:28-29). Otra vez, fue en un contexto de oración que ocurrió la transfiguración.
En resumen, vemos que la oración no era un apéndice en la vida del Señor, sino que estaba en el centro de su experiencia. Entonces, cuando él nos dice: «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Juan 5:19), la pregunta es: ¿Cómo y cuándo él veía al Padre, y el Padre le enseñaba? Y vemos que no era una cuestión automática. Él dedicaba los días y las horas más importantes de su vida a buscar la voluntad del Padre.
Dios no compite con nada en nuestra vida. Él no competirá por nuestra atención. Si usted no le quiere prestar atención, él no competirá con la radio, la televisión, la música, los amigos, el servicio, ni con nada. Si usted quiere verle y conocerle, tiene que hacer de ello lo más importante de su vida. Si no lo hacemos –y Dios conoce nuestro corazón– él no se revelará, ni hablará con nosotros.
Oración y adoración
Estamos hablando del Dios eterno. Él es Dios, y solo responde cuando es reconocido y adorado como tal. Por ello, la oración está íntimamente ligada a la adoración, porque la adoración es el reconocimiento de la grandeza y el derecho absoluto de Dios sobre nuestras vidas.
Adorar no es simplemente levantar las manos y recibir; el foco no somos nosotros, sino Dios. Usted recibe mucho; pero en la adoración es Dios recibe de nosotros todo lo que él merece como Dios. Adorar es reconocer que él tiene la preeminencia absoluta sobre nuestras vidas. En la adoración, reconocemos que Dios tiene derecho soberano sobre nuestras vidas, y nos abandonamos en él.
Adoración y oración están íntimamente unidas y, de hecho, la adoración es la oración en su expresión más elevada. En la adoración, usted se olvida de sí mismo y solo tiene ojos para contemplar la grandeza de Dios. Es por eso que, en la adoración celestial, los seres vivientes que rodean el trono están llenos de ojos, y adoran eternamente a Dios; ellos sólo tienen ojos para contemplar la grandeza de Dios.
Cuántas de nuestras oraciones son un largo pliego de peticiones y nada más. Esto no significa que no haya que pedir, porque el Señor mismo nos enseñó a hacerlo. Pero si la oración se reduce a pedir, entonces es imperfecta; porque el principio más profundo de la oración es estar con Dios, para contemplarle y adorarle. Sin embargo, muchas de nuestras oraciones están tan centradas en nosotros mismos, que no logramos salir de allí y enfocarnos en Dios.
Meditando en Su Palabra
Otra disciplina fundamental para el desarrollo de la comunión con Dios es la meditación en su palabra. El ministerio de la palabra de Dios es bueno para nosotros; pero, para que la palabra se fije y lleve fruto, no solo necesitamos recibir su ministración, sino que debemos aprender a meditar en ella.
La meditación de la palabra es una disciplina de la mente. Esta es normalmente una mente suelta, que piensa sin freno. Tenemos que aprender a ponerle rienda, y esa rienda es la palabra de Dios.
«Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado» (Sal. 1:1). Este versículo se refiere a cómo el mundo entra en nuestra vida a través de la mente. Se refiere al contacto con los pensamientos y las intenciones del mundo. Si su mente está constantemente expuesta a esos caminos, es imposible que usted viva una vida de verdadera comunión con Dios.
Hay hermanas que ven telenovelas, mañana, tarde y noche. Y, ¿qué hay en su mente? ¡Novelas! La mente se habitúa a aquello en lo cual está enfocada. El problema con esto es que no hay espacio para la comunión con Dios, porque su mente siempre está ocupada con otras cosas.
«Sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche» (v. 2). A nosotros nos gusta la segunda parte del Salmo. «Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará» (v. 3). Esta parte es muy bella, pero esta señala una relación de causa y efecto. Si usted quiere ser como aquel árbol, debe aprender a meditar en la ley del Señor.
La palabra meditar, en hebreo, es literalmente rumiar. Es lo que hacen las vacas. Estas tienen un estómago compuesto. El proceso digestivo pasa por cinco etapas, porque el pasto tiene pocas proteínas, y entonces, para extraerlas, el alimento debe pasar por varias secciones, volver a la boca, y así comenzar un nuevo ciclo. Esto mismo es lo que debemos hacer con la palabra de Dios.
Para traer un efecto permanente a nuestra vida, la palabra de Dios tiene que ser meditada. Usted tiene que hacer el ejercicio de traerla de nuevo a su mente y orar con ella para extraer toda su riqueza. Lutero decía que él luchaba con la palabra de Dios en oración, hasta que ella se le revelaba.
Orando con la Palabra
El Señor Jesús nos dice: «Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón» (Mat. 13:19). Cuántas veces usted siente que la bendición se fue, porque dejó que el diablo arrebatara la palabra de su corazón. Pero, si usted aprende a meditar en la palabra, ella renovará su mente, se grabará en su corazón, y llevará fruto: «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11). La meditación requiere memorización. Es bueno memorizar para meditar; porque usted no siempre tiene la Biblia a mano, pero, si la memoriza, podrá estar meditando en ella de día y de noche.
La predicación del evangelio
Una vez que esa vida de intimidad con Dios se establece, viene el servicio: «Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar…» (Mar. 3:14). La predicación del evangelio, con todo lo importante que es, no es lo primero. Sin embargo, es el fruto directo de la comunión con el Señor. Porque el Señor vino a salvar lo que se había perdido; vino con la misión de traer el reino de Dios, por medio del evangelio de salvación a todos los hombres.
Así que, una vez que el Señor Jesús establece el fundamento del reino en la vida de sus discípulos, se nos dice: «…para enviarlos a predicar».
El propósito del evangelio
Debemos tener claro que la predicación del evangelio tiene como propósito establecer el reino de Dios en la vida de los hombres y mujeres que lo reciben. La misión que recibimos del Señor no es sólo predicar para que la gente se salve, sino convertir a esas personas en discípulos del Señor, para que lleguen a ser semejantes a él. Es una tarea mucho más amplia: «Id, y haced discípulos a todas las naciones» (Mat. 28:19). Ellos tienen que entrar en el propósito eterno de Dios, para ser hechos conformes a la imagen del Señor Jesucristo.
Hacer de la comunión con el Señor lo más importante, requiere disciplina y determinación. No ocurrirá que, espontáneamente, sentiremos deseos de levantarnos de madrugada a orar. Esto no será un hábito de vida a menos que tomemos la decisión de disciplinar nuestra vida para el Señor.
El pianista sabe que, si no ensaya, ni se dedica, nunca tocará bien; el atleta sabe que, si no entrena, jamás ganará la carrera. De igual manera, nosotros debemos saber que, si no nos disciplinamos, si no entrenamos, nunca podremos vivir una vida de verdadera comunión con el Señor.