Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».
– Apoc. 3:14-22.
¿Qué piensa Laodicea de sí misma,
que en sus laureles se quedó dormida
y a Cristo tiene expuesto a la intemperie?
¿O tiene merecido privilegio?
¡En ti buscamos a Jesús, y no lo hallamos!
Más bien la gracia ha sido desvirtuada,
y lo que sólo queda de tu nombre,
es desnudez y desventura primitiva.
¡Vistió de reina, y ha perdido todo
el digno sello de la vida en Cristo;
parece mujer pobre y arrugada,
que tuvo su riqueza y ya no tiene!
La otrora virgen pura está arruinada.
Y estando Cristo ante su puerta: lo resiste.
Perdió capacidad de oír y amarlo,
endureció su corazón, !qué triste!
¿Qué dices, Laodicea, en tu defensa?
¿De qué conocimiento te llenaron
tus «santos reverendos», tibios y apagados?
¿En dónde se perdió tu luz, tu fuego?
¡Oh vuelve, Laodicea, al oro refinado,
y cubre tu vergüenza en blanca veste!
¡Tus ojos unge con colirio! ¡Sé celosa!
¡Es tu Señor que está a la puerta y llama!
¡Oh vuelve, Laodicea, al verdadero,
y vuelve a abrir tu puerta a Jesucristo;
renuévate en su gracia y en su vida!
¡No dejes que se pase, ésta, tu gloria!
De ti levantará el Señor sus santos,
el remanente no contaminado.
Su voz escucharán los que vencieron.
¡Levántate: que es hora ya de Cristo!