Cuando el Señor Jesús lleva a sus discípulos a Cesarea de Filipo ha llegado a la etapa final de su ministerio. Probablemente ya han transcurrido tres años, y quedan sólo unos pocos meses por delante. Él ve que es el momento de confrontar a sus discípulos con su verdadera identidad: ¿Quién es el Hijo del Hombre?
En el diálogo que sostiene con ellos queda muy claro que las multitudes no le conocen. Las respuestas son variadas y todas ellas erradas. Pero, ¿qué de los discípulos? Cuando él les hace la pregunta a ellos, pareciera que enmudecen. No hay registro de alguna respuesta de ellos.
¿Se habrá producido un largo y embarazoso silencio? ¿Estupor? ¿Habrá debido el Padre intervenir para salvar a los discípulos de una vergüenza mayor? Pedro interviene para decir lo que no tenía en su corazón; lo que ningún hombre puede saber por sí mismo con respecto a Jesús. La respuesta de Pedro es la respuesta de Dios, no del hombre.
Jesús era un desconocido para ellos, pese a que frecuentaron su compañía por muchos días. Estaban cerca de él físicamente, pero no de corazón – no le conocían. Por eso, aquel momento debe de haber sido de tristeza para el Señor – uno más que vivía a causa de los discípulos.
Pero hoy, ¿es diferente? Muchos hay que frecuentan con demasiada frecuencia los altares, sin conocerle. Muchos hay que observan alambicadas formas de piedad, sin saber quién está detrás de ellas. Suelen usar formas buenas para hablar de ello, pero no pueden hablar de él como de alguien conocido, porque no lo es.
Usan formas convencionales, pero nada vivo y real. Ellos no pueden decir que se convirtieron a Cristo, sino «al cristianismo»; no pueden decir que conocen a Jesús, sino «el evangelio», no siguen a Cristo, sino «la religión …» – y le ponen un apellido. No pueden decir que están en Cristo, sino que asisten a «las reuniones»; ellos no conocen al Señor, sino vagamente «a Dios». ¿Qué significa esto? Que todavía hoy, igual que ayer, Cristo es un desconocido.