Él levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza del muladar, para hacerlos sentar con los príncipes, con los príncipes de su pueblo».
– Sal. 113:7-8.
Este texto trata especialmente de la obra de la gracia de Dios. En este caso vemos mejor que en ningún otro la condescendencia infinita de Dios en su trato con el hombre. Él se vale de lo que es vil para el mundo y de ningún valor, para reducir a nada a aquello que se jacta de algo.
Dios elige para sí mismo lo que con desprecio desecha el mundo. Cubre el tabernáculo del testimonio con pieles de roedores, elige piedra tosca sin labrar como material para construir el altar, una zarza como candelabro para su manifestación ardiente, y un pobre pastorcillo de ovejas para ser el «hombre conforme a su corazón».
Las personas y cosas despreciadas por los hombres son a menudo de gran estima a los ojos de Dios. Él halla decenas de millares de seres humanos que, por su estado, solo merecen estar en un basural, y los eleva, llevándolos en sus potentes brazos de misericordia, hasta sentarlos entre los príncipes de su pueblo.
El muladar es el lugar donde se arrojan las cosas inútiles, gastadas, ya inservibles. ¡Cuántas veces los elegidos del Señor se han sentido semejantes a tal desecho, inútiles para todo uso, dignos solamente de ser tirados a la basura!
Tú, querido amigo, tal vez hoy te sientes como uno de ellos. Esta apreciación te causa tristeza, pero es, sin embargo, señal de salud. Cuando nosotros nos tenemos en poco, Dios nos tiene en gran estima. «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes» (Stgo. 4:6). Aunque seas digno tan solo de ser echado al muladar, Su misericordia tierna te tendrá en cuenta y te elevará entre los príncipes de su pueblo.
Oh amigo, si el pecado te hace sentir enfermo, y si desde la cabeza hasta los pies pareces una podrida llaga, todavía el amor del Dios de gloria bajará hasta ti, y su gracia infinita, manifestada en Cristo Jesús, es capaz de levantarte y constituirte en glorioso trofeo de su gracia.
«Para hacerlos sentar con los príncipes, con los príncipes de su pueblo». No hay sociedad más distinguida que ésta.«Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa» (1ª Ped. 2:9). No nos hemos acercado al monte Sinaí, sino «al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, y a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos» (Heb. 12:18-24).
Los príncipes disfrutan de un honor especial: «Y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6), de modo que, así como participamos de su cruz, participaremos de sus honores. Cuando venga el Señor en su gloria, como te redimió con su sangre y te honró en la tierra, así te honrará en el estado futuro, haciéndote sentar con él y reinar entre los príncipes de su pueblo para siempre. (Spurgeon, Sermones Evangélicos).
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