Consecuencias de la desobediencia de un padre.
El libro de Jueces es un libro triste. Triste, porque se perdió la visión de avanzar de generación en generación. Cuando el pueblo de Dios salió de Egipto, dio vueltas muchos años por el desierto. Y a la muerte de Moisés, Josué continuó entrando y poseyendo la tierra que Dios había prometido. Sin embargo, con la muerte de Josué el pueblo perdió la visión. Dice la Escritura:
«Porque ya Josué había despedido al pueblo, y los hijos de Israel se habían ido cada uno a su heredad para poseerla. Y el pueblo había servido a Jehová todo el tiempo de Josué, y todo el tiempo de los ancianos que sobrevivieron a Josué, los cuales habían visto todas las grandes obras de Jehová, que él había hecho por Israel. Pero murió Josué hijo de Nun, siervo de Jehová, siendo de ciento diez años. Y lo sepultaron en su heredad en Timnat-sera, en el monte de Efraín, al norte del monte de Gaas. Y toda aquella generación también fue reunida a sus padres. Y se levantó después de ellos otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel» (Jueces 2:6-10).
Así comienza la historia del libro de Jueces. En este libro se nos muestra la tarea inconclusa del pueblo de Dios. Porque las siguientes generaciones no avanzaron en la batalla de tomar toda la tierra que Dios les había entregado, y en consecuencia el pueblo se acomodó. Cada uno se fue a su heredad. Cambiaron las armas por herramientas, y comenzaron a trabajar la tierra. Se volvieron sedentarios, y olvidaron aquello que Dios les llamó a poseer. Mientras tanto los hijos comenzaron a crecer y vieron a sus padres en la comodidad. ¿Y qué reciben los hijos cuando ven la comodidad de los padres? Un evangelio cómodo. Luego, la tendencia natural será repetir los mismos patrones de conducta que la generación anterior.
Mucho de lo que son y serán nuestros jóvenes depende de nosotros. Si un hijo ve a su padre sin compromiso con lo espiritual, la tendencia natural para ese hijo será la misma. Los jóvenes ven y repiten.
Destaquemos dos cuestiones que agudizan el hecho. La primera, es que la segunda y tercera generación tienen en cierta manera mayor dificultad que la primera para creer. Pues no saben el costo de lo alcanzado, no conocen los portentos de Dios para introducirnos a la tierra. En la Biblia se registra que la primera generación vio caer el maná, vio que se abrió el mar Rojo y todos los milagros de Dios. No así las siguientes generaciones, que corrieron y cayeron en la tentación de asentarse y menospreciar lo alcanzado pues no conocieron el costo que debieron pagar sus padres. Entonces, de alguna manera a nuestros hijos les ocurre lo mismo. Claro, pues se crían en un ambiente más resguardado, de mayor protección, habiendo ya alcanzado algunas promesas, gozan de un ambiente sano en el cual pueden desarrollarse. Entonces, muchos no sienten la necesidad de un Salvador, pues en sus razonamientos, no han pecado. ‘¿De qué me voy a arrepentir, si no he hecho nada malo?’. Tal es el dilema de un muchacho que se ha criado en el evangelio. Nosotros, los que venimos de afuera, vimos al Señor, vimos su gloria, supimos de nuestro pecado, nos arrepentimos y entramos a Cristo. Pero algunos de ellos no entienden nada de esto.
La segunda, es el conflicto de relacionarse con los hermanos, que en muchos casos es fastidioso, pues se les critica. Los demás sienten que estos muchachos en nuestras reuniones sólo pierden el tiempo, y se les mira mal, porque parece que no despiertan a la fe. En consecuencia, tenemos jóvenes con enormes obstáculos para continuar la tarea, para llegar a poseer toda la tierra que tienen por delante.
Hermanos, hay que acoger a nuestros jóvenes, recibirlos. Estimularlos a la fe. No importa que vengan influenciados con ciertas modas, recibámoslos, abracémoslos. Porque son nuestros hijos, nuestros jóvenes. Ellos van a continuar. Nosotros nos iremos, ellos quedarán. Hay mucho aún por poseer.
Otro aspecto de la generación del libro de Jueces, es que fue ciega e incrédula, pues dejaron de ver lo que no se ve. En 2ª Corintios 4:18 se nos dice: «…No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas». ¿Qué ocurre cuando alguien deja de ver lo que no se ve? Comienza a ver lo que se ve; entonces se acomoda y pone su corazón en todo lo que se ve, y se olvida de lo que no se ve. Y se pierde la esencia de la vida – la meta. Recuerden Moisés se sostuvo como viendo al Invisible. Esto es esencial en una generación: Que los jóvenes puedan ver lo que no se ve. Cuando un joven logra percibir eso, ver al Señor, nunca más se olvidará de lo que vieron sus ojos. Por eso el esfuerzo de un padre debe estar en transmitir por todos los medios la fe, así facilitar la revelación del Hijo de Dios en sus hijos.
Observemos el último versículo del libro de Jueces que revela en su magnitud la decadencia espiritual de esa generación. A mi juicio, es donde más se nos muestra la condición de una generación que deja de ver lo que no se ve. «En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 21:25). Cuando esto ocurre, emerge el «buen criterio», las buenas opiniones, el ‘mejor razonamiento’, la ‘buena’ intención; en consecuencia, escasea el temor de Dios, y todo lo nuestro –aún cuando pudiese ser muy bueno–, surge en reemplazo de la buena voluntad de Dios. En esto consiste la tragedia del hombre.
La responsabilidad de un padre
En medio de ese ambiente de decadencia espiritual, de comodidad, de ceguera y falta de temor de Dios, nace el libro de Rut. Dice en el comienzo:
«Aconteció en los días que gobernaban los jueces, que hubo hambre en la tierra. Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos. El nombre de aquel varón era Elimelec, y el de su mujer, Noemí; y los nombres de sus hijos eran Mahlón y Quelión, efrateos de Belén de Judá. Llegaron, pues, a los campos de Moab, y se quedaron allí. Y murió Elimelec, marido de Noemí, y quedó ella con sus dos hijos, los cuales tomaron para sí mujeres moabitas; el nombre de una era Orfa, y el nombre de la otra, Rut; y habitaron allí unos diez años. Y murieron también los dos, Mahlón y Quelión, quedando así la mujer desamparada de sus dos hijos y de su marido» (Rut 1:1-5).
Aquí se inicia una historia que tiene un comienzo tan triste como el libro de los Jueces. Un varón toma una decisión equivocada y con esto traspasa muerte a su familia.
¿Recuerdan la parábola llamada del hijo pródigo? Cuando este hijo hubo malgastado todo dijo: ‘¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo, siendo el hijo, estoy muerto de hambre!’.
Pues bien, así también este varón llamado Elimelec, padre de familia, se fue de Belén –que significa casa del pan–, a otras regiones, las tierras de Moab, un pueblo reconocido como enemigos del pueblo de Dios. Dejó «la casa del pan», la casa del Padre, para iniciar un camino arduo y pedregoso. Como dice el proverbio: «Hay camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte» (Prov. 14:12).
¡Elimelec se equivocó! Tomó una mala decisión, y con eso afectó a su esposa y a sus hijos.
Este varón, padre de familia, puesto por Dios allí para llevar el conocimiento del Señor, para resguardar la casa y llevarla bajo la sujeción a Jesucristo, se fue de la casa del pan, de allí donde hay provisión, donde está la bendición de Dios, a una tierra enemiga. Puso sus ojos en las cosas temporales, y se fue buscando mejores perspectivas.
Hoy es frecuente ver que algunos con mucha facilidad toman decisiones sin temor de Dios, y deliberadamente aceptan ofertas que les proyectan humanamente en lo laboral, académico, económico, social, sin considerar el consejo de Dios y el testimonio del cuerpo de Cristo. Sin siquiera consultar al Señor, buscan nuevas proyecciones. Como dice el versículo: «…cada uno hacía lo que bien le parecía». Este lema suele ser el comienzo de aquellos que terminan en una gran tragedia.
Elimelec pensó que era lo mejor para sí y su familia. Él esperaba tener mejor bienestar, mejor posición económica y social. Pero perdería lo fundamental – perdería a Cristo. Su esposa le acompañó, sus hijos también, y se fue toda la familia concertada con un solo objetivo. Sin embargo, las consecuencias fueron nefastas, pues al cabo de un tiempo murió él y sus dos hijos.
¿Cuántas decisiones has tomado en tu vida? ¿Y en cuántas de ellas has traído muerte a tu familia? Toda decisión tiene consecuencia – tarde o temprano, la vida o la muerte afectará a los tuyos por tu decisión.
Por eso, cada padre tiene el imperativo del Espíritu de estar en el temor de Dios, consultando, inquiriendo, buscando, clamando. ¡Oh, Señor, revélanos tu voluntad! ¡Si no nos muestras tus caminos no nos moveremos; si no te revelas moriremos!
Es nuestra tarea traer todas las cosas al Señor y compartirlas con el cuerpo de Cristo, y así, en la sabiduría corporativa, recibir dirección y gracia para agradar al Señor. Este es nuestro llamado.
Noemí quedó viuda, con dos jóvenes mujeres viudas a cuestas. ¡Y qué tragedia significaba en ese tiempo ser viuda! Desamparada socialmente, sin varón, sin cobertura, sin derechos sociales. La mujer judía quedaba en la más completa indefensión social, condenada a vivir de la limosna, errante y pobre.
Hermanos, pregunto de nuevo: ¿Cuántas decisiones tuyas han traído muerte a tu casa? En el transcurso del servicio, me he encontrado con muchos jóvenes que sobrellevan amargos dolores por la conducta irresponsable de sus padres. Uno, como papá, no se da cuenta, pero los muchachos muchas veces tienen verdaderos nudos internos a causa de nuestras malas decisiones. La incapacidad de un joven de avanzar en lo de Cristo, muchas veces tiene estrecha relación con las decisiones de sus padres.
Debemos ser francos en esto: hemos dañado a nuestras casas, muchas decisiones nuestras no han sido acertadas, y no hemos aportado vida a nuestro hogar. En consecuencia nuestras mujeres, deprimidas por nuestra actitud, han sentido la angustia del abandono y la incomprensión. Hoy hablo a los varones de la casa. ¡Hermanos! En esto somos responsables delante del Señor.
La responsabilidad de la esposa y los hijos
Por otra parte las mujeres también tienen una responsabilidad que cumplir. Dice la Biblia: «Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos». Es decir, la mujer consintió en tal decisión y ambos, junto a sus hijos, partieron a la ruina. Las mujeres son muy importantes en el reino de Dios, y a veces equivocan el sentido. Porque el Señor las ha puesto para ser ayuda idónea en lo de Cristo, y no han sido fieles en su responsabilidad, han entendido mal la sujeción, pensando que la sujeción es casi negación, anulación, casi no ser nada.
Eso no es la sujeción. Yo necesito a mi lado una mujer que me ayude en lo de Cristo, y que me estorbe en aquello que está mal. Tal mujer necesito. A mí no me sirve una mujer que nunca me diga nada, que casi no hable. A mí me sirve una mujer que me estorbe en la equivocación. Que me diga: ‘¡Pero eso no es del Señor, eso no está bien, eso no nos ha mandado el Señor!’. Necesito que me moleste y me incomode en todo aquello que está lejos de la voluntad de Cristo. Es probable que no es lo que yo quisiera escuchar. Eso a mí no me va a gustar; al contrario, me va a incomodar grandemente. Pero esta acción nos puede salvar. No puedo pretender que tengo toda la luz de Dios, y que la mujer que Dios puso a mi lado sólo es una compañía.
¡Cuánto de Cristo perdemos cuando las hermanas se disminuyen, se niegan y se anulan! ¡Cuánto pierde la iglesia cuando las mujeres se aíslan y se esconden! Mucho de Dios perdemos cuando las mujeres no asumen su posición.
Las esposas están puestas por el Señor, para edificar la familia y para colaborar, construir con su esposo en una misma dirección. Dice el proverbio: «La mujer sabia edifica la casa, mas la necia con sus manos la destruye» (Proverbios 14:1). Una esposa en el reino de Dios no puede ser pasiva. Las hermanas tienen una noble tarea, y una de sus funciones es estorbar todo lo que no es de Cristo. A nosotros los maridos no nos gusta, pero nos hace bien. Esto nos permitirá humillarnos, ponernos delante del Señor una y otra vez, buscar sinceramente su rostro para decidir en su voluntad lo que es bueno y agradable a sus ojos.
No ayuda a un marido el siguiente diálogo: Él dice:‘¿Qué te parece si hacemos esto? Ella responde: ‘Sí… Está bien’. El marido continúa diciendo: ‘No, vamos a hacer esto otro’. Ella vuelve a responder: ‘Sí, está bien’. Luego él vuelve a decir: ‘No, vamos a cambiar, haremos aquello’. Y ella: ‘Sí, está bien’. Pregunto: ¿Qué ayuda es esta? … ¡Ninguna!
Hermana, cuando usted ve que su esposo va a pecar con tal actitud , con tal indecisión… ¡moléstelo! Es su responsabilidad. El seguir a Cristo, es seguirlo en la familia. Todos tenemos el mismo llamamiento. Con amor y respeto, la pareja es el agente más efectivo en la posesión de la buena tierra.
También dice el versículo: «…y sus dos hijos». Los hijos tienen su responsabilidad en el reino de Dios, pues pueden estorbar en lo que no es del Señor. Por supuesto, lo harán con respeto. ¡Cuántas veces hemos sido seriamente cuestionados por la fe genuina y sincera de un pequeño! Dios nos habla a través de los hijos. Un hijo tiene todo el derecho, en el Señor, de acercarse a su padre y demandar consecuencia, rectitud, honestidad. ‘Padre, madre, no está bien esto que ustedes están decidiendo’.
¡Cuánto nos habla esto, cuando un hijo en fidelidad al Señor logra vencer la vergüenza y el temor, y en amor les habla a sus padres para corrección! Padres, debemos ser sensibles y humildes para recibir corrección del Señor aún de parte de nuestros hijos.
Pero, ¿qué ocurre cuando en un hogar nadie asume con responsabilidad el llamado de Dios? Entonces llega la muerte y ésta pasa a todos. Llega la destrucción, la pobreza, la angustia y el dolor.
La misericordia del Señor
Sin embargo, ¡bendito es el Señor, pues su misericordia es para siempre! Los padres hemos cometido muchos errores; aunque hemos tratado de hacerlo bien, nos hemos equivocado muchas veces. A menudo, hemos actuado en ignorancia; otras veces tozudamente.
Sin embargo, la misericordia de Dios no queda inmóvil frente a un corazón contrito y humillado. Porque la historia nos cuenta que de esta situación tan trágica de la casa de Elimelec, Dios se proveyó descendencia. Dios en su omnisciencia, con una decisión tan equivocada de un padre, encontró fe en una mujer extranjera: Rut la moabita, que vuelve junto con Noemí, su suegra, de los campos de Moab a la ciudad de Belén (Rut 1:6, 19). Rut halla refugio en Dios. Y Dios Padre, que es rico en misericordia, encuentra en ella un vientre dispuesto a recibir su descendencia. En su soberanía, él introduce a una mujer que viene de un pueblo maldito, excluida de la congregación de Israel, en el pueblo de Dios, para cumplir su propósito eterno. Rut se unió a Booz y tuvieron hijos, ¡y de esa descendencia vino nuestro bendito Señor Jesucristo! (Rut 4:20-21).
Hermanos, consideremos la misericordia del Señor, que es capaz de sacar luz de una decisión errada y oscura, cuando hay arrepentimiento. Dijo el hijo pródigo de la parábola: ¡Oh, volveré a la casa de mi padre y le pediré perdón! «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». ¿Y qué hizo el padre? Se echó sobre su cuello y le besó, le vistió, pulso calzado en sus pies e hizo fiesta. Cuando un hombre se arrepiente, la misericordia de Dios le cubre, y aun de la peor decisión puede obtener vida. ¡Qué maravilloso, qué precioso es el Señor!
Y así fue. Usted lee la genealogía de Mateo y de Lucas, y allí está escrito el nombre de Rut. Su hijo se llamó Obed, y éste es padre de Isaí, padre de David, de quien viene Jesucristo.
Pidiéndose perdón
Quisiera que terminemos con un acto de amor por nuestros hijos. Vamos a tomarlos, los vamos a abrazar y les vamos a pedir perdón por nuestras equivocaciones. Busque a su hijo, tómelo, abrácelo, y dígale: ‘Perdón hijo por mis errores, por mis equivocaciones. Yo te amo. Tú eres mi hijo, tú eres mi hija, y tú vas a continuar la tarea’. Hay mucho de Cristo por conocer.
Jóvenes, vayan donde sus padres y abrácenlos. También pídanles perdón por sus rebeliones, por sus obstinaciones, por sus malas palabras y actitudes. Cada uno con sus padres, cada uno con sus hijos. Reconcíliese con su hijo, abrácelo, ámelo; dígale que lo necesita. ¡Exaltad al Señor!
Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco, en julio de 2007.