Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne…».
– Rom. 8.12.
Como vimos en la reflexión anterior, el libro de Romanos muestra, de fe en fe, la justicia de Dios. En Romanos 3 al 7, tenemos toda la obra expiatoria de Cristo, trayéndonos perdón, justificación y liberación. Romanos 8 nos habla de un vivir en el Espíritu, no más en la carne, y Romanos 12 nos habla de un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios – un sacrificio colectivo.
Muchos cristianos saben eso. Conocen, por la palabra de Dios, la necesidad de vivir en comunión como iglesia, pues somos miembros los unos de los otros, pero no lo logran. ¿Por qué? ¿Por qué aprueban la palabra de Dios, necesitando vivir en amor, pero lo que vemos es falta de ese amor, de humildad, de perdón, de soportarse unos a otros? Porque todavía no pasamos de lo individual a lo colectivo, de la carne al espíritu; aún no vemos que el crecimiento en la vida cristiana prosigue hasta la estatura del varón perfecto, que es el Cristo corporativo.
Solo pasaremos de lo individual a lo colectivo, cuando nuestra carne sea tratada por la obra de la cruz y nos volvamos deudores al Espíritu, para no andar más según la carne. Y todos los que son guiados por el Espíritu, ésos son hijos maduros de Dios.
Mientras somos tratados en la carne, si no tomamos nuestra cruz, podemos estar conviviendo con los hermanos, pero aún no viviremos como verdaderos miembros del Cuerpo, siendo usados por el Espíritu para el bien común. ¿Y cuál es el momento exacto en que este cambio es hecho por el Espíritu? Cuando nos volvemos deudores al Espíritu, para no andar más según la carne (Rom. 8.12-13); cuando entendemos que el Espíritu es el Paracleto, el maestro y la garantía de nuestra herencia, y que el Espíritu es el Señor, el Pastor y Obispo de nuestras almas.
Solo funcionaremos como miembros efectivos en la iglesia del Señor, cuando andemos en el Espíritu y no en la carne. Por eso, quienes hacen la obra del ministerio son los santos perfeccionados, los hermanos maduros; no los niños inconstantes. Hasta que esto acontezca, seguimos con dolores de parto, como dice Pablo: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sentir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gál. 4.19).
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