C.S. Lewis, uno de los autores cristianos más influyentes del siglo XX, que logró hacer comprensibles los misterios de la fe a niños e intelectuales.
C.S. Lewis es una figura única y atípica en el escenario cristiano del siglo XX. Ateo más de la mitad de su vida (durante su juventud se sintió fuertemente atraído hacia el ocultismo, aunque nunca llegó a practicarlo), llegó a ser no solo cristiano, sino un apologista, conferencista radial y profesante cristiano en un ambiente –el académico– donde serlo era impopular y donde más valía callar cualquier fe que se tuviese.
Ni católico ni evangélico propiamente tal, sin embargo, hoy es valorado y leído por ambos sectores, los cuales hacen fuerza por hacerle suyo, y hasta canonizarle. No siendo un teólogo, y más aun, siendo criticado en varios puntos por los más ortodoxos, ha difundido la fe cristiana más que ninguno, y su talla ha alcanzado tal valía que su solo nombre inspira respeto y da aires a quien lo cita.
Pero, ¿es C.S. Lewis un personaje digno de integrar la galería de los cristianos prominentes en el último período de la historia de la iglesia? ¿Un cristiano que vivió la vida cristiana tan solitaria, y peculiarmente?
Clive Staples Lewis fue bautizado el 29 de Junio de 1899 en la iglesia de San Marcos Dundela de Belfast, Irlanda. Su padre, Albert, era notario y provenía de una familia de granjeros de Gales que habían inmigrado a Irlanda. Había empezado como obrero y terminó como socio de una importante firma de ingeniería y armadores de buques. De talante sentimental, era apasionado y melodramático; tan tierno como lleno de ira, muy al contrario de su madre, Florence Augusta Hamilton que hacía gala de una mente crítica e irónica. Ella provenía de una familia de clérigos y abogados y era la hija de un pastor protestante. Esta diferencia tan notable de caracteres en las familias, marcó parte del temperamento y carácter de C. S. Lewis.
Desde su más tierna infancia estuvo rodeado de libros de todas clases. Lejos de ser criado en un puritanismo estricto, Lewis fue enseñado en la rutina de ir a la iglesia y de orar a su debido tiempo, cosa que él aceptó sin mayor interés.
En 1908, cuando solo contaba 9 años de edad, su madre enfermó de cáncer y murió. Esta muerte marcó su vida. Antes de que terminara el mes de septiembre de ese mismo año, su padre tomó la decisión de enviarlos, a él y a su hermano mayor Warren, a un estricto internado inglés.
Primeros aprendizajes
Como estudiante secundario, en el Cherbourg School, en Malvern, Lewis fue un aventajado lector de los poemas homéricos en su idioma original, un pésimo estudiante de matemáticas y un admirador de las obras de arte. Dominaba también el francés, el alemán, el italiano. Admiraba la mitología nórdica, y oía con fascinación la música de Richard Wagner.
Le decían «Jack», después de haberle dicho «Jacksie» durante mucho tiempo, y en su fuero íntimo estaba completamente seguro de que Dios no existía. Su ateísmo se muestra tempranamente con gran dureza: «No creo en ninguna religión», dice. «No hay absolutamente ninguna prueba para ninguna de ellas, y desde el punto de vista filosófico, el cristianismo no es ni siquiera la mejor. Todas las religiones, o sea todas las mitologías, para darle su nombre correcto, son simplemente un invento del hombre».
Lewis sentía el mundo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor. «Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso –decía–, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria». Sin embargo, agregaría después, con la perspectiva de los años, «la solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro».
Si bien las palabras del cristianismo, en el que sus padres protestantes lo educaron, le habían sido útiles en las peores noches de duelo infantil; si bien la lectura de la Biblia lo había salvado del dolor penetrante que había llegado a sentir en la soledad del internado; ahora, en 1914, al tiempo que abandonaba el colegio para ser instruido por un tutor llamado William Kirkpatrick, estaba convencido de que la religión era «un sinsentido en el que la humanidad vive perdida».
El señor Kirkpatrick era, sin duda, el ateo que necesitaba en esos momentos para reforzar sus convicciones. Él corrigió sus primeros poemas; le enseñó a llegar a sus propias conclusiones; a debatir fiera y lógicamente; y lo animó a ser cínico ante una naturaleza que podía dejarnos huérfanos de un día para otro. Le permitió decir que lo único que nunca perderíamos –lo único en lo que valía la pena creer- era la imaginación.
Con Kirkpatrick, Lewis desarrolló el arte de argumentar, que le sería útil después para batallar a favor de Dios. Con Smiugy, otro querido maestro anterior, había aprendido con deleite las claves de la gramática y la retórica en los textos clásicos; con Kirkpatrick, en cambio, aprendió dialéctica. Una dialéctica irónica y sutil: «Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corrigiesen (…). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un «sparring» nada despreciable. Fue un gran día aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión, me acabó advirtiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva».
Poco a poco, Lewis llegó a sentirse cómodo y confirmado en su ateísmo: «Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de ‘Salida’».
Le gustaba citar a Lucrecio, como quien tenía el argumento más fuerte a favor de su postura:
Nequaquam nobis divinitus esse paratam
Naturam rerum; tanta stat praedita culpa.
(Si Dios hubiera diseñado el mundo, no sería un
mundo tan frágil y defectuoso como lo vemos).
Sin embargo, como no hay ateo en estado puro, Lewis después diría en su autobiografía «(por ese tiempo) yo vivía, como tanto ateos o antiteístas, en un torbellino de contradicciones. Afirmaba que Dios no existía. A la vez, estaba furioso con Dios por no existir. Y estaba igualmente enojado con Él por haber creado un mundo».
Su carácter reconcentrado y serio le alejaba del contacto con las personas – de hecho, tuvo muy pocos amigos – y más que buscar entretención en sus horas quietas, le interesaba no ser interrumpido. Asiduo lector, tuvo siempre a disposición en casa la nutrida biblioteca de su padre, y después, mientras estudiaba fuera de ella, se suscribía a las mejores librerías para recibir libros recién publicados. En Inglaterra existían muchas publicaciones de bajo costo que un estudiante acomodado como él podía financiar.
Su itinerario intelectual e ideológico está marcado, pues, por innumerables lecturas. Tan aventajado llegó a ser en ello que ni él mismo estaba consciente de sus ventajas comparativas con otros jóvenes hasta cuando se presentó en la universidad. Fue admitido de inmediato, y su carrera como estudiante y después como profesor llegó a ser brillante.
A fines de 1916 se presentó en Oxford para el examen a una beca. Entró en la Residencia en el trimestre del verano de 1917. Corrían los tiempos de la Primera Guerra Mundial y tuvo que alistarse en el ejército. Fue herido en la batalla de Arras, el lunes 15 de abril de 1918, tras sobrevivir a una serie de explosiones en el monte Berenchon. En combate perdió a su gran amigo Paddy Moore, cuando ya el armisticio comenzaba a asomarse: tuvo que enterrarlo en un campo refundido en el sur de Peronne.
Mientras convalecía de sus heridas en el hospital de Le Tréport, tuvo su primer encuentro con la obra de G.K. Chesterton, el primer «misil» cristiano que recibió su enconado ateísmo. «Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo».
La lectura de las obras de George McDonald, por su parte, le abrió la frontera a un nuevo mundo, un mundo de beatitud en donde Dios estaba más cerca de la realidad de lo que nunca antes había vivido. Leer a Chesterton y a McDonald no era lo más recomendable para uno que se decía ser ateo.
En enero de 1919 regresó a Oxford y vivió situaciones y que tuvieron una influencia esencial en su forma de ver la vida. Entre ellas, las conversaciones con un cura católico apóstata; la experiencia de ver a un ser querido que había experimentado con toda clase de experiencias «espirituales» volverse loco (experiencia que lo alejó definitivamente del ocultismo y que retrató más tarde en Weston, el arrogante científico de su libro «Perelandra»); y la conversión de sus mejores amigos a la corriente antropo-sofista de Steniner que invadía el mundo intelectual de la época. Todo esto le llevó a plantearse cuestiones que hasta entonces creía tener resueltas.
A causa de una promesa hecha a su amigo Paddy antes de morir, Lewis se hizo cargo de la madre de él, Janie King Moore y de su hija Maureen, que quedaron desamparadas, y las instaló en su casa. La mujer se convirtió en una especie de madrastra, que gobernaba la vida de Lewis y de su hermano Warnie. Lewis la llamaba «madre» y Warnie la aborrecía. Con todo, Lewis la habría de sostener en los próximos treinta años, hasta su muerte en 1951.
El 1922 terminó su carrera con las más altas calificaciones, y estuvo un año más dedicado al estudio de la literatura inglesa. En tanto, su pensamiento se iba conformando principalmente por las lecturas de autores cristianos, pese a su ateísmo, pues en ellos encontró una plenitud de vida que faltaba en el racionalismo laico.
«Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). No solo MacDonald, que había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…, prescindiendo, por supuesto, de su cristianismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente, pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill, Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras». Era como si Dios lo fuese encerrando en su propio reducto, el de sus preferencias literarias.
En 1925 pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College, ejerciendo como maestro de lengua y literatura inglesa. Al año siguiente conoce a J.R.R. Tolkien, con quien fundará más adelante, junto a Charles Williams y Owen Barfield, el Club de los Inklings para discutir sobre literatura y filosofía.
La amistad con J.R.R. Tolkien fue muy significativa y duradera, a veces interrumpida, pero nunca rota, y ayudó eficazmente a la caída de algunos de sus prejuicios. Lewis recuerda que «al entrar por primera vez en el mundo, me había advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista (católico), y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente), que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas».
Lewis fue un gran apoyo para éste en cuanto a la creación de su Tierra Media en «El Señor de los anillos», ya que oía sin parar a Tolkien recitándole su novela, al igual como hacían con otras, tales como la Ilíada y Odisea de Homero, o la Divina Comedia de Dante; y así, Lewis alentó siempre a J.R.R. a que terminara su obra.
Su andadura ideológica tuvo su clímax cuando Lewis lee The Everlasting Man, de Chesterton: su ateísmo tiene los días contados. «Leí el Everlasting Man (El hombre eterno) de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el libro, cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. «Es extraño», continuó, «esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez». Para comprender el fuerte impacto que me supuso, tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interés por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿a dónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria?».
Conversión
Lewis se siente acorralado y nos describe su situación con una imagen muy británica: «La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por campo abierto ‘con todo el dolor del mundo’, sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson, la Alegría. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra».
Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: «Yo soy el Señor».
Lewis confiesa: «Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquél con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, oré. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra». Más adelante escribiría acerca de esto: «Entré al Cristianismo pateando y gritando».
Pero quedaba el paso de identificar a ese Dios personal con Jesucristo. «Hasta entonces yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona». Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabe que ha dado su último paso, y lo recordará siempre. Fue un día que viajaba en un autobús de dos pisos: «Me llevaban al zoo de Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos, no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios, y cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos, ni en una gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto».
En su libro «Milagros», reflexiona acerca de las circunstancias que lo llevaron a conocer a Dios: «Nunca tuve la experiencia de buscar a Dios; fue exactamente a la inversa, Él fue el cazador (o eso me pareció) y yo el venado». Se sintió como «acechado» por «un piel roja», que «apuntó infaliblemente y disparó». Lewis tenía la misma edad de San Agustín.
Su padre alcanzó a enterarse de la buena noticia, antes de morir en septiembre de ese mismo año.
La conversión, cuyo itinerario reconstruiría en El Regreso del peregrino (1933), llevó a Lewis a las filas del anglicanismo. No se hizo católico, como hubiera deseado su amigo Tolkien – decía que lo había sacado del ateísmo sólo para echarlo en brazos de la Iglesia de Inglaterra. Lewis fue un cristiano de vocación amplia, jamás un sectario. Según el teólogo evangélico James I. Packer, el cristianismo de Lewis sería algo así como «un anglicanismo conservador de tendencias catolizantes» (¡que no romanistas!).
En su libro Cristianismo esencial Lewishabrádecomparar la Iglesia con una casa con muchas habitaciones, y recomienda: «Cuando hayas escogido tu propia habitación, sé amable con quienes han escogido diferentes puertas, y con quienes aún permanecen en el salón de espera. Si se han equivocado, necesitan de tus oraciones mucho más; si son enemigos tuyos, tienes la obligación de orar por ellos. Esta es una de las reglas comunes de la casa».
A partir de entonces, su vida como intelectual y escritor experimentó un ascenso continuo, aunque no exento de problemas. Como académico, Lewis sufrió mucho a causa de su fe cristiana, ya que su conversión no le hizo muy popular en la Universidad. Su valiente defensa del carácter sobrenatural del Evangelio provocó mucho rechazo en círculos académicos. La filosofía que dominaba entonces en Oxford era una especie de idealismo, totalmente opuesto a la fe cristiana, incluso dentro de la misma teología. De hecho, su compromiso público con el cristianismo le valió ser rechazado constantemente por Oxford para el cargo de profesor titular de cátedra (nunca fue más que un tutor), siendo que era el mayor erudito en literatura medieval y renacentista de Inglaterra. Más tarde, casi al final de su vida, Cambridge habría de reparar esta injusticia concediéndole la cátedra de literatura que Oxford siempre le negó.
El problema del dolor
En 1940, Lewis escribe por encargo The problem of pain (El problema del dolor), donde desarrolla uno de los temas más difíciles de entender por cristianos y no cristianos. Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres? En esas páginas que se han hecho famosas, Lewis reconoce que «es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma, o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos».
«En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana. Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma».
Pero esto no muestra el sentido del dolor, si es que lo tiene. Ni demuestra que Dios pueda seguir siendo bueno cuando lo permite. Para intentar explicar este misterio, Lewis recurre a la que quizá sea la más genial de sus intuiciones. «El dolor, la injusticia y el error –nos dice– son tres tipos de males con una curiosa diferencia: la injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos, mientras que el dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios –afirma Lewis– nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo».
Lewis explica que «un hombre injusto al que la vida sonríe no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien».
«El dolor como megáfono de Dios es, sin la menor duda, un instrumento terrible. Puede conducir a una definitiva y contumaz rebelión. Pero también puede ser la única oportunidad del malvado para corregirse. El dolor quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde».
Lewis no dice que el dolor no sea doloroso. «Si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo». Su propósito es poner de manifiesto lo razonable y verosímil de la clásica doctrina cristiana sobre la posibilidad de perfeccionarse por las tribulaciones.
Lewis se hizo célebre para el gran público poco después gracias a una serie de cartas paródicas publicadas durante 31 sábados de 1941 en el diario «The Guardian» bajo el título de «Cartas del diablo a su sobrino». Cuando Lewis publicó estas cartas,se le criticó el hecho de que en un tiempo de guerra y nazismo, no hablara más que de glotonería, egoísmo y orgullo espiritual. Pero en esto Lewis era más sabio que sus críticos. «No importa lo leves que puedan ser sus faltas, con tal de que su efecto acumulativo sea empujar al hombre lejos de la luz y hacia el interior de la Nada. El asesinato no es mejor que el juego de naipes para lograr ese fin, si los naipes son suficientes para lograr este fin. De hecho, el camino más seguro hacia el infierno es el gradual, la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros bruscos, sin hitos, sin señalizaciones»…
Luego vino su incursión en la radio BBC, ofreciendo charlas motivacionales para sus compatriotas en medio del fragor de la Segunda Guerra Mundial. El general británico Sir Donald Hardman resume lo que significaron para los ingleses estas conferencias: «La guerra, la totalidad de la vida, todo tiende a perecer sin sentido. Necesitábamos, muchos de nosotros, la clave para el sentido del universo. Lewis proporciona precisamente eso. Mejor aún, él nos devolvió la fe cristiana tradicional para que podamos tener una confianza renovada, con algo así como la seguridad».
Las Crónicas de Narnia
Su trabajo como escritor de ficción tuvo su punto de partida en una de las tertulias literarias del Club de los Inklings, en 1937. Lewis y Tolkien hablaron sobre lo poco que les gustaban las historias que se hacían entonces. «Me temo que tendremos que intentar escribirlas nosotros», dijo Lewis. Y acordaron que Tolkien escribiera una historia sobre un viaje en el tiempo y Lewis sobre una travesía espacial. Así nació «El camino perdido» de Tolkien, y «Más allá del planeta silencioso», de Lewis, la primera parte de la trilogía Ransom, en 1938. (Las otras dos son Perelandra y Esa Fuerza Maligna, que Arthur C. Clarke llamó «uno de los pocos trabajos de ficción espacial que puede ser clasificado como literatura»).
En 1950 publicó la primera de las siete novelas infantiles que conformarían las célebres «Crónicas de Narnia». Se llamaba «El León, la Bruja y el Ropero». Sus protagonistas eran cuatro niños que recordaban a los hijos de esas familias que se iban a vivir en casas de las afueras de Londres por culpa de la guerra. Y su historia sucedía en un mundo fantástico semejante a los paraísos de Dante o de Milton o de la mitología noruega.
La saga muestra el mundo imaginario de Narnia, habitado por animales parlantes, seres mitológicos, gigantes, enanos, unicornios, dríades, náyades, centauros, sátiros, faunos, animales como castores y tejones, y seres humanos; una alegoría diversa del mundo, con claves espirituales presididas por Aslan, el león creador y sustentador del universo, figura omnipresente detrás del devenir de la historia, como un dramaturgo tras bambalinas que se hace ver en momentos escogidos, especialmente por Lucía, la niña iluminada.
Las Crónicas plantean el conflicto de la fe: que es el ver y el no ver. Aun entendiendo que Dios está presente en el mundo, su presencia a veces es elusiva. Sin embargo, al final de la historia, como Lewis describe siempre, Él está detrás de todas las cosas: el problema estriba simplemente en nuestra dificultad para verlo.
Resulta bastante evidente que en Narnia, Aslan el León, es Cristo, el cual es sacrificado en la Mesa de Piedra y resucita (tomo I), está presente en la Creación (tomo VI) y en el Juicio (tomo VII). En un pasaje (tomo III) se revela como tal, y hasta se transcribe una escena evangélica (Juan, 21).
En una carta a un niño que leía sus historias, en 1961, Lewis mismo se encargaría de aclarar el misterio de Narnia. «Toda la historia de Narnia se refiere a Cristo». Y luego agrega: «Supongamos que existiese un mundo como Narnia, y supongamos que Cristo quisiese ir a ese mundo y salvarlo (como en efecto lo hizo por nosotros). ¿Qué pasaría entonces?» El mismo Lewis contesta a esta pregunta diciendo: «Pues las crónicas son mi respuesta. Como Narnia es un mundo de bestias que hablan, pensé en encarnarlo como una bestia que habla. Le di forma de león porque se supone que el león es el rey de las bestias, y Cristo es el León de Judá mencionado en la Biblia».
A partir de la publicación de Las Crónicas de Narnia, el nombre de C.S. Lewis se hizo muy conocido en el mundo entero. Comenzó a recibir miles de cartas de sus lectores – la mayoría niños – a quienes responde escrupulosa y amablemente.
Matrimonio y duelo
Entre sus muchos lectores, Lewis entabló amistad epistolar con una lectora norteamericana, Joy Davidman Gresham, quien viajó a Inglaterra a visitarlo en 1952. Lewis, un solterón inclaudicable de 53 años, se sintió atraído hacia ella. Poco después, ella se trasladó a vivir a Inglaterra, donde continuaron cultivando una amistad más seria.
El 23 de abril de 1956 ellos se casaron por lo civil, acuciados por el hecho de que ella debería abandonar el país si no renovaba su visa, y esto se conseguía de la manera más segura a través del matrimonio. Así ella obtuvo su ciudadanía británica, con un matrimonio por conveniencia, sin consumación.
Pronto, sin embargo, sobrevino una triste noticia a la pareja de amigos: Joy estaba enferma de cáncer, y le quedaba muy poco tiempo. Entonces decidieron casarse del todo. La ceremonia, según los ritos de la Iglesia en Inglaterra ocurrió casi un año después del matrimonio civil, el 21 de marzo de 1957, en un altar improvisado junto a la cama en donde ella trataba de dormir todas las noches.
Joy significó para Lewis no sólo el amor de una mujer, sino también una amiga y una interlocutora activa, inteligente y dispar.
A partir del matrimonio, la recién casada, «radiante, encantadora e intensamente femenina» según la descripción de Warren, experimentó una transitoria recuperación de la enfermedad terminal a fuerza de querer vivir al lado de su esposo. En julio del año siguiente, 1958, emprendieron una feliz luna de miel que terminó dos años después, tras una serie de viajes por Irlanda, Grecia e Italia, cuando el cuerpo de ella dejó de ser capaz de retenerla.
Joy Davidson murió en la noche del miércoles 13 de julio de 1960 a la edad de 45 años. Su esposo, en ese entonces un nombre admirado por los lectores del mundo, una verdadera institución británica del tamaño de Hitchcock o la reina, se despidió de ella en una habitación de la enfermería Radcliffe.
Clifford Morris, el chofer que lo llevaba de un lado a otro siempre que fuera necesario, fue la primera persona que trató de consolarlo. Lo vio llorar. Lo vio dudar de la bondad de Dios en las primeras horas de la madrugada. Lo dejó en su casa cuando empezaba a amanecer. Según dice, en la mañana Lewis se veía mejor, más resignado a su suerte, convencido de que la fe era lo único que nunca perdería.
Durante el tiempo de la enfermedad, Lewis se había consagrado a cuidarla, postergando toda otra actividad. Abandonó su producción literaria y sólo dio a conocer un libro testimonial, un grito de agonía por la muerte de Joy, A Grief Observed (Una pena observada), en 1961, basado en apuntes tomados en los difíciles momentos vividos. En dicho libro, no sólo vuelca su tristeza, sino las grandes interrogantes que surgen en el contexto de un dolor tan grande como es la muerte de un ser amado. Una lección de templanza y reflexión, un libro que llama la atención, en primer lugar, al sentido de la vida, al estar en contacto con la muerte, y la razón de la fe, para sortear un momento tan difícil.
Esta dramática historia de amor fue llevada al cine por Richard Attenborough, en la película «Shadowslands» (Tierras de sombras), en 1993.
Obra y pensamiento cristiano
En su larga carrera intelectual, recibió muchos premios y honores, doctorados y reconocimientos en diversas universidades. Incluso se le concedió la Orden del Imperio Británico, que él rehusó.
La obra de C.S. Lewis es ingente y diversa. Y a través de toda ella se encuentra ese sello personalísimo de su autor, su frescura, su bondad, su inteligencia y sensibilidad.
Pero donde verdaderamente puso todo su empeño fue en la difusión de la fe cristiana. Esta prolífica actividad pro-cristiana hizo que su amigo Tolkien volviera a rezongar: Lewis corría el riesgo de convertirse en un «teólogo de bolsillo» (everyman’s theologian).
Entre estas obras destacan, aparte de El problema del dolor y Cartas del diablo a su sobrino, El gran divorcio (1945), Mero cristianismo (1952), con su propuesta de un credo esencial y unitario, Reflexiones sobre los salmos (1958) y Cartas a Malcom, especialmente sobre la oración (1963). Tras su muerte, Walter Hooper, su albacea literario, editaría Dios en el banquillo (1970) y Reflexiones cristianas (1967), entre otras.
Siempre vigilante a la actualidad (aunque no acostumbraba leer los periódicos), sensible a los problemas del hombre, no perdía ocasión para dar un testimonio de verdad intemporal, pues consideraba que los medios de comunicación de masas se concentran en lo efímero y transitorio y llevan a los individuos y la sociedad lejos de Dios. Cualquier oportunidad era propicia para hablar, escribir, impugnar, rebatir, contradecir y pelear con argumentos lógicos, como ecuaciones precisas de la geometría divina.
Lewis explicó y defendió la fe cristiana al hombre de hoy, y lo hizo poniendo su talento y sus conocimientos al servicio de Dios.
Si hay algo central en la apologética de Lewis, ésa es su afirmación de la deidad de Cristo. Uno de sus temas comunes a lo largo de toda su obra, es su ataque a la idea de que Jesús pudiera ser simplemente un maestro de ética o un modelo de ejemplo moral.
En su famoso trilema (Lewis Trumvirate), Lewis plantea que del hecho de que Jesús afirmara ser Hijo de Dios se puede llegar a tres conclusiones, una de las cuales debe ser cierta. (1) Estaba Loco, era un Lunático, que se creía Hijo de Dios sin serlo. (2) Era un Mentiroso, que hacía creer a todos que era tal cosa cuando sabía que no lo era. (3) Era lo que decía ser, Él era el Hijo de Dios.
El descartar las dos primeras por imposibles, lleva consecuentemente a creer en Jesús.
Este argumento de Lewis suele utilizarse en las obras de los apologistas cristianos, tales como Josh McDowell. Peter Kreeft lo describe como «el argumento más importante dentro de la apologética cristiana».
Este mismo argumento, lo desarrolla Lewis de otra manera en una de sus cartas: «Pienso que la gran dificultad es ésta: si no era Dios, ¿quién o qué era? En Mateo28:19 encontramos ya la formula bautismal: «En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» ¿Quién es este «Hijo»? ¿Es el Espíritu Santo un hombre? Si no es así, ¿es un hombre quien «le envía»? (ver Juan15:26). En Colosenses1:17 Cristo es «antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten». ¿Qué clase de hombre es éste?» «Dejo a un lado la referencia obvia al principio del Evangelio de Juan. Tomemos algo menos evidente. Cuando llora sobre Jerusalén (Mateo23), ¿por qué dice de repente (v. 34) «Yo os envío profetas y sabios»? ¿Quién podría decir eso, excepto Dios o un lunático? ¿Quién es este hombre que va perdonando pecados? Y ¿qué acerca de Marcos2:18-19? ¿Qué hombre puede anunciar, que simplemente porque él está presente, se acabaron actos de penitencia, como el ayuno? ¿Quién puede dar al colegio las vacaciones a mitad de curso, sino el director?».
Otro de sus aportes doctrinales fue realzar la visión del Cielo, como lugar de todo valor y contentamiento. «Si leemos la Historia, veremos que los cristianos que más hicieron por el mundo presente, fueron precisamente los que más se ocuparon del venidero», escribe en su Cristianismo esencial. «Es desde que los cristianos han dejado de pensar en el otro mundo, que han llegado a ser infelices en éste». Por lo que: «¡Aspiren al Cielo! Y obtendrán la tierra «por añadidura. ¡Aspiren a la tierra, y no tendrán ni lo uno, ni lo otro!», afirma.
Aunque Lewis no era un teólogo, critica fuertemente en sus ensayos el racionalismo teológico. Su respuesta a la crítica bíblica alemana es que intenta desmitificar el contenido de los Evangelios, sin saber siquiera lo qué es un mito. Por ello ataca a Rudolf K. Bultmann en su propio terreno: la crítica literaria: «Si me dice que algo de un Evangelio es una leyenda o un romance, quiero saber cuántos leyendas y romances ha leído, cómo de bien ha sido formado su paladar para detectarlas por el sabor: no cuantos años se ha pasado con este Evangelio».
Según Lewis, estos críticos quieren que creamos lo que ellos pueden leer entre líneas, cuando son incapaces siquiera de leer lo que dicen las líneas. Intentar predicar un cristianismo que niega los milagros, produce religiosos o ateos, pero nunca cristianos. Particularmente sutil es por eso la sátira que hace del protestante liberal que va camino del Infierno en el autobús de El gran divorcio. Ya que en esta historia llena de inteligentes imágenes y fina ironía, hay un pastor que va allí a dar una conferencia ¡sobre cómo hubiera evolucionado la teología de Jesús, si hubiera vivido más tiempo!
C.S. Lewis murió en Oxford de un ataque cardíaco, el 22 de noviembre de 1963, el mismo día que asesinaron al presidente Kennedy. Contaba 65 años de edad.
Valoración póstuma
En el día de hoy, a Lewis es posible verlo citado en los contextos más disímiles. El autor de eruditos textos universitarios es aplaudido por los fanáticos de la ciencia ficción, leído por los escolares y recomendado por los párrocos. Sus distintos públicos muchas veces se ignoran mutuamente, y en la mayoría de los casos desconocen al resto.
Lo ha alabado Arnold J. Toynbee y Christopher Dawson. J.B.S. Haldane y C.E.M. Joad han polemizado con él sobre el ateísmo. Yves Congar y Hans Urs von Balthasar solían citarlo. Entre sus lectores hallamos gente tan distinta como el papa Juan Pablo II y el crítico Kenneth Tynan, animador de la vanguardia teatral de los Sesenta.
Su influencia de fe ha alcanzado a cercanos y lejanos. A cercanos, como Douglas Greham, el hijo adoptivo de Lewis, que siendo ya adulto abrazó la fe en Jesucristo. A lejanos, como Francis Schaeffer, que construyó toda su apologética, inspirado por la obra de Lewis. Charles W. Colson, consejero de Richard Nixon, fue tocado profundamente al leer Cristianismo Esencial, mientras sufría la pena por el caso Watergate; el conocido ateo Anthony Flew, participante de las tertulias literarias de Lewis en la universidad, se convirtió; lo mismo ocurrió con Francis Collins, el famoso genetista director del proyecto genoma humano, mientras leía Mero Cristianismo. Los miles de ateos y agnósticos que han venido a Cristo a través de sus escritos le han valido el título de «apóstol de los escépticos».
Sus novelas de ciencia ficción han llegado a ser clásicas. Brian Aldiss decía que Lejos del planeta silencioso era uno de los libros que más releía y Philip K.Dick solía frecuentarlo. Varias generaciones de niños han disfrutado de sus Crónicas de Narnia.
Se han publicado más de veinte antologías de sus ensayos, más de veinte estudios críticos importantes sobre su obra. Sus libros se imprimen en cualquier país del planeta en este preciso momento. Miles de páginas de Internet hacen lo que pueden para conmemorar su figura. Escritores famosos como Daniel Handler o Eoin Colfer han reconocido su gran influencia. En una reciente encuesta realizada por la revista Christianity Today, fue escogido como uno de los diez cristianos más influyentes del siglo XX.
Luego de décadas de olvido, Lewis atraviesa hoy un sostenido avivamiento. Aparte de la película Tierra de sombras, tres de las siete Crónicas de Narnia han sido llevadas hasta hoy al cine, con un importante éxito de taquilla.
C.S. Lewis, sin duda, un vaso escogido por Dios en los claustros académicos, al margen de las grandes escuelas teológicas y los vitrales, para vindicar la Sabiduría entre los sabios de este mundo.
«Mas la Sabiduría es justificada por todos sus hijos» (Luc. 7:35).