Para que la vida fluya y la iglesia sea edificada, se requieren colaboradores que estén dispuestos a tomar el camino de la cruz.

Lectura: Colosenses 1:13-20.

Compartiendo algunos aspectos de la oración de Pablo en Colosenses 1:9-12, hemos visto su relación con la expresión «asiéndonos de la Cabeza» o glorificando a la Cabeza. Esta oración nos habla del pleno conocimiento de Dios y de su voluntad, de la potencia de su gloria, de nuestro llamado para contemplar su majestad personal y del poder que esta contemplación ejerce sobre nosotros.

Contemplando su gloria

La contemplación de Cristo, de sus glorias y de sus virtudes, tiene la capacidad de transformar todo lo que nosotros somos. Por eso, Hebreos llama, a nuestra salvación, «una salvación tan grande», porque ella comprende todo lo que hay en nosotros: espíritu, alma y cuerpo.

Ahora, veremos algo sobre el significado de las aflicciones de Cristo en nuestra carne. No se trata de las aflicciones de Cristo en la cruz. Aquí, Pablo, siervo del Señor, dice que él cumple en su propia carne lo que resta de las aflicciones de Cristo, para que algo acontezca. ¿Qué es este algo? Lo dice el versículo 24: «Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia». Es a favor de la iglesia.

Sin embargo, antes de entrar en este tema, veremos los versículos ya citados, porque ellos son parte importante de lo que Pablo llama «glorificando a la Cabeza», y contienen una expresión magnífica de las glorias de Cristo. Nosotros fuimos llamados por el Espíritu de Dios para contemplar la potencia de su gloria y, de esta forma, ser transformados por aquel poder.

Atraídos a Él

«…el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo» (Col. 1:13). Esta es la base en la cual estamos, y nos hace recordar Éxodo capítulo 19, cuando el Señor llamó a su pueblo desde Egipto, y ellos cruzaron el Mar Rojo. La sangre del cordero pascual ya había sido derramada, y ellos fueron librados del exterminador. Después de tres meses de caminata, llegaron al monte Sinaí, y allí el Señor les habló a través de Moisés. «Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí» (Éx. 19:4).

«…os he traído a mí». Canaán es figura de las riquezas insondables de Cristo. El propósito de Dios es atraernos hacia sí mismo. En Éxodo 19:4-6, el Señor se compara a una gran águila. Allí estaba el pueblo, esclavo en Egipto, y un día, aquella águila de la gracia, del poder y del amor de Dios descendió sobre Egipto y puso sobre sí misma a todos aquellos que eran suyos, para sacarlos de Egipto.

Hemos sido transportados al reino del Hijo de Su amor. ¡Gracias al Señor! Colosenses 3:12 dice que nosotros somos escogidos de Dios, santos y amados, habiendo sido aceptos por él en el Amado.

Redimidos

«…en quien tenemos redención por su sangre» (v. 14). La palabra redención significa comprados en el mercado de esclavos. Somos redimidos; el Señor fue al mercado de esclavos y allí nos compró por un precio. «…el perdón de pecados». Nosotros, que ni siquiera podíamos levantar nuestros ojos al cielo, mucho menos llamar, a Dios, Padre, ahora tenemos la remisión de nuestros pecados. ¡Esto es maravilloso!

Dios nos ve a nosotros en Cristo, como Balaam en lo alto de aquel monte, mirando a Israel y diciendo: «No he notado iniquidad en Jacob». ¿Acaso Dios es ciego? No. Él veía, a aquel pueblo, en su Hijo, porque la sangre del cordero había sido derramada por ellos, en la tipología, apuntando a Cristo. Según Romanos 3, todos aquellos pecados cometidos antes, fueron reservados para que un día, cuando viniese el verdadero Cordero, éstos fuesen depositados sobre el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por eso, él no vio iniquidad en Jacob, ni ve maldad en nosotros.

Cristo, imagen del Dios invisible

«Él es la imagen del Dios invisible». En la Trinidad, solo una de sus personas expresa aquello que Dios es: el Verbo, el Hijo. Él es el Logos, «la imagen del Dios invisible». «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9). «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18). Al contemplar su gloria, nosotros somos transformados de gloria en gloria en su propia imagen, por la gracia de Dios.

¡Qué importante es la palabra imagen! «Hagamos al hombre a nuestra imagen» (Gén. 1:26). «Él es la imagen del Dios invisible». Esto significa que, cuando Dios quiso crear al hombre, había un prototipo celestial, el Hijo, el Logos de Dios. Por eso la oposición del diablo es tan grande, para destruir la imagen de Dios en nosotros, porque él sabe que el propósito de Dios es que nosotros compartamos la imagen del Hijo.

«…levantaré mi trono… subiré, y seré semejante al Altísimo» (Is. 14:13-14). Lo que Lucifer codició fue el lugar del Hijo, que es la imagen de Dios. Por eso, Pablo dice: «Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies» (Rom. 16:20). Entonces, el Señor Jesús nos mirará y dirá: «Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne». Aquello que Adán dijo de Eva, es lo que la iglesia oirá del Señor Jesús. «Hueso de mis huesos (ella tiene su realidad interior) y carne de mi carne» (su expresión exterior).

El primogénito de toda creación

«…el primogénito de toda creación». En el texto citado al principio, es mencionada dos veces la palabra primogénito. Esta es la gloria de Cristo, «el primogénito de toda creación» (v. 15), y «el primogénito de entre los muertos» (v. 18). La palabra primogénito está interpretada en Salmos 89:27, diciendo, con respecto a David: «Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra». Primogénito significa el más elevado. El Señor Jesús es «el primogénito de toda creación», no porque él haya sido creado. Él no fue creado, sino engendrado esencialmente en la Trinidad. Dios es eterno. El Padre es eterno, el Hijo es eterno.

El «primogénito de toda creación», significa que el Señor Jesús es más alto que toda la creación. Los versículos que siguen nos ayudan a entender cómo él es «el primogénito de toda creación». El versículo 16 empieza con la palabra: «Porque…», que explica el hecho de ser el más excelso de toda creación. Aquí, la preposición «porque» es muy importante.

«Porque en él fueron creadas todas las cosas». Cristo Jesús, el Verbo, el Hijo de Dios, es la esfera de la creación. «En él fueron creadas…». Esto significa que, si el Señor Jesús pudiese sufrir alguna mudanza, alguna variación, si en él hubiese pecado, injusticia o mancha, toda la creación se desintegraría.

«Todo fue creado por medio de él». Él es el medio, el vehículo. Juan dice: «Y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho» (1:3). El Señor Jesús es el agente de la creación de Dios; en otras palabras, él es el Creador.

Reconciliación y regeneración

En la crucifixión, los evangelistas registran que, al mediodía, hubo tinieblas sobre la faz de la tierra. Cuando el Señor Jesús murió, los montes temblaron. ¿Por qué? Porque allí en la cruz estaba su Creador, Dios hecho carne. Entonces, cuando él murió, la creación se manifestó, porque el propio Creador estaba entregándose, asumiendo el lugar de una criatura; sin dejar de ser Dios, pero asumiendo una naturaleza humana. ¿Para qué? Para traer a toda criatura a la reconciliación.

Todas las cosas, en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, fueron reconciliadas con Dios por la sangre de Jesús. Esto quiere decir que, por causa de su muerte, en estos tres niveles, toda rodilla se doblará y todos confesarán que Jesucristo es el Señor. Por medio de la sangre de su cruz, él reconcilió consigo mismo todas las cosas.

Sin embargo, nosotros fuimos más que reconciliados – fuimos regenerados, recibimos la naturaleza de Dios en nosotros. Aun los demonios se postrarán y confesarán que Jesucristo es el Señor; pero no serán regenerados. Nosotros ya fuimos regenerados, y participamos de la naturaleza divina.

El propósito de Dios en el hombre

Hay un versículo muy interesante en Zacarías 12:1, que nos muestra cuatro esferas. «Profecía de la palabra de Jehová acerca de Israel. Jehová, que extiende los cielos y funda la tierra, y forma el espíritu del hombre dentro de él». La primera esfera es la Palabra (el Señor); la segunda son los cielos; la tercera, la tierra, y la cuarta, el espíritu del hombre.

Este versículo es maravilloso. Delante de la majestuosidad de los cielos, ¿qué es el espíritu del hombre? «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?» (Sal. 8:4). Es tan pequeño delante del Señor que extendió los cielos y fundó la tierra. ¿Y qué es la tierra delante de este universo? Solo un granito de arena. Pero el Señor fundó la tierra y aquí colocó al hombre, y al espíritu del hombre dentro de él.

¿Cuál es el propósito de Dios en esto? Formar al hombre, y poner dentro de él el espíritu del hombre, para que Dios, que es Espíritu, pudiese habitar en el espíritu del hombre. Este es un ítem central en el propósito de Dios al extender los cielos y fundar la tierra.

El propósito de Dios no está en los cielos, ni en la tierra, sino en el hombre. En el propósito de Dios, nosotros seríamos elevados para compartir, con el Hijo, su gloria, sus virtudes y aun su trono. Los cielos y la tierra fueron fundados con este propósito. No hay propósito en los cielos ni en la tierra, ni en la vida, si este propósito de Dios con el hombre no es cumplido.

Poder integrador

Regenerarnos, santificarnos, transformarnos y conformarnos a imagen de su Hijo, tal es el significado de la frase: «todo fue creado por medio de él… y para él». Esta última parte significa que él es la razón de lo creado. «En él (él es la esfera), por medio de él (él es el vehículo, el propio Creador) y para él» (él es el propósito, él es el fin, él es la razón).

«Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten» (v. 17), para que Cristo no sea confundido con la creación. La palabra traducida como subsisten, en el original, es muy especial. Significa que, en él, todas las cosas se mantienen vinculadas, cohesionadas. Es a causa del poder integrador de la plenitud de Cristo que todas las cosas son como son y no se desintegran, porque todo subsiste en él. Aun la rebelión del diablo y sus demonios está bajo el gobierno del Señor, porque todo subsiste en él. Satanás no es un ser autónomo; él está bajo restricción, bajo autoridad, porque hay un solo Señor, en el cual todo subsiste.

Primogénito de entre los muertos

Luego, el apóstol introduce de nuevo la palabra «primogénito», diciendo que Cristo es «el primogénito de entre los muertos». ¡Qué maravilloso! Vamos a entender esto desde otro ángulo.

«El primogénito de toda creación» significa que el Señor Jesús es la cabeza de toda creación, y «el primogénito de entre los muertos» significa que él es la cabeza de una nueva creación, porque la muerte significa el fin. «La paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). Cuando Aquel que no tuvo pecado entró en el seno de la muerte, ésta no lo pudo retener, porque no tenía derechos sobre él.

El día en que el Señor Jesús murió fue el día de la muerte de la muerte. Por eso, Pablo señala que el Salvador «sacó a luz la vida y la inmortalidad». Hebreos capítulo 2 dice que él destruyó a la muerte. Entonces, «el primogénito de entre los muertos» hace del Señor Jesús la cabeza de una nueva creación.

Como cabeza de toda creación, él creó todas las cosas; todo es por medio de él y en él, todo subsiste en él. Pero, ¿qué significa la cabeza de una nueva creación? 2ª Cor. 5:17 dice: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es». Nueva creación en Cristo. Porque él es «el primogénito de entre los muertos», Jesucristo se torna la cabeza de esta nueva creación. Solo que esta nueva creación es más que el Señor Jesús – es el Señor Jesús como Cabeza, y un cuerpo de muchos miembros, unidos orgánicamente.

Primogénito entre muchos hermanos

El Señor había muerto como el Unigénito, el único grano de trigo de Dios; pero no resucitó como Unigénito, sino como «el primogénito entre muchos hermanos». En los días de su carne, él enfrentó a la muerte más de una vez, antes que él mismo entrase en la muerte.

Recordemos el maravilloso pasaje de la resurrección de Lázaro. El Señor Jesús llegó a aquel lugar donde había muchos sepulcros. Su amigo había muerto. Entonces, por la voluntad del Padre, él obró una señal, para que quedase claro que él es la resurrección y la vida. Jesús dijo: «Quitad la piedra». Y luego, vean, él no dijo: «¡Salid fuera!», pues si hubiese hablado así, todos los muertos habrían salido. «Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán» (Jn. 5:25). En cambio, él dijo: «¡Lázaro, ven fuera!», porque, en aquel momento, solo Lázaro debía salir.

Jesús es la resurrección. Este es «el primogénito de entre los muertos»; él murió solo, mas resucitó acompañado, como «el primogénito entre muchos hermanos», cabeza de una nueva creación. Por eso, Pablo usa de nuevo la palabra primogénito – «el primogénito de entre los muertos».

La Biblia ve a este mundo como una gran urna, cuya cubierta nadie podía romper. Cuando el Señor resucitó, él fue el primer hombre que rompió esa caja de muerte y fue más allá de ella. Como hombre, él se sentó a la diestra de la majestad en las alturas, y fue constituido sumo sacerdote, no por una ley de mandamiento carnal, sino «según el poder de una vida indestructible» (Heb. 7:16).

Cristo, cabeza del cuerpo que es la iglesia

«…y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia» (v. 18). El versículo 15 dice: «…de toda creación». Vean el contraste. Ahora, «de la iglesia». Aquí hay contrapuestas dos creaciones. La primera, la creación natural, y la segunda, una creación espiritual, una nueva creación en Cristo, permanente. La primera creación es sombra. Hebreos 1 dice que los cielos y tierra que ahora existen serán envueltos como un vestido viejo, y entonces surge una nueva creación, un nuevo cielo y una nueva tierra. ¡Gracias al Señor por su victoria!

Las aflicciones para edificación

Después de este trasfondo de las glorias del Señor Jesús como cabeza de la nueva creación, Pablo entra en un asunto consecuente con ello. En el versículo 24, él dice: «Ahora me gozo en lo que padezco…». Alguien podría decir: «Pablo, el asunto iba tan bien, estabas mostrando las glorias de Cristo, y ahora nos estás hablando sobre el sufrimiento…».

«Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros…». Esto significa que esta nueva creación, ya hecha y establecida en Cristo, no tendrá una revelación y una expresión automática. Es necesario que se cumpla un proceso, que acontezca algo en nosotros aquí y ahora. Para que ocurra esta revelación de la gloria del Hijo de Dios, «toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora», aguardando «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8:21-22). Algo tiene que ocurrir con nosotros, y este es el asunto a partir del versículo 24, en relación con «las aflicciones de Cristo».

Sabemos que las aflicciones de Cristo para redención ya fueron cumplidas por Cristo mismo. Nadie podría participar de eso. Aquel lagar lo pisó el Señor solo; nadie más era digno de hacerlo. Nadie podría soportar la ira de Dios, sino solo el Señor Jesús. Estas son las aflicciones de Cristo para redención.

Pero no es de esto que Pablo está hablando aquí, porque no sería correcto decir que él cumple las aflicciones de Cristo para redención. Pablo es un pecador redimido. Las aflicciones que él está diciendo que cumple no son las aflicciones de Cristo para redención, sino las aflicciones de Cristo en lo que se refiere a la edificación. Esto es muy importante.

Participando de Sus aflicciones

En cuanto a las aflicciones de Cristo para edificación, él llama a colaboradores para participar en ellas. Esto es muy serio. Esto es lo que nosotros debemos experimentar ahora: participar de las aflicciones de Cristo en nuestra carne, a favor de su Cuerpo, para que éste sea edificado, para que los hijos de Dios sean llevados a la madurez.

Sabemos esto porque, al final de este texto, en los versículos 28 y 29, Pablo dice que él se esfuerza, se fatiga, sufre, para «presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre». «Perfecto» significa un hombre completo, adulto, maduro, no un bebé.

«El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:16). La palabra hijos, aquí, es teknós, niños de pecho. El Señor ama a sus bebés; pero él no desea que permanezcan en esa condición. Un bebé requiere cuidados permanentes. En la vida de la iglesia, hay hermanos que siempre necesitan ser cuidados, a veces por años. El tiempo pasa, pero ellos no crecen. ¡Qué extraño es esto! El cabello está blanco, la piel está arrugada, pero el bebé sigue dando trabajo a todos, sin avanzar. Pablo se esfuerza y sufre, para presentar a todo hombre maduro, perfecto, completo, en Cristo.

El segundo rasgo de un bebé es consecuencia del primero. Un bebé en Cristo no asume responsabilidad por otras vidas, pues él no sabe cuidar ni de sí mismo. No puede asumir responsabilidades, no puede aconsejar, amonestar, exhortar, cuidar, porque solo piensa en sí mismo. Pablo trabajaba para que otros fuesen adultos, maduros. Tales son «las aflicciones de Cristo… en mi carne».

El camino de la cruz

Nosotros somos colaboradores de Dios; él nos llamó para eso. Entonces, necesitamos experimentar las aflicciones de Cristo. Esto significa el camino de la cruz, la única vía para la edificación de la iglesia.

Veamos esto en figura. Recuerden cuando los sacerdotes fueron a cruzar el Jordán. El Jordán es un tipo de la muerte. Jordán significa «yendo hacia abajo, descendiendo». Así es el crecimiento espiritual. Cuando nosotros nos convertimos a Cristo, todos creíamos valer un 10. En su tiempo, eso era algo necesario. ¡Qué dádiva nos dio el Señor cuando nos compró! Teníamos un concepto muy alto de nosotros mismos; pero, entonces, el Espíritu Santo, usando la cruz, nos va reduciendo. El crecimiento espiritual va de 10 a cero. «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Jn. 3:30).

Cuando el pueblo llegó a orillas del Jordán, el arca se adelantó. El arca es figura de Cristo; en los hombros de los sacerdotes, es la primacía de Cristo. Los sacerdotes fueron al frente y, tocaron las aguas del Jordán, que estaban desbordándose. Había épocas en que el río podía ser fácilmente cruzado a pie. Pero el Señor no llevó a su pueblo al Jordán en ese tiempo, sino en la crecida del río.

Dios dijo a Josué: «Yo os he entregado todo lugar que pisare la planta de vuestro pie» (Jos. 1:3). Entonces, cuando los sacerdotes tocaron con la planta de su pie las aguas del Jordán, éstas se abrieron. Ellas debían abrirse por la fe. «El justo por la fe vivirá» (Gál. 3:11). Después, ellos entraron con el arca sobre los hombros, se pararon sobre el lecho del Jordán y allí permanecieron hasta que todo el pueblo pasó. Cuando el pueblo pasó, entonces los sacerdotes salieron del Jordán.

¿Cuál es la lección que el Señor quiere enseñarnos aquí? «Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2ª Cor. 4:11-12).

Esta es una clara interpretación del paso del Jordán. Los sacerdotes permanecieron en el fondo del río, porque en ellos operó la muerte, y todo el pueblo pasó y entró en la herencia.

Disponiendo el corazón

Cuando pensamos en la edificación de la iglesia, aquí hay una pregunta fundamental. Si deseamos la edificación de la iglesia, ¿cuántos de nosotros vamos a morir? Porque en nosotros actúa la muerte para que en otros opere la vida. No hay otro camino para que la vida fluya si en la asamblea no hay hermanos que se dispongan a participar de las aflicciones de Cristo, para que la cruz trabaje en nuestras vidas.

Hablar acerca de la cruz es muy fácil; pero andar este camino es nuestra respuesta voluntaria a los planes del Señor, a los arreglos de las circunstancias, de la providencia de Dios. El sufrimiento no es cruz, porque éste viene sobre nosotros sin que lo pidamos. No necesito orar a Dios: «Dame sufrimientos». En cada momento, el dolor viene sobre nosotros, pero esto no es la cruz.

Cuanto más sufrimos, podemos volvernos peores, más amargos, más egocéntricos. La cruz no es sufrimiento, sino nuestra respuesta al sufrimiento. Cuando estamos pasando por el dolor, si oramos: «Señor, he recibido esto de tus manos», y añadimos: «Habla, Señor, que tu siervo oye», eso es la cruz.

Job no fue transformado por el sufrimiento. Cuanto más sufría, más se quejaba de Dios. Pero, cuando el Señor habló con él a través de Eliú y de aquel torbellino, entonces, los sufrimientos más la palabra de Dios, lo quebrantaron. Los sufrimientos y la palabra de Dios son el camino de la cruz.

Un aprendizaje necesario

Cuando el Señor ordena las circunstancias, necesitamos aprender a doblegarnos y besar la mano que trata con nosotros; pero nuestra actitud en general no es de humillarnos, ponernos en sus manos, diciendo: «Habla, Señor, que tu siervo oye; trabaja en mi vida».

«Pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia» (Sal. 66:12). Esas son las aflicciones de Cristo. Nunca llegaremos a lugar espacioso sin pasar por el fuego y por el agua. El Señor nos ayude a ver esto con claridad.

«Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia». No son las aflicciones de Cristo por Pablo. Son las aflicciones de Cristo en él, para la edificación de la iglesia, porque en algunos opera la muerte, pero en otros la vida, «llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2ª Cor. 4:10).

«Las aflicciones de Cristo… en mi carne». ¡Qué gran expresión! Es el trabajo de la cruz, el arreglo de las circunstancias y el trabajo de la Palabra.

No es el azar; es la providencia de Dios, ordenando circunstancias didácticas. Él nos dio a nuestras esposas, a nuestros hijos, a nuestros hermanos, nos dio todo un ambiente para trabajar en nuestras vidas. Pero esto no será algo automático, sino que depende de nuestra respuesta. Si nos doblegamos, entonces él obrará en nosotros; pero si nos resistimos, nada nos aprovechará.

Lo mismo ocurre con relación a la palabra de Dios. La acción de la palabra de Dios en nosotros no es automática. Ella necesita ser acogida. Necesitamos obedecerla, necesitamos decir Sí a aquello que el Señor nos ha revelado, recibir con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar nuestras almas (Stgo. 1:21). Eso es llevar en nosotros la muerte de Jesús.

Visión de sí mismo

Hermanos, aun en el servicio a Dios, hay mucha carne en acción – carne que alaba, carne que sirve, carne que predica. Filipenses 3:3 dice: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne». ¡Qué importante es esto! Para poder adorar a Dios en espíritu y gloriarnos en Cristo, necesitamos conocer la carne.

¿Y quiénes somos nosotros? En los cinco primeros capítulos del libro de Isaías, el profeta tenía un «¡Ay!» para todo el pueblo. Era la visión sobre Judá y Jerusalén. «¡Ay de ti!». Pero, en el capítulo 6, aquello cambia. «En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor» (Is. 6:1). Ahora no es una visión para Judá ni para Jerusalén, sino una visión de sí mismo.

«Vi yo al Señor… Entonces dije: ¡Ay de mí!». Ya no es «¡Ay de ti!», sino «¡Ay de mí!». La traducción en español dice: «¡Ay de mí, que soy muerto!». Pero la expresión original es más fuerte: «¡Ay de mí, que soy un hombre digno de muerte!». Isaías, un profeta de Dios, ahora vio quién era él – un hombre digno de muerte.

Esto no es algo superficial. Es fácil decir: «Señor, yo soy el mayor pecador, soy un miserable», pero la realidad espiritual es muy diferente, porque, cuando hemos visto al Señor, las marcas de la visión de Cristo son evidentes en nuestra vida. Pablo dice: «Nadie me cause molestias, porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús» (Gál. 6:17). ¿Qué marcas eran éstas? El camino de la cruz. «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20).

¿Cuántos de nosotros queremos morir? Es voluntario. Podemos decir: «No, yo no soporto esto, yo no quiero morir»; pero, si nos ofrecemos al Señor, las circunstancias y la Palabra harán su obra, y el resultado serán colaboradores de Dios que presentarán a todo hombre perfecto en Cristo.

Dolores de parto

Las aflicciones de Cristo, citadas en Colosenses, son llamadas de otra forma en Gálatas 4:19, y son exactamente la misma cosa. «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros».

¡Qué hermosa figura usa Pablo! Siendo un hombre, ¿qué sabía él de los dolores de parto? Él se ve como una mujer en trance de parto. Aquello es tan doloroso; pero, cuando el niño nace, la madre se olvida del dolor, por causa de aquella alegría.

Eso es lo que Pablo quería decir con los dolores de parto. «Hijitos míos –mis bebés– por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que –un proceso– Cristo sea formado en vosotros». ¿Cuál es el camino para que Cristo sea plenamente formado en nosotros? Experimentar las aflicciones de Cristo, la cruz, en nosotros, real, profunda, verdaderamente actuando.

«(Cristo) a quien anunciamos, amonestando a todo hombre…». Pablo tenía tal claridad de este propósito de Dios de formar a Cristo en nosotros, que él usa la expresión «amonestando (advirtiendo) a todo hombre». Esa palabra, en la lengua original, significa tomar a alguien del cuello, sacudiéndolo, para que vea el error de su conducta.

Eso es amonestar; es más fuerte que exhortar. Pablo dice que él hacía esto todos los días. Ese es el lado negativo. Entonces, él lo equipara con el lado positivo: «…enseñando a todo hombre…». ¡Qué maravilloso! Amonestar y enseñar, como nosotros hacemos con nuestros hijos. Pablo hacía eso con «todo hombre», para presentar a todo hombre perfecto, maduro, capaz de asumir responsabilidades por otros. ¿Por qué? Porque ha experimentado el camino de la cruz.

Versículo 29: «…para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí». Necesitamos sondear esto profundamente. No hay ninguna otra meta en la obra de Dios que no sea ésta. «amonestando y enseñando… para presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre». Es para esto que Pablo se fatiga, esforzándose.

¡Cuánta necesidad hay en la obra de Dios! Todos nosotros somos colaboradores, «luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí». Aquí hay un equilibrio divino. Mi esfuerzo, y el poder de Dios. Pablo no se cruzaba de brazos diciendo: «Estoy esperando en Dios».

A veces, necesitamos esperar en Dios; pero, cuando él nos da su luz, nos esforzaremos en aquello que él nos ha mostrado. Su potencia tiene que obrar poderosamente en nosotros. Tal es el equilibrio entre el esfuerzo y la gracia soberana de Dios, que viene a habilitar nuestro esfuerzo.

Que el Señor nos ayude a ver esto con claridad. Necesitamos interesarnos unos por otros, cuidarnos unos a otros, amarnos y exhortarnos unos a otros, «estimularnos al amor y a las buenas obras». El sentido de la palabra «estimular» alude a aquel aguijón que se usa para pinchar al ganado. Tenemos que tomar el aguijón de la verdad, en amor, para incentivar a nuestros hermanos a avanzar.

¡Gracias al Señor! Así es glorificada la Cabeza.

Mensaje impartido en Iquique, Chile, en noviembre de 2012.