Rick Rood

Durante estos primeros meses de acostumbrarme a estar solo, sin mi amada Polly, he tenido oportunidad de reflexionar bastante, no sólo sobre nuestros treinta y dos años de matrimonio, sino especialmente sobre estos últimos veinte de acompañarla en su experiencia con la enfermedad de Huntington (EH). Mi propósito no es sólo compartir algo de mi corazón, sino también brindar un vistazo de algunas de las formas en que el Señor estuvo obrando a través de esta experiencia.

Polly y yo nos conocimos en nuestros años de estudiantes universitarios. Me cautivó su calidez y buen humor, así como su actitud servicial. Ella solía pasar sus veranos trabajando en campamentos cristianos. Se había especializado en educación primaria y era también una muy buena pianista.

Cuando nos casamos, el 11 de septiembre de 1971, ni se nos cruzó por la mente que, trece años más tarde, nuestras vidas se verían impactadas como lo fueron cuando se le diagnosticó EH. En ese tiempo no había ningún análisis clínico de esta enfermedad ni había forma de diagnosticarla, hasta que empezaron a revelarse los síntomas. Pero, en el transcurso de un año, se confirmó que ella tenía EH. A partir de allí, ningún aspecto de nuestra vida quedaría sin tocar por esta realidad. Supimos que su salud iría declinando gradualmente, y que sólo un pequeño porcentaje de pacientes con EH sobrevive más de veinte años.

Podría detallar cada paso de la experiencia de Polly, pero ese no es mi propósito. Sólo diré que sus limitaciones afectaron cada aspecto de su persona, y que avanzaron lenta y gradualmente a lo largo de diecinueve años, hasta que fue llevada a su casa en el cielo el 6 de agosto de 2003.

Sin embargo, hubo ciertos ‘hitos’ a lo largo del camino que compartiré con usted. El más notable de estos fue cuando se hizo obvio que ella debía ser internada en una clínica, en agosto de 1992. Polly nunca eludió los desafíos con los que se confrontó por esta enfermedad. Siguió haciendo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades. Pero tuvo que renunciar paulatinamente a manejar, cocinar, vestirse y alimentarse por su cuenta, etc.

El año antes de ingresar a la clínica, pude trabajar casi por completo desde casa para el ministerio donde entonces servía. No era seguro dejarla sola, ya que perdía el equilibrio fácilmente. Y necesitaba que alguien la alimentara y que la ayudara con sus quehaceres. Pero un día se sentó en nuestro living y me dijo: «Rick, creo que es hora de que me vaya a una clínica». Polly necesitaba que alguien estuviera con ella a todas horas, de día y de noche. Pero también teníamos dos hijos que debíamos seguir criando (Jeff y Jill, de 12 y 15 años en ese tiempo), y un ministerio de tiempo completo que atender.

El día que la ayudé a mudarse a su habitación en la clínica, me quedé con ella a la hora del almuerzo. Nunca había pasado mucho tiempo en clínicas antes. Y, al mirar alrededor, percibí que estábamos entrando a un mundo muy diferente. Pero, con mis visitas nocturnas y el compartir con el personal y otros residentes, la clínica pronto se convirtió en mi hogar también. El mundo de ella se convirtió en mi mundo.

El punto culminante de mi día durante los próximos once años era ir a acompañarla a la noche y cuando podía ir a darle su almuerzo. Al principio, Polly usaba un andador, e íbamos al comedor, nos sentábamos solos en una mesa, y hablábamos de nuestro día. Ella siempre me pedía una bebida o un té helado, y que los levantara a su boca para poder tomarlos con una pajilla. Le encantaba que le leyera, especialmente la Biblia. Creo que leímos la mayor parte de la Biblia juntos, y algunos libros varias veces.

Pronto tuvo que usar una silla de ruedas, y yo solía llevarla en la silla a un banco bajo la sombra de los árboles. Nos sentábamos, mirábamos los pájaros y orábamos juntos. Había muchas actividades de entretención que brindaba el personal de la clínica. En realidad, cuando ella ingresó allí, su vida mejoró de muchas formas. Con toda la ayuda del personal de la clínica, el tiempo que pasamos juntos ahora podía dedicarse a otras cosas que mejoraban la calidad de vida de Polly.

Durante varios años, siempre llevaba a Polly a casa los fines de semana, y programaba una salida especial, a un juego de béisbol, un concierto, una película, un paseo por el lago, etc. La anticipación de estos eventos le ofrecía un elemento de esperanza y gozo durante las largas semanas en la clínica.

Un día, Polly me miró y dijo en su lenguaje confuso de entonces: «Rick, tú ayudas a que mi vida valga la pena». Decir esto parece egoísta, y tal vez lo sea, ¡pero esa declaración permaneció en mi corazón durante muchos años! En otra ocasión, recuerdo que le pregunté cómo ella seguía adelante a pesar de las dificultades que eran a veces abrumadoras. Simplemente me dijo: «Tengo al Señor. Y tengo a mi familia».

Unos seis años atrás, se le hizo muy difícil seguir comiendo, así que los médicos le insertaron un tubo de alimentación en su estómago. Durante un tiempo seguí trayéndola a casa los fines de semana. Sin embargo, con la alimentación por el tubo cada cuatro horas, ninguno de nosotros conseguía dormir mucho, y el domingo en la noche ambos estábamos exhaustos. A pesar de ello, íbamos aún a la iglesia los domingos por la mañana. Estas salidas me daban mucha alegría. Y era tan satisfactorio verla sonriendo, aun cuando ya apenas podía hablar.

La condición física de Polly estaba declinando bastante rápido ahora. Recuerdo un día, creo que cuatro años atrás, cuando me di cuenta de que ese sábado en particular sería probablemente la última vez que podría sacarla. Así fue. Desde entonces, Polly rara vez salió de su cama, excepto cuando la llevábamos a la sala de ducha. De ahí en adelante, se volvió una cuestión ya no de llevarla a los lugares que disfrutaba sino de traerle alegría en su habitación.

Si bien continuamos muchas de nuestras rutinas diarias, la adoración al Señor se convirtió cada vez más en nuestra actividad más significativa. Polly ya no podía hablar, y yo no soy ningún gran músico, pero me daba cuenta de que la música de adoración le daba un gran consuelo. De hecho, en los últimos años fue la adoración lo que dio más consolación y gozo a mi propio corazón como cuidador de Polly, hasta el último día de su vida. Justo antes de su partida, yo estaba preparándome para tocar una canción. Nunca llegué a hacerlo. ¡Pero estoy seguro que ella fue recibida en el cielo con música muchísimo mejor!

Poco tiempo después de que Polly fuera diagnosticada con EH en 1984, estaba leyendo los Salmos, y llegué a este pasaje: «Echa sobre el Señor tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo» (Sal. 55:22). En el margen leí que la palabra «carga» podía ser traducida como «lo que te ha dado». Allí, él me hizo ver que la carga que habíamos recibido era, de alguna forma que aún no podíamos entender, un regalo del Señor; no algo que él había causado, sino algo que él podía tocar y transformar. Pasarían muchos años antes que pudiera siquiera comenzar a ver cómo esto podría ser cierto de alguna forma.

Al avanzar en mi lectura de los Salmos, también llegué a la afirmación: «Bendito el Señor, cada día nos colma de beneficios el Dios de nuestra salvación» (Sal. 68:19). Sabía que, si íbamos a terminar esta carrera, sería haciendo lo que estas palabras nos instaban a hacer… y hacerlo un día a la vez. Había mantenido durante un tiempo un diario donde registraba evidencias de la mano de Dios en nuestra vida. Y a lo largo de los próximos veinte años, volví a ese hábito muchas veces. Hoy, este diario es una de mis posesiones más preciosas, porque está lleno del registro de la fidelidad de Dios para con nosotros, aun cuando a veces mi propia fe personal era no más que ‘semilla de mostaza’, ¡si es que llegaba a tanto!

Cuando vuelvo a leer el diario, encuentro evidencia de la actividad del Señor en nuestras vidas de dos formas principales. Primero, en las muchas cosas que él hizo por nosotros. Estoy seguro que hubo innumerables formas en que él estuvo trabajando en este sentido, de las cuales muchas veces no tuvimos ninguna conciencia. En primer lugar, se volvió evidente, con el paso de los años, que Dios nos había estado preparando para este largo capítulo de nuestras vidas, y además de prepararnos, también era claro que él estaba guiándonos y proveyendo para nuestras necesidades.

La guía y la provisión de Dios fueron evidentes. Pienso en las familias especiales que vivían cerca de nosotros y que nos ayudaron a pastorear a nuestros queridos hijos durante los años en que crecían y estábamos siendo exigidos más allá de nuestras capacidades. También estaba muy consciente de que necesitábamos el apoyo en oración de muchas otras personas. Y no le puedo decir el aliento que fue para ambos saber que tantos amigos en todo el país estaban orando por nosotros diariamente.

La guía y la provisión del Señor también fueron notorios en puntos a lo largo del camino donde tuvimos que tomar decisiones importantes. Parecía como si Dios pusiera a personas que se cruzaban en nuestra vida y que tenían justo la perspectiva y el aliento que necesitábamos en ese momento específico.

Uno de los compañeros más constantes estos últimos veinte años fue la tentación de descorazonarme. Hay un enemigo que quiere derrotarnos y destruirnos. Y una de las formas en que el Señor nos alentó fue a través de las muchas pequeñas evidencias de su presencia en nuestra vida. Si usted pudiera leer varias páginas de mi diario, llegaría a la conclusión de que había registrado varias ‘coincidencias’ interesantes en nuestra vida. Pero cuando uno une tantos hechos de este tipo a lo largo de no solo años sino décadas, ya no son ‘coincidencia’ sino ‘providencia’. Este tipo de sucesos formaron un patrón a lo largo de muchos años, ¡hasta el último día mismo de la vida de Polly! Con el tiempo aprendí a verlos como «señaladores» de la presencia y el cuidado de Dios aún en nuestras horas más difíciles.

Pero, tan importante como lo que el Señor estaba haciendo por nosotros, o aun más, fue lo que vimos, con el tiempo, como su obra en nosotros. Al menos supe que Él estaba buscando hacer esto en mí. Recuerdo bien un día, tal vez cinco años después de ser diagnosticada Polly, en que me di cuenta de lo que Dios estaba haciendo en mi vida en este sentido, y de cuánto necesitaba crecer. Sólo puedo hablar por mí, pero sé que cuando Polly se enfermó, Dios me pudo en un proceso de moldeado. Parte de este proceso involucraba que él fuera quitando con un tallado suave y paciente aquello que necesitaba disminuir en mi vida. La otra parte era infundir gradualmente en mi corazón las cualidades que él quería que adquiriese.

La primera de estas era una fe más sólida en el Señor. No es que antes no hubiera fe en nuestro corazón; pero esta tarea requería una fe en un nivel distinto del que yo sé que tenía personalmente. No estoy hablando necesariamente de la fe en el poder sanador de Dios (si bien sé que es real). El tipo de fe que sentí que Dios apuntaba a hacer crecer en nosotros era una confianza en su bondad, y la bondad de sus propósitos, aun cuando desconociéramos cuáles eran realmente, aun cuando la vida se volviera más difícil cada año. Este tipo de fe viene sólo de Dios.

A lo largo de los años, el Señor usó la lectura de la Biblia, los momentos de oración, las oraciones de otros, para alimentar nuestra fe en él. No es que no experimentáramos tiempos de duda y desazón. Los hubo. Sin embargo, aprendí que la experiencia de dolor y pena no es inconsistente con la fe en el Señor. La carta de Pablo a los Filipenses está llena de exhortaciones al gozo y a la paz, y contiene una maravillosa afirmación de nuestra esperanza de que estar con Cristo es «muchísimo mejor». Pero, en mitad de ella, Pablo hace la confesión sincera de que si su amigo Epafrodito hubiese muerto a causa de su reciente enfermedad, él habría experimentado «tristeza sobre tristeza» (2:27). ¡La palabra de Dios es tan realista y equilibrada! Ese hecho me ayudó a soportar las estaciones más tormentosas (como ocurre ahora).

La segunda cualidad en la que sentí que Dios estaba trabajando, es en realidad un subproducto de la primera, la esperanza. Una expectación no sólo de ‘buenos tiempos por venir’, sino que, así como la bondad de Dios ha sido revelada en el pasado, también será revelada en el futuro, aun cuando venga a través de un encuentro con la enfermedad y el dolor. Que, lo que el enemigo podría desear que fuera para el mal (y que es malo), Dios puede usar y usará finalmente para el bien. Aun frente a la muerte (ese invasor extranjero en el orden creado por Dios), ¡hay una maravillosa esperanza de vida eterna en el cielo, y en la resurrección venidera!

La tercera cualidad en la que Dios estaba trabajando es la más importante. El amor. Yo amaba a Polly antes. Pero Dios usó esta enfermedad para transformar mi amor por ella. Aprendí cuánto necesitaba crecer en un amor auténticamente desinteresado. No era que no necesitaba tiempo para cuidar de mí. Recordé que aun el ‘buen samaritano’ delegó parte del cuidado en otros para poder él ocuparse de sus otras obligaciones (Lucas 10:35). Pero hay una diferencia entre ocuparnos de nuestras necesidades y sólo atender nuestras necesidades.

El Señor me estaba mostrando cuántas formas hay de deletrear «amor». Vestir, bañar, alimentar, llevar, sonreír, reír, llorar, leer, cantar, simplemente sentarse en silencio… Aprendí que en una sociedad que asigna gran valor a la apariencia y la capacidad, es muy fácil para las personas cuya enfermedad les quita esas cosas sentirse no sólo disminuidas sino también devaluadas. Aprendí que el regalo más significativo que podía dar a Polly era comunicarle con mis propias palabras y por mis acciones que ella era el ser humano más valioso de mi vida. Y lo era.

No debo dejar de mencionar aquí que no sólo sentí que el Señor estaba transformando mi amor por Polly, sino que también estaba profundizando mi amor por Él. Hubo momentos en que me sentí confundido y molesto por lo que él permitía que ocurriera en nuestra vida. Pero, al pasar los años, y al experimentar cada vez más su amor sobre nuestras vidas (aun durante tiempos muy difíciles), mi amor y agradecimiento hacia él crecía cada vez más.

Sinceramente, la mayor bendición de mi vida ha sido cuidar de Polly. Extraño este cuidado profundamente. Y si bien nunca querría que ella pasara de nuevo por lo que sufrió estos veinte años, si tuviera que hacerlo, yo sería el primero en la fila para acompañarla de nuevo.

Varios años atrás, estaba leyendo el Evangelio de Juan. Cuando llegué al final del libro, me vi atraído a la declaración que hizo Jesús a Pedro, donde le dio a entender «con qué muerte había de glorificar a Dios» (21:19). Siempre había pensado en «vivir para la gloria de Dios», pero nunca había pensado en «morir para la gloria de Dios». Sabía entonces que los años que le quedaban a Polly eran pocos, y comencé a orar para que, cuando llegara el momento, su partida le diera a gloria a Él de alguna forma. Fue una oración dura de hacer; pero creo que Dios la ha contestado en parte, al magnificar a través de Polly todo lo él que ha hecho por nosotros, y todo lo que está haciendo en nosotros. Y lo continuará haciendo hasta que lo veamos en gloria.

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