Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor».
– Oseas 11:4.
Para quienes hemos recibido la salvación de Dios por medio de su Hijo, el amor de Cristo, que nos constriñe como hermanos, es como un lazo dulce y a la vez nostálgico. Cuando vivimos una experiencia de comunión con nuestros hermanos, nos llena de gozo el sentirnos uno en el Espíritu; sin embargo, al mismo tiempo, cuando nos despedimos hasta una próxima ocasión, nos duele la separación, aunque ésta sea tan breve como la flor de un día – si la consideramos desde la eternidad que nos espera.
Esta ausencia física entre unos y otros, y por sobre todo, esta ausencia de nuestro común Amado, nos hace que anhelemos más y más el día glorioso de su arribo. ¡Oh, no te tardes, tú, más dulcísimo que la miel! A menudo pensamos: Si nosotros –criaturas imperfectas aún en nuestra condición terrenal– le anhelamos tan fervientemente, ¡cuánto más él, que es perfecto en su amor por nosotros, no querrá ya atraernos pronto a sí mismo! Si dependiera de nuestros pobres sentidos, no tendríamos asidero para esta esperanza; pero el querer –y su promesa– provienen de él mismo, y esto sí nos alienta, a pesar de ser todavía transeúntes en esta dilatada noche.
Cuando pensamos en nuestros hermanos diseminados sobre la faz de este planeta, nos regocija ver cómo el Espíritu Santo les va revelando –como a todos los que le buscamos de limpio corazón– los tesoros de la multiforme sabiduría de Dios, en Cristo. Un sentimiento de ternura nos inunda al saber que hoy hay tantos que conocen, declaran y viven el señorío de Cristo, que por la gracia de Dios compartimos con ellos esa misma realidad, y que somos bienaventurados, «porque esto no te lo reveló carne ni sangre».
El amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es la clave, es el vínculo perfecto. Como hombres naturales, podríamos tener puntos de desencuentro, opiniones dispares, y jamás llegaríamos a vivir una comunión plena unos con otros. Por esta razón, nos emociona el ver cómo, en esta diversidad, Dios ha derramado de su Espíritu, y nos va haciendo converger en el único Ser en el cual los hombres pueden reconciliarse unos con otros: Jesús, el Hijo de Dios.
Hoy habita Cristo por la fe en nuestros corazones. Lo creemos firmemente, y a causa de esta bendita fe –don de Dios– no temeremos si algún hermano expresa ocasionalmente un sentir diferente, según su alma; porque sabemos que Aquel que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Con esta convicción, y firmemente arraigados en el amor de Cristo, podremos sobrellevar las flaquezas de unos y otros, sabiendo que somos solo trozos de piedra tosca que, en manos del supremo Artífice, serán trocados en piedras preciosas, para reflejar Su perfecta gloria.
Que el Señor nos conceda ver a cada uno de nuestros hermanos, no con los semi-velados ojos de nuestra alma, sino con la mirada Suya, que está impregnada de su amor eterno. ¡Lo necesitamos tanto!
359