Cuando los hombres vienen a Su casa, pueden tocar al Dios de los cielos, y cooperar con su voluntad en la tierra.
Lectura: Marcos 11:15-19.
El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Sin embargo, cuando él entró en el templo de Jerusalén (en este pasaje de Marcos capítulo 11) tuvo una conducta inusual en su persona, pues reaccionó de manera violenta, volcando las mesas de los cambistas y expulsándolos del templo.
El enojo del Señor
¿Por qué el Señor se enojó de esa manera? Conforme a la profecía, en el día de su muerte, él «no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Is. 53:7). Él fue manso y humilde hasta el final; pero acá no. Aquí hay algo que le causó un profundo enojo. Y es necesario e importante que entendamos la causa de su ira.
Los estudiosos dicen que el Señor entró en el templo dos veces en su ministerio: al principio de su ministerio, en Juan capítulo 2, cuando él entró allí y expulsó a los cambistas; y al final, cuando volvió a Jerusalén, otra vez se encontró con el mismo escenario, y volvió a hacer exactamente lo mismo.
¿Quiénes eran estas personas con quienes él se enfureció tanto? Claramente, ellos estaban ahí haciendo negocios, eran cambistas. Constantemente, acudía a Jerusalén gente de todas partes del mundo conocido, judíos que vivían esparcidos debido a la diáspora.
De hecho, todo judío que se preciara de tal, iba por lo menos una vez en su vida a Jerusalén a ofrecer sacrificios al templo. Ellos traían dinero de sus lugares de origen; y lo cambiaban en el mismo templo para poder comprar los animales necesarios para el sacrificio.
Así que, de alguna manera, los cambistas estaban prestando un servicio. Pero el Señor, airado, «volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas». O sea, tanto vendedores como cambistas recibieron el enojo del Señor.
«Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones» (Mar. 11:17). El Señor explica la causa de su ira. Ellos habían alterado el propósito de la casa de Dios, convirtiéndola en algo muy distinto a lo que ella debía ser; un lugar donde cada uno buscaba su propio interés.
El sueño de Jacob
El propósito del templo de Dios es ser «casa de oración para todas las naciones». De esa manera, el Señor definió lo que es la esencia de la casa. Él pudo haber dicho que aquel era el lugar del sacerdocio o de los sacrificios; sin embargo, lo llamó «casa de oración».
Para entender el sentido que el Señor le dio a esta frase, necesitamos ir a la primera mención de la casa de Dios en la Escritura, en la historia del sueño de Jacob: «Y llegó a un cierto lugar, y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar. Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella…» (Gén. 28:11-13).
Aquel era un sueño extraño, difícil de entender. Cuando la Escritura dice que ángeles de Dios subían y descendían por aquella escalera, nos quiere decir que el cielo estaba actuando sobre la tierra. Y Dios estaba en lo alto de la escalera, es decir, el cielo estaba abierto sobre la tierra.
«Y despertó Jacob de su sueño, y dijo: Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía» (v. 16). Este es el lugar donde el cielo se une con la tierra, donde la presencia y el reino de Dios tocan la tierra. «Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo» (v. 17).
Esta es la primera mención de la casa de Dios en la Escritura. La casa de Dios es la puerta del cielo, el lugar donde el cielo está abierto sobre la tierra, donde el cielo toca la tierra, donde la voluntad del cielo actúa sobre la tierra. Esa es la definición esencial de la casa de Dios.
Luego, cuando Dios ordena a Moisés levantar el tabernáculo, y después, cuando manda a Salomón construir el templo, ambos están apoyados en este principio original – el lugar donde Dios se hace presente en la tierra.
La piedra y la casa
«Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella» (v. 18). La escalera se apoyaba sobre la piedra donde él había dormido. Esa piedra era el punto donde el cielo tocaba la tierra. Jacob entendió que esa piedra era fundamental, pues marcaba el lugar de la casa de Dios, y derramó aceite sobre ella.
«Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios» (v. 22). Donde está esta piedra, está la casa de Dios. ¿Por qué la piedra y por qué el aceite sobre la piedra? ¿Qué señal representa esa piedra? Veamos:
«Acercándoos a él, piedra viva…» (1ª Ped. 2:4). Cristo es la piedra viva. Esto afirma Pedro, aquel que recibió la mayor revelación del Nuevo Testamento, que es fundamento de todo lo demás: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mat. 16:16).
Cristo es el Ungido, una expresión que viene del Antiguo Testamento, aplicada primero al rey Saúl y luego a David. Ellos fueron ungidos reyes con el aceite de la unción, figura del Espíritu Santo.
«Tú eres el Cristo», quiere decir «Tú eres el Ungido de Dios». Es la unción lo que establece al Señor Jesús como el Cristo de Dios. La palabra Ungido, en hebreo, es Mesías, y en griego, Cristo. Y esto es lo que Jacob señala – la piedra ungida, la piedra fundamental. «…y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».
«… desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa». Esta es la piedra que Dios estableció. Entonces, «vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual» (1ª Ped. 2:5). La iglesia es la casa de Dios; ya no más una casa física, sino una casa espiritual, de la cual el tabernáculo y el templo eran solo figuras. La verdadera casa es ésta, que tiene a Cristo, la piedra viva, como fundamento.
Entonces, al ungir la piedra, Jacob estaba señalando el lugar de la casa. Esta piedra es la señal, y las otras piedras tienen que venir y ser edificadas sobre ella, para constituir la casa de Dios.
También el Señor Jesús interpretó el sueño de Jacob: «De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre» (Juan 1:51). Citando este sueño, el Señor nos dice que el lugar donde los ángeles suben y descienden no es una escalera, sino él mismo. ¡Qué maravilloso! Él es la piedra que señala el lugar de la casa de Dios, y también es la escalera que une el cielo y la tierra. Es en él que el cielo y la tierra se unen. Él es «el tabernáculo de Dios con los hombres» (Ap. 21:3).
Cooperando con Dios
En el pasaje de Marcos 11, cuando el Señor habla de la esencia de esa casa, nos dice: «Mi casa será llamada casa de oración». Llegamos, entonces, al misterio de la oración en la Escritura. La oración es la forma en que el cielo toca la tierra; es a través de la oración que el cielo puede descender y actuar sobre la tierra. La oración es lo que abre el cielo sobre la tierra.
Este misterio es tan importante en la Escritura, que está contenido en muchos lugares de ella. El hombre fue creado para cooperar con Dios y ser la expresión de Dios sobre la tierra. Es a través del hombre que el cielo debería actuar sobre la tierra. Pero, ¿cómo ocurre eso? Principalmente por medio de la oración.
Ezequiel 22:30 dice: «Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé». Este pasaje habla del juicio y la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, en el año 500 antes de Cristo. Pero el Señor está diciendo que, antes de destruir la ciudad, él buscó a alguien que intercediera a favor de ella y no lo halló.
Dios, soberanamente, se ha restringido a sí mismo, para que su voluntad sea ejecutada en unión con los hombres. Él requiere de la cooperación del hombre para ejecutar su voluntad en la tierra. En sentido estricto, Dios no necesita de los hombres; él podría hacerlo todo solo, pues, dado que es soberano, nadie puede impedírselo. Sin embargo, él se limitó a sí mismo, determinando actuar en la tierra a través del hombre. Por eso, él siempre busca hombres que colaboren con él en la realización de su voluntad.
La forma más alta de cooperación con Dios es la oración. Más que el servicio, más que el ministerio, más que cualquier cosa que podamos hacer para Dios. A través de la oración, la voluntad de Dios desciende a la tierra.
Dios siempre está atento
«Mi casa será llamada casa de oración», pues el propósito de ella es cooperar con la voluntad de Dios en la tierra.
Veamos un pasaje en 2 Crónicas capítulo 6 que nos aclarará el sentido básico de la casa de Dios, el día en que Salomón efectuó la dedicación del templo. Allí se ejecutaban un sinfín de tareas, pero, ¿cuál es el significado fundamental que Salomón le dio al templo? Revisemos lo que dice él en su oración:
«Mas ¿es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que he edificado?» (6:18). Salomón tenía muy claro que esa casa material no podía ser la habitación definitiva de Dios, sino solo una figura.
«Mas tú mirarás a la oración de tu siervo, y a su ruego, oh Jehová Dios mío, para oír el clamor y la oración con que tu siervo ora delante de ti» (v. 19). Y, ¿qué pide Salomón como función fundamental de la casa de Dios? «Que tus ojos estén abiertos sobre esta casa de día y de noche, sobre el lugar del cual dijiste: Mi nombre estará allí; que oigas la oración con que tu siervo ora en este lugar» (v. 20).
«Asimismo que oigas el ruego de tu siervo, y de tu pueblo Israel, cuando en este lugar hicieren oración, que tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada; que oigas y perdones» (v. 21). En otras palabras, si hay alguna razón de ser de esta casa, es que Dios esté siempre atento a la oración que se hace en ella. Durante toda su oración, Salomón seguirá afirmando lo mismo, de muchas maneras, porque la casa es un lugar donde los ojos y los oídos de Dios están atentos, pues su corazón está allí.
«Si alguno pecare contra su prójimo, y se le exigiere juramento, y viniere a jurar ante tu altar en esta casa, tú oirás desde los cielos, y actuarás, y juzgarás … Si tu pueblo Israel fuere derrotado delante del enemigo por haber prevaricado contra ti, y se convirtiere, y confesare tu nombre, y rogare delante de ti en esta casa, tú oirás desde los cielos, y perdonarás el pecado de tu pueblo Israel, y les harás volver … Si los cielos se cerraren y no hubiere lluvias, por haber pecado contra ti, si oraren a ti hacia este lugar, y confesaren tu nombre, y se convirtieren de sus pecados, cuando los afligieres, tú los oirás en los cielos, y perdonarás…» (v. 22-27).
El cielo escucha a la tierra
Salomón está diciendo que este es el lugar donde el cielo escucha a la tierra. Díganme, ¿hay otro lugar como éste sobre la tierra, donde los hombres puedan encontrarse con Dios, seguros de que él está allí, y que los oye, y los atiende? ¿Cuántas personas se acercaron a Cristo y fueron defraudadas por él? Ninguna. Todos los que llegaron a él tocaron el cielo sobre la tierra. Miles de personas traían sus enfermos al Señor, y la Escritura declara algo sorprendente al respecto: «Y sanó a todos» (Mat. 8:16).
Aquí vemos exactamente lo mismo. Todas las situaciones humanas –aflicción, pecado, derrota, fracaso, lo que sea–, pueden ser traídas a esta casa, dice Salomón. Y si ellos oraren, el Señor oirá, sanará, perdonará, rescatará. ¡Cuán importante es esto!
Esta oración abarca todos los aspectos de la vida humana, y en todos los casos, siempre se concluye con la misma expresión: «Tú oirás desde los cielos».
Salomón, tipo de Cristo
«Ahora, pues, oh Dios mío, te ruego que estén abiertos tus ojos y atentos tus oídos a la oración en este lugar. Oh Jehová Dios, levántate ahora para habitar en tu reposo, tú y el arca de tu poder; oh Jehová Dios, sean vestidos de salvación tus sacerdotes, y tus santos se regocijen en tu bondad. Jehová Dios, no rechaces a tu ungido; acuérdate de tus misericordias para con David tu siervo» (2 Crón. 6:40-42).
Salomón actúa aquí como un tipo de Cristo. Esta es la oración con la cual Cristo dedica su casa al Padre. Esta es la oración del Ungido, como Sumo Sacerdote de Dios, pidiendo para que el corazón de Dios esté siempre con nosotros; para que los oídos del Padre siempre estén abiertos a la oración en esta casa. ¿Rechazará el Padre la oración de su Ungido? Jamás. Él es ministro del santuario, de aquel verdadero tabernáculo que levantó Dios y no el hombre y éste tabernáculo somos nosotros.
«Cuando Salomón acabó de orar, descendió fuego de los cielos, y consumió el holocausto y las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la casa» (2 Crón. 7:1). La presencia de Dios descendió a la tierra en ese lugar.
«Y apareció Jehová a Salomón de noche, y le dijo: Yo he oído tu oración, y he elegido para mí este lugar por casa de sacrificio. Si yo cerrare los cielos para que no haya lluvia, y si mandare a la langosta que consuma la tierra, o si enviare pestilencia a mi pueblo; si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra» (2 Crón. 7:12-14).
Toda la bondad y la compasión del cielo, todo el amor, toda la gracia, todo el poder y la autoridad de Dios tocan la tierra, allí donde está la casa de Dios. «Ahora estarán abiertos mis ojos y atentos mis oídos a la oración en este lugar» (v. 15). Dios necesita oír la oración de su pueblo, «…porque ahora he elegido y santificado esta casa, para que esté en ella mi nombre para siempre; y mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre».
Cuando el Señor dijo: «Mi casa será llamada casa de oración», no declaró simplemente una frase. Él estaba definiendo lo mismo que definió aquí Salomón. La casa de oración es el lugar donde el cielo se une con la tierra, y, cuando los hombres vienen a esta casa, pueden tocar al Dios de los cielos.
En días de Samuel
Veamos un ejemplo más sobre cuán importante es la oración, y de cómo debería ser la oración en la casa de Dios. Sin duda, todos tenemos la experiencia de que, a veces, Dios no responde nuestras oraciones. ¿Por qué ocurre así? Veremos un principio fundamental en 1 Samuel capítulo 1.
A mi juicio, los primeros capítulos de este libro son algunos de los pasajes más importantes de la Escritura, porque en ellos hay una especie de punto de inflexión en la historia de los tratos de Dios con el hombre. Es uno de esos momentos trascendentales, donde la situación cambia radicalmente, cuando todo iba hacia la ruina y parecía que todos los planes de Dios para Israel fracasarían.
Durante cuatrocientos años, los jueces gobernaron sobre Israel. Y durante todo ese tiempo, Israel fue de mal en peor, hasta caer al fondo de la degradación moral y espiritual. Parecía que la nación estaba corrompida hasta los cimientos, y la señal más clara de su decadencia era la degradación de la casa de Dios y su sacerdocio. Todo se había corrompido, al igual que lo que encontró el Señor Jesús cuando entró en el templo de Jerusalén.
La historia comienza con un hombre llamado Elcana, quien tenía dos mujeres, Ana y Penina. Ana era estéril, y la otra mujer tenía hijos. «Y todos los años aquel varón subía de su ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová» (1 Sam. 1:3). Estos ejercían el sacerdocio de manera real, pues, aunque Elí era el sumo sacerdote, estaba ya muy anciano.
«Los hijos de Elí eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová» (1 Sam. 2:12). ¡Qué tragedia! Y si ellos no tenían conocimiento, ¿quién lo tendría? Es por ello que la casa de Dios había perdido su propósito y función.
«Y era costumbre de los sacerdotes con el pueblo, que cuando alguno ofrecía sacrificio, venía el criado del sacerdote mientras se cocía la carne, trayendo en su mano un garfio de tres dientes, y lo metía en el perol, en la olla, en el caldero o en la marmita; y todo lo que sacaba el garfio, el sacerdote lo tomaba para sí. De esta manera hacían con todo israelita que venía a Silo» (v. 13-14).
La Ley establecía que los sacerdotes podían comer de las ofrendas, pero que antes debía ofrecerse el sacrificio a Dios. Primero debía ser satisfecha la necesidad divina y luego la necesidad humana. Pero ellos había invertido el orden. Allí había una alteración radical. Cuando los intereses humanos se sobreponen a los intereses divinos, entonces la casa pierde su propósito y se corrompe.
Ana era una mujer muy infeliz, por ser estéril, aunque su marido la amaba. Para toda mujer israelita, el no tener hijos era una tragedia. Cada año, Ana pedía a Dios un hijo. Pero la casa había perdido su razón de ser, y los ojos de Dios no estaban sobre ella. Sin embargo, Dios quería restaurar su casa.
Un punto de inflexión
Aquí tenemos un punto de inflexión. Esta historia nos muestra cuánta diferencia puede hacer el que Dios escuche la oración de un hombre o una mujer sobre la tierra. Muchas cosas se desencadenan cuando el cielo oye a la tierra; cuando la voluntad de Dios actúa en el mundo en respuesta a la oración de sus hijos. Aquí nos topamos con una tragedia espiritual y moral que afecta a toda la nación de Israel. Parece que el plan de Dios para su pueblo está a punto de fracasar; pero hay una mujer que sube todos los años al santuario a orar por un hijo.
«Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos» (1 Sam. 1:6). Me pregunto cuántas veces Satanás se burla de nosotros, diciéndonos: «Dios no te escucha». «Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así; por lo cual Ana lloraba, y no comía … Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente» (v. 7, 9-10).
Sin embargo, en esta última ocasión, ocurrió algo completamente distinto. A lo largo de todos esos años, la situación de Ana representaba, de alguna manera, la situación misma de Israel. Ana era estéril, y la nación entera era estéril a los ojos de Dios. Pero, ahora, por medio del dolor de Ana, la voluntad de Dios empezó a entrar en su corazón.
Al principio, ella pedía para sí misma. Pero, a lo largo de ese tiempo de aflicción, cuando ella subía a esa Casa, podía ver la condición de ella y se daba cuenta de lo que hacían los hijos de Elí. Y el dolor por toda la ruina moral y espiritual de la nación, empezó a entrar en el corazón de Ana. Ella empezó a sentir el dolor de Dios. No solo su necesidad personal, sino la necesidad de Dios.
Dios amaba a ese pueblo y quería que fuese la expresión de su voluntad. Gracias a su propia situación, Ana pudo sentir el dolor de Dios, hasta el punto en que, en su última oración, ya no pidió para sí, sino para el Señor. «E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza» (v. 12).
El cielo oye a la tierra
Cuando todos buscaban lo suyo, una mujer hizo algo totalmente diferente. Ana renunció al hijo que tanto anhelaba y lo dio al Señor. Y Dios la escuchó. ¡Qué bendición, cuando el cielo oye a la tierra! A través de esa mujer sencilla, la historia de Israel cambió, porque Ana oró por la voluntad del Dios, poniendo las necesidades de Dios antes que las suyas y atreviéndose a pedir para que el corazón de Dios fuese satisfecho.
Ni aun el sumo sacerdote pudo comprender a Ana. Ella oraba con tal devoción que ni siquiera hablaba en voz alta y solo movía sus labios. Elí la tuvo por ebria, pero ella le dijo: «No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová» (v. 15). «Elí respondió y dijo: Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho» (v. 17).
Ana era una mujer de fe, y aunque Elí era un sacerdote débil e ineficaz, ella creyó que esas palabras eran la respuesta del Señor y se fue en paz. Entonces, Dios le dio un hijo en respuesta a su oración, al cual llamó Samuel. Pero ella, tal como lo había prometido, renunció a su hijo y se lo dio al Señor: «Después que lo hubo destetado, lo llevó consigo, con tres becerros, un efa de harina, y una vasija de vino, y lo trajo a la casa de Jehová en Silo; y el niño era pequeño» (v. 24). ¿Se separaría usted de un niño pequeño? ¿Entregaría a un hijo pequeño, el hijo de la aflicción de su corazón?
«Y matando el becerro, trajeron el niño a Elí. Y ella dijo: ¡Oh, señor mío! Vive tu alma, señor mío, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová» (v. 25-28). Y miren qué hermosa frase final: «Y adoró allí a Jehová» (v. 29). Porque la adoración es la forma más alta de oración.
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mat. 6:33). He aquí el gran secreto, que Ana aprendió a través de este acto de sacrificio y renuncia. «Y le hacía su madre una túnica pequeña y se la traía cada año, cuando subía con su marido para ofrecer el sacrificio acostumbrado. Y Elí bendijo a Elcana y a su mujer, diciendo: Jehová te dé hijos de esta mujer en lugar del que pidió a Jehová. Y se volvieron a su casa. Y visitó Jehová a Ana, y ella concibió, y dio a luz tres hijos y dos hijas. Y el joven Samuel crecía delante de Jehová» (Sam. 2:19-21). Ana le dio un hijo al Señor y recibió cinco a cambio. Cuando las necesidades de Dios sean satisfechas, entonces él satisfará las nuestras en abundancia.
Interpretando el corazón de Dios
¿Por qué, en ocasiones, el Señor parece no escuchar nuestras oraciones? Porque buscamos nuestra voluntad y no la suya. Dios busca hombres que oren aquí por el cumplimiento de Su voluntad. Ana no era una persona especial, sino una mujer sencilla, que, en un momento crucial de la historia, interpretó el corazón de Dios como ningún otro pudo hacerlo. Y Dios oyó su oración y con su repuesta cambió el curso de la historia.
«Y Samuel creció, y Jehová estaba con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras. Y todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová. Y Jehová volvió a aparecer en Silo; porque Jehová se manifestó a Samuel en Silo por la palabra de Jehová» (1 Sam. 3:19-21). El Señor volvió a aparecer en su casa. Samuel fue el hombre que Dios usó para restaurar la casa y el cielo volvió a actuar sobre la tierra.
Sería largo mencionar todas las veces en que la Escritura registra cómo el cielo actuó sobre la tierra en respuesta a la oración. No importa quién ore, sea el rey Salomón o sea una mujer sencilla como Ana, los ojos del Señor recorren la tierra buscando a aquellos que privilegian las necesidades de Dios, para responder sus oraciones. Si aprendemos esto, es seguro que él satisfará también todas nuestras necesidades.
Que el Señor nos ayude, para que podamos ser verdaderamente casa de oración. Cuando tú ores, no pienses en primer lugar en tus necesidades. Piensa que Dios necesita nuestras oraciones; que el cielo necesita las oraciones de la tierra. El hermano Nee decía: «Se han acumulado muchas cosas de Dios en los cielos, que no han podido descender a la tierra, porque el pueblo de Dios no ora para que ello ocurra».
Oremos como Ana, con fe, creyendo que Dios nos oirá. Hagamos oraciones grandes, porque Aquel que oye y responde es grande, aunque nosotros somos tan pequeños. El Señor oirá desde los cielos y actuará sobre la tierra.
Síntesis de un mensaje compartido en Peñaflor (Chile), en noviembre de 2014.