No basta conocer a Cristo como la verdad; necesitamos conocerlo como la vida – la vida divina.
…y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».
– Juan 8:32.
Libres del engaño
El antónimo de verdad es mentira. Lo primero que diremos es que la verdad nos hace libres del engaño. Nos hace libres del engaño de la mentira y de las medias verdades. A veces, la mentira no se presenta en forma abierta, porque sería muy evidente y provocaría rechazo, sino que se disfraza, se disimula, mostrándose como verdad a medias.
La verdad nos libra también del engaño de las verdades subjetivas. «Esto es verdad para mí, aunque para ti no lo sea», como si cada uno tuviese su propia verdad. Así mismo, la verdad nos libra de las verdades particulares y del relativismo moderno.
En mi época de juventud, había una secta seudo cristiana llamada «los niños de Dios». Ellos predicaban una media verdad, diciendo: «Dios ama al pecador». Y a partir de esa premisa, decían: «Solo tenemos que ser pecadores, para que Dios nos ame». Eso postulaban en su práctica; no tenían ninguna regla que les regulara, y cada uno hacía lo que bien le parecía.
Libres de la presunción
En otro aspecto, la verdad nos libra también de la presunción de creer que podemos guardar la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo por nosotros mismos. Necesitamos con urgencia tener clara la enseñanza del Señor respecto a estas cosas. Pero es necesario saber que el mero conocimiento de sus enseñanzas no nos capacita de forma automática para vivirlas.
El saber no me da la seguridad de no caer en pecado. Por lo tanto, así como podemos ser engañados por la mentira, también podemos ser engañados por la presunción de creer que el hombre, en sus propias fuerzas, puede guardar las enseñanzas de Cristo.
«Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:7-8). Todo lo que procede de la mentalidad de la carne, está contra Dios; el hombre natural es esclavo del pecado. Los deseos de la carne no se sujetan a la ley de Dios, porque no pueden. «…y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios». Aunque quisieran, no podrían agradar a Dios.
Así que, tenemos que ser librados de la mentira en estos dos aspectos. No es solo cuestión de enseñar moralidad o de enseñar valores; aunque esto es necesario, no sería suficiente. La palabra de Dios debe ser enseñada; pero eso, por sí mismo, no garantiza que haremos aquello que sabemos.
«Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:31-32). ¿Cuál es la verdad, según el versículo 31? «Mi palabra». Es lo que él enseñó. Así que, la verdad que nos hace libres, primeramente, es la verdad bíblica o verdad escritural.
La verdad es la palabra de Jesús; pero, también, es Cristo mismo. La verdad es lo que él dijo, y lo que él es. Hay dos ámbitos de esta verdad que nos hace libres. Jesús no solo mostró la verdad en su discurso, sino también con su propia vida. Él fue consecuente con todo lo que enseñó. No solo necesitamos conocer su doctrina, sino que lo necesitamos a él mismo, porque sin él no podemos ser verdaderamente libres.
«Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Aquí, Cristo mismo es la verdad. Si escudriñamos las Escrituras, nos sacarán del engaño de la mentira. Y Cristo mismo, como la verdad, nos hará realmente libres, porque solo en él y con él se puede vivir la verdad.
Cristo nos libra con su enseñanza
Vamos al tercer punto. Entonces, dado que Cristo es la verdad, ¿cómo nos libra él? En primer lugar, con su enseñanza, que es verdad objetiva, absoluta y eterna. Veamos un ejemplo.
«Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios» (Gál. 5:19-21).
La lista podría extenderse más aún. Aquí se mencionan 17 cosas que son obras de la carne, o sea, son lo que manifiesta la naturaleza pecaminosa que está en aquellos que son esclavos del pecado.
A la luz de esto ¿podremos decir que el adulterio no es pecado? ¿A quién creeremos, a la sociedad, o a la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo? O te afirmas sobre la mentira, o te paras sobre la verdad.
Necesitamos tomar una decisión, de tal manera que, si yo caigo en alguna de estas cosas, no puedo justificarme diciendo: «Bueno, pero esto es lo que hacen todos, esto es lo que la sociedad dice hoy en día que está en discusión». Debo reconocer que lo malo es malo, que el pecado es pecado. No puedo cambiar la verdad por la mentira.
Aquello que para Dios es pecado, para nosotros también debe serlo. Por supuesto, hay perdón para los pecados; pero, para que lo haya, debe haber convicción de pecado. No podemos recibir el perdón del Señor y ser limpios del pecado, si llamamos bueno a lo malo.
Si alguien tiene la verdad en el universo, no puede ser otro que Dios, el Creador de todas las cosas. Si no le crees a Dios ¿a quién le creerás? Si no es Dios quien merece tu confianza, tu fe y tu credibilidad ¿a quién le vas a creer? ¿A los filósofos, a los sociólogos, a los psicólogos? No puede haber alguien que brinde mayor confianza que el Creador de los cielos y de la tierra.
Cristo nos libra con su vida
Volvamos al punto. Jesucristo nos libra con su enseñanza. Y, en segundo término, él nos libra impartiéndonos su vida divina, que es la única vida que puede guardar su enseñanza.
Jesús vivió, de manera natural, las enseñanzas sobrenaturales del cielo. En los días de su carne, él vivió la vida humana por medio de la vida divina que había en él. Y nosotros no tenemos otra posibilidad, si queremos guardar sus enseñanzas, que vivir por medio de la vida divina.
Nuestro problema no es tanto el discernir lo que es bueno y lo que es malo, sino que, aun cuando sabemos la verdad, no hemos podido vivirla; porque la carne no se sujeta a la ley de Dios, ni puede (Rom. 8:7). Si intentamos vivir la vida cristiana en nuestras propias fuerzas, estamos destinados al más rotundo fracaso. Pablo pasó por eso. Romanos 7 está escrito por esta razón.
Las verdades escriturales son connaturales a la vida divina. Si vamos a vivir por la vida divina que está en nosotros, entonces descubriremos que las verdades bíblicas son afines con ella. Pero, si intentamos vivir las enseñanzas de Cristo en la carne, recuerden que la mentalidad de la carne es enemiga de Dios.
«Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu» (Rom. 8:5). Pablo no dice: «Los que son de la carne, esfuércense en pensar en las cosas del Espíritu». Eso no tiene ningún sentido. Los que son de la carne, de manera espontánea, piensan en las cosas de la carne. De la misma manera, los que son del Espíritu, de manera natural, piensan en las cosas del Espíritu. Lo que tenemos que definir es: ¿Somos de la carne o somos del Espíritu? Dime lo que eres, y yo te diré en qué pensarás.
Nuestro mayor problema es la falta de vida; no porque no la tengamos, pues tenemos a Cristo, sino porque no hemos aprendido a vivir por medio de esa vida. No basta saber la verdad; necesitamos la vida de Cristo para vivir la verdad.
La vida divina en nosotros
«Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1a Juan 5:11-12). No basta conocer a Cristo como la verdad; necesitamos conocerlo como la vida – la vida divina.
«¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado» (Rom. 7:24-25).
Pablo relata aquí su propia experiencia. Un «cuerpo de muerte», un cuerpo muerto, no puede hacer nada. Ante las demandas de Dios, somos incapaces de guardar, por nosotros mismos, la doctrina de Cristo. Pablo, habiendo renacido, queriendo agradar a Dios, descubrió que no podía.
«¿Quién me librará?». Cristo, como la verdad, nos liberta. Pero ahora Pablo necesita conocer a Cristo como la vida, para ser completamente libre.
¿Quién me librará de este cuerpo que no puede hacer la voluntad de Dios? La respuesta está en el versículo 25: «Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro». Cristo es la vida que necesitamos para poder andar en los caminos del Señor.
- Cristo es la vida cuando él mora en nosotros
No solo es Cristo, sino Cristo viviendo en nosotros. «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas 2:20). Este es un texto fundamental. Para que Cristo viva en mí, hay una cosa previa: «Ya no vivo yo».
¿Cómo encontró Pablo la liberación de este cuerpo mortal? Él dijo: «…y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». O sea, lo vivo en la fe de que él es quien vive en mí. Que el Señor viva su vida en nosotros.
- Es Cristo en nosotros, pero Cristo en nosotros por el Espíritu Santo
Gracias a la persona del Espíritu Santo, Cristo mora en nosotros. Ese es el nexo. Así que, cómo no estar agradecidos del Espíritu de Dios, si es gracias a él que Cristo mora en nosotros.
Juan 14:23 dice: «Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él». Es decir: «Yo y mi Padre vendremos a él, y haremos morada con él». En el contexto, Jesús estaba hablando de la venida del Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo vino a morar en nosotros, en él, también, el Hijo vino a morar en la iglesia, y en el Hijo, vino a morar el Padre.
¿A quién da gracias Pablo en Romanos 7:25? ¿Dónde halló la liberación para su cuerpo de muerte? En Cristo. Pero ahora, en el versículo 8:2, dice: «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». Para vencer una ley, se necesita otra ley; en este caso, una ley superior a la ley del pecado y de la muerte – la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús.
Si yo lanzo una piedra, inmediatamente la ley de gravedad la hace caer. Pero, a diferencia de la piedra, los pajarillos pueden volar, y parece que para ellos no rige la ley de gravedad. ¿Por qué? Porque a ellos los está rigiendo otra ley, como a nosotros, la ley de la vida, y esa ley es superior a la ley de gravedad.
«Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom. 8:13-14). Necesariamente, tenemos que considerar al Espíritu Santo.
Cristo mora en nosotros por la fe; pero ello ocurre «por medio del Espíritu Santo». Yo tengo que vivir en la fe del Hijo de Dios, creyendo que él es quien vive en mí; pero no solo por la fe, sino también mediante el Espíritu.
Y, ¿cuál es la relación entre la fe y el Espíritu? La fe crea el ambiente necesario para que el Espíritu Santo, la ley del Espíritu de vida, actúe en nosotros. Tenemos al Espíritu Santo morando en nosotros y, por medio de él, tenemos morando en nosotros al Padre y al Hijo.
- Siempre llenos del Espíritu
Pero necesitamos agregar algo más: es Cristo en nosotros, por el Espíritu… siempre y cuando vivamos llenos del Espíritu Santo.
Podríamos decir: Sin Cristo, es imposible vivir la vida cristiana. Y estaría correcto. O decir: Sin el Espíritu Santo, es imposible vivir la vida cristiana. Y también estaría correcto. Y también sería correcto decir: Sin Cristo, y sin el Espíritu Santo, es imposible vivir la vida cristiana.
Pero, más aún: Sin la llenura del Espíritu Santo es imposible vivir la vida cristiana. Para vivir llenos de Cristo, debemos necesariamente vivir llenos del Espíritu. No podemos pretender llenarnos de Cristo, sin entender que, para ello, debemos llenarnos del Espíritu.
Aquí hay algo muy fino, pero muy importante. El propósito de Dios es que todo se llene de Cristo. Sin embargo, no se puede estar lleno de Cristo sin estar lleno del Espíritu.
La Escritura dice que el Espíritu Santo en nosotros es un sello, que es las arras de nuestra herencia, que es la unción, que es un don, que es las primicias, que es un bautismo. Y dice que es una llenura.
¿Cuál es la figura de la llenura? Es como tomar un jarro con agua, y llenar un vaso. O sea, si tú eres el vaso, debes ser llenado por completo. Hay muchas otras figuras que describen el variado significado espiritual de la morada del Espíritu Santo en nosotros. Ahora, lo interesante de esta figura es que ella es la única de todas que tiene mandamiento.
Un mandamiento y un camino práctico
«No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu» (Ef. 5:18). La expresión «sed llenos» está en imperativo. Es un mandato dirigido a los hijos de Dios. Los creyentes de la iglesia en Éfeso tenían el Espíritu. El sentido de la frase, entonces, es que ellos debían continuar siendo llenos, que no debían dejar de vivir llenos del Espíritu.
Para hacerlo práctico, sigamos leyendo: «…hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 19-20).
Pareciera que aquí se describe la experiencia de una persona que está llena del Espíritu Santo. Se muestran las evidencias de la llenura con el Espíritu. Así, su vida será un canto y una alabanza al Señor; será una persona que dará gracias al Padre por todo. Estos serían, por decir así, los frutos de vida que tiene una persona llena del Espíritu.
Sin embargo, también podríamos interpretar los versículos 19 y 20 de otra forma, sin negar que la anterior sea verdadera. Estos textos podrían describir el cómo ser llenos del Espíritu. Si Pablo ha dicho: «Sed llenos del Espíritu», pudiera ser que nos esté diciendo cómo se alcanza esa llenura.
Entonces, aquí hay cuatro verbos que enuncian todo lo que debemos hacer si queremos ser llenos del Espíritu.
El primero es hablando; el segundo, cantando; el tercero, alabando, y el cuarto, dando gracias. Este es un camino práctico. Si, para vivir llenos de Cristo, necesitamos vivir llenos del Espíritu, sería bueno tomar como una práctica de vida estas cuatro acciones.
Primero: «hablando». Nosotros sabemos hablar. Pero, para ser llenos del Espíritu no es cosa de saber hablar, sino de qué vamos a hablar. ¿Cómo ha de ser nuestro hablar? ¿Qué quiere decir: «hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales»? Creo que lo que Pablo está diciendo es que tu hablar sea conforme al contenido de aquello que cantas.
Si queremos ser llenos del Espíritu Santo, tendremos que cuidar nuestras palabras. No cualquier hablar facilita la llenura del Espíritu, sino el hablar de acuerdo a los salmos, himnos y cánticos espirituales.
En segundo lugar, cantando. Todos nosotros cantamos, pero aquí no se trata de cualquier canto. Dice: «cantando al Señor en vuestros corazones». Cuando cantamos al Señor con sentimiento, con afecto, amándolo con el corazón, ese cántico nos llenará del Espíritu.
Luego, «alabando al Señor». Alabar es poner en alto a una persona, hablar bien de ella. En la iglesia, lo hacemos. Pero debemos practicar esto afuera, si queremos vivir llenos del Espíritu. Tendremos que cuidar nuestro hablar, cuidar lo que cantamos y alabar al Señor.
En el caos del mundo, se ha desplomado la imagen de los políticos, de los empresarios y de los religiosos. ¿No es un precioso momento para levantar el nombre de Cristo? Solo hay uno digno de ser creído, en el cual se puede confiar. Es tiempo oportuno para que los hijos de Dios alcemos la voz y hablemos bien del único del cual se puede hablar bien – nuestro Señor Jesucristo.
Y, cuarto, dice: «Dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo». Noten el aspecto trinitario. Hay que llenarse del Espíritu, hay que cantar al Señor (refiriéndose al Señor Jesucristo), y dar gracias al Padre.
«Dando siempre gracias por todo». ¿Damos gracias por todo, o solo por lo bueno? Tenemos un Padre bueno, que nos guarda y nos cuida; y, si algo permite él que nos ocurra, será para nuestro bien, porque «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Rom. 8:28).
Entonces, si tú crees que estás bajo la providencia del Padre, bajo su soberanía y su amor, confíate plenamente a él, en las cosas buenas y en las malas, y dale gracias por todo.
Aquí hay un camino práctico para ser llenos del Espíritu. Cuidando nuestro hablar, cuidando lo que cantamos, cuidando a quién alabamos, y siendo agradecidos.
El fruto del Espíritu
Para terminar, es Cristo en nosotros, por el Espíritu Santo, del cual debemos vivir llenos. Y agregamos este último aspecto, cuyo fruto principal, cuando se vive lleno del Espíritu, es que él enciende nuestra vida de amor por Cristo. Porque el Espíritu ha venido a glorificar a Cristo, a dar testimonio de él, a hacer que Cristo y su vida sean reales en nosotros.
«Para mí el vivir es Cristo» (Flp. 1:21). Esta es una declaración llena de realidad. Pablo era un apasionado, un enamorado de Cristo. Y lo amaba, gracias a que él estaba lleno del Espíritu Santo. El Espíritu Santo producirá ese fruto, porque «el fruto del Espíritu es amor» (Gál. 5:22). Es amor por todos, pero, primeramente, por el Señor Jesucristo.
¿Es posible vivir enamorados de Cristo? Sí. Si esta es nuestra experiencia, entonces la vida del Señor prevalecerá.
Esto no garantizará que, eventualmente, caigamos en pecados; pero sí asegurará que nada será mayor y más fuerte que el amor de Cristo. Si vivimos apasionados por él, no podremos zafarnos jamás de su verdad y su amor. La vida divina es Cristo en nosotros, por el Espíritu Santo, del cual debemos vivir llenos y cuyo fruto principal es el amor a Cristo.
«La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable» (Ef. 6:24). ¡Qué precioso! Este amor, que nunca deja de ser, solo puede ser fruto de la obra del Espíritu en nosotros. Amén.