La maravillosa exterioridad de la vida de Jesús no era otra cosa que el resultado de algo interior.
El Espíritu Santo inspiró ni más ni menos que cuatro «biografías» de nuestro Señor Jesucristo: El evangelio según Mateo, según Marcos, según Lucas y según Juan. El hecho de que haya cuatro evangelios indica, por una parte, que se necesitó más de un evangelio para poder registrar en toda su dimensión la revelación del Señor Jesucristo. En efecto, cada uno de ellos tiene una parte del todo, de tal manera que juntos nos permiten apreciar el cuadro completo. Por otra parte, el hecho de que haya cuatro evangelios muestra también la suprema importancia que le otorga Dios a la experiencia de conocer a Jesucristo.
Ahora bien, los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas reciben el nombre de evangelios sinópticos porque es tal la cantidad de material en común que contienen que puede ordenarse su contenido en tres columnas paralelas; así, con una sola mirada podemos ver el cuadro general de los tres evangelios. El evangelio de Juan, en cambio, tiene muy poco material en común con los sinópticos. Por ejemplo, de los 29 milagros narrados por los sinópticos, el evangelio de Juan solo contiene dos: la multiplicación de los panes y el milagro de caminar sobre las aguas.
La revelación de Cristo en los evangelios sinópticos
Pero esta distinción de tipo formal o literaria no es la más importante. Desde el punto de vista de la revelación existe también una gran diferencia entre los evangelios sinópticos y el cuarto evangelio. Los tres primeros –Mateo, Marcos y Lucas– tienen un fuerte énfasis en la acción de Jesús: en su ministerio, en sus hechos y obras. Son fundamentalmente la descripción exterior de lo que Jesús manifestaba, lo que era visible de él para los demás. Son como una fotografía de Jesús. ¿Y qué es lo que allí encontramos? Que nuestro bendito Señor Jesucristo fue en los días de su carne un hombre extraordinario, único, admirable. Manifestó en su vida un poder tremendo que le permitía sanar a los enfermos, echar fuera demonios, hacer milagros y resucitar muertos. Actuó con una sabiduría insuperable y mostró un amor sobrenatural. Fue un hombre de oración, un maestro que enseñaba con autoridad y un siervo incansable.
En el evangelio de Marcos, por ejemplo, la acción pasa rápidamente de un episodio a otro. El adverbio griego «euthús» que se traduce por «inmediatamente» o «enseguida», aparece en todo el Nuevo Testamento 54 veces. De éstas, 42 veces se encuentra en Marcos. (¡Debe de haber sido terrible tratar de seguir a Jesús! Se levantaba de madrugada, no paraba en todo el día, dormía poco, iba de un lugar a otro…).
Ahora bien, toda esa maravillosa exterioridad de la vida de Jesús no era otra cosa que el resultado de algo interior. Lo que él era por fuera se explica únicamente por lo que ocurría interiormente en él. Por ello, tratar de imitar a Jesús, sin aquella interioridad, sería un rotundo fracaso. Nuestra tendencia al leer los evangelios es rápidamente tratar de producir los mismos hechos y obras de Jesús, y tendemos a pasar por alto esa realidad interior de Jesús. De esa manera nos desenfocamos y perdemos el camino.
La revelación de Cristo en el evangelio de Juan
Pero ¿en qué consistía esa realidad interior de Jesucristo? ¿Dónde la podemos ver? Aquí entra en acción el evangelio de Juan. El evangelio de Juan, como ningún otro, se ocupa esencialmente del interior de Jesús. La pregunta de fondo que responde Juan, es: ¿Qué hay en la vida íntima de Jesús que explica la clase de hombre que es? Lo de Juan más que una fotografía es una radiografía. Sólo a un hombre como Juan, que vivía tan cercano a Jesús hasta el punto de ser el único que se recostaba sobre su pecho, se le podía revelar tal interioridad.
¿Y qué es lo que encontramos allí? Miremos Juan 5:19-20, 30; 10:30, 37, 38; 11:41-42; 14:8-11; 15:9 (1), etc. Lo que hay en el interior de Jesús es la comunión íntima, profunda y permanente con su Padre. Lo que Juan nos muestra en su evangelio es a Jesús viviendo la vida humana por medio de la vida del Padre que moraba en él. Aunque exteriormente Jesús hacía muchas cosas, interiormente estaba abocado a una sola cosa. Interiormente hay sola una cosa necesaria, como le dijo Jesús a Marta (Lc. 10:41-42). Interiormente Jesús vivía con su corazón vuelto permanentemente hacia el Padre, amándolo, confiando en él, esperando en él, dependiendo de él, oyéndolo, viéndolo y palpándolo. Este era su secreto que explica la clase de hombre que era. En Jesús nada era actuación; todo era desbordamiento. ¿Cuánto de lo que nosotros hacemos es actuación o imitación? ¿Cuánto es desbordamiento? Jesús dijo: «De su interior correrán ríos de agua viva». Los ríos salen, se desbordan.
Pero Jesús nos transfirió su secreto ¡Aleluya! Leamos Juan 6: 57: «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por (por medio de) el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por (por medio de) mí».
En otras palabras, de la misma manera como el Padre había morado en nuestro Señor Jesucristo y éste había vivido por medio de su Padre, así también Jesucristo moraría en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo y nosotros viviríamos por medio de él.
En conclusión, los evangelios sinópticos nos muestran el ministerio que la iglesia debe llevar a cabo en el mundo. Dicho ministerio no es otro que el mismo llevado a cabo por nuestro Señor Jesucristo. El evangelio de Juan, no obstante, nos muestra el fundamento de la iglesia y, por ende, el fundamento del servicio de ella. El fundamento de la iglesia no puede ser otro que Aquel que fue fundamento del hombre Jesús.
Hambre que duele
Hace un par de años tomé la firme decisión de dedicarme a conocer a Jesucristo. Decidí que no correría tras la fama ni la prosperidad ni los dones ni la unción. Lo anhelaría y correría única y exclusivamente tras él, tras su persona. En eso estaba cuando escuché una canción que vino a interpretar tan perfectamente mi decisión. Esa canción es «Prefiero a Cristo», de Jesús Adrián Romero. Desde ese día, aunque exteriormente he estado más ocupado que nunca, interiormente he estado abocado a una sola cosa, a conocer íntimamente al Señor. Tengo que reconocer, no obstante, que el camino ha sido difícil, largo y el progreso lento. Dios no se deja manipular y él ha estado esperando que mueran en mí muchas cosas, que las motivaciones sean purificadas y que aprenda a confiarme plenamente a él.
Estos días participé de un retiro y escuché otra canción que de nuevo vino a interpretar tan perfectamente lo que estoy viviendo. La canción, del mismo autor, se llama «Un destello de su gloria» y en ella dice algo así: «Qué no daría por un destello de tu gloria…» y en el estribillo dice: «Tengo hambre de ti, de tu presencia, de tu fragancia, de tu poder…» y ésta es la parte que más me tocó: «Hambre que duele, que debilita, que desespera…» Y efectivamente, así me he sentido. Lo que pasa es que mientras más activa está externamente una persona, más conciencia va tomando de la inutilidad y de la impotencia de los recursos humanos a la hora de hacer la obra de Dios. Entonces, la necesidad de la presencia de Dios se vuelve algo urgente y el hambre se intensifica, duele y desespera.
1 Note que estas Escrituras no tienen paralelo en los evangelios sinópticos.