En medio del deterioro existente en la cristiandad, el creyente ha de volver al testimonio primigenio de quienes conocieron a Cristo íntimo.
En el corazón de los escrios de Juan late con particular intensidad un llamado a regresar al principio. El apóstol tiene un asunto, un enfoque y un estilo muy característicos, que lo distinguen claramente de los demás escritores del Nuevo Testamento. Su énfasis no está puesto en las cosas exteriores y visibles, sino en aquello que es más esencial, y por lo mismo, inalterable. El nos habla acerca de Cristo, la vida eterna que “estaba con el Padre y se nos manifestó”.
¿Qué significado tiene el mensaje de Juan para la iglesia? Uno muy importante: su ministerio particular se centra en mostrarnos el camino de la restauración. En efecto, Juan sobrevivió casi treinta años a los doce apóstoles y también a Pablo. El vivió lo suficiente para ser testigo de la decadencia de la iglesia plantada por ellos. Ya Pablo y Pedro, poco antes de partir, habían escrito acerca de las oscuras nubes que se cernían amenazantes sobre el futuro de los santos. Mas, a fines del primer siglo, al leer sobre el estado de las iglesias de Asia en el libro de Apocalipsis, encontramos que la tormenta ya había comenzado a desencadenarse (de hecho, entre las iglesias de Asia, sólo dos son aprobadas, mientras que cinco son halladas en falta a los ojos del Señor). De este modo, le tocó a Juan contemplar con sus propios ojos cómo la iglesia abandonaba la sencillez y pureza del fundamento original.
Y este es el significado más importante de su ministerio. En el plan de Dios, Juan debió ser testigo de esa decadencia, pues, formado en el más íntimo conocimiento del Señor, era también el hombre más preparado para mostrar a la iglesia el camino de regreso al principio olvidado.
Tres peligros
Juan nos habla de ello en su primera carta. Dejando a un lado los peligros de carácter externo (como la persecución imperial), él nos alerta contra otros de naturaleza interna y, en este sentido, mucho más destructivos.
El primero de ellos se encuentra en la desviación hacia una vivencia puramente conceptual de la verdad. Quizá el contacto con la filosofía especulativa de los griegos estaba en la raíz de este problema. Muy pronto, la revelación fresca y vivificante de Jesucristo en el corazón de su pueblo, sería reemplazada por una teología meramente conceptual y extremadamente compleja. Un elaborado e intrincado lenguaje de especialistas. Sin embargo, el discípulo que tal vez conoció más íntimamente al Señor, es extremadamente sencillo en sus palabras. Pues para él, Jesucristo no es un árido paradigma teológico, sino una experiencia vital y, en cierto sentido, casi inexpresable. Allí donde tocamos la realidad misma del Señor, las palabras se vuelven necesariamente sencillas. Tan incapaces son de expresar lo que hemos experimentado.
El segundo peligro está en la tendencia hacia la organización y la complejidad. La iglesia primera era en extremo sencilla en cuanto a organización. En realidad, ella no era en absoluto como las instituciones y organizaciones humanas. Ella era un cuerpo, un organismo vivo. Pero, con el paso del tiempo, algunos hombres decidieron que ya era hora de darle un poco de estructura y organización. De esta manera, encontramos a un cierto Diótrefes ostentando el primer lugar en una iglesia, y oponiéndose a Juan. Con el paso de los siglos, esta tendencia se haría cada vez más acentuada y la iglesia acabaría convertida en una enorme y eficiente estructura, organizada a imagen y semejanza del imperio romano. La tragedia de todo estuvo en que Cristo dejó de ser el centro real y viviente de su iglesia. Otras cosas habrían de usurpar su lugar.
El tercer peligro es con mucho el más importante, pues es también la explicación de los dos anteriores. Juan lo llama el espíritu del anticristo. Este espíritu se caracteriza porque niega que Jesucristo vino en carne. Vale decir, niega la encarnación del Hijo de Dios. Esto trae como consecuencia una separación entre la iglesia y Cristo, su cabeza. Esta es la verdadera causa que se esconde tras los primeros dos peligros. Para entender mejor en que sentido este espíritu divide a la iglesia de su Señor y comprender la gravedad de este hecho, es necesario saber cómo ocurrió todo desde el principio. Y aquí está también la senda de la restauración señalada por Juan.
La vida original
Para recuperar la iglesia original, nos dice Juan, hemos de regresar primero a la vida original. Dicha vida estaba en el principio con Dios. Antes de que nada fuese creado, ella se encontraba escondida en el seno del Padre. El apóstol la llama “la vida eterna”, mostrando con ello su carácter más esencial. Es eterna porque es divina. En verdad, se trata de la vida que posee el Dios eterno. Por lo mismo, no cambia, no se debilita, no decae ni muere jamás. Ella es la causa de que exista la eternidad. “Y dicha vida – nos dice Juan – fue manifestada y la hemos visto”. Aquí está la médula de su mensaje. Él nos habla de haber oído, tocado, contemplado y palpado al Verbo de vida. Esta experiencia íntima y profunda con Jesucristo explica el que naciese algo llamado iglesia sobre esta tierra. Nada más lo puede explicar, pues, según Juan, ella tiene su causa precisamente en esta experiencia original.
Mas, ¿de qué experiencia estamos hablando? La respuesta a esta pregunta nos acerca al corazón del mensaje juanino: la experiencia de Jesucristo con los doce.
El Verbo de Vida fue hecho carne y puso su morada entre nosotros. De esto se trata todo. Juan era ya muy anciano cuando escribió su carta, pero seguramente podía recordar vívidamente el momento en que Jesús se cruzó por su camino. Un día cualquiera en su vida común de pescador junto al mar de Galilea, mientras remendaba sus redes, la vida eterna se detuvo por un instante junto a él y le dijo “sígueme”. Eso fue suficiente. A partir de ese día, Juan lo abandonó todo y se embarcó junto a once hombre más en la incierta aventura de seguir y conocer a Jesús. Nada sabían aún del alto llamado que tenían por delante, pues, comprendámoslo bien, eran sólo doce hombres corrientes cuyas vidas habrían permanecido para siempre en el anonimato a no mediar su encuentro con Jesús.
Pero el encuentro se había producido y muy pronto toda la historia del mundo quedaría trastocada por este acontecimiento. Durante los próximos tres años y medio siguientes los doce vivieron para conocer a Cristo en casi toda circunstancia humana posible. Sucesiva y progresivamente, experiencia tras experiencia, aquellos hombres fueron desvestidos y vaciados, molidos y amasados hasta venir a ser “una sola cosa” con él. Y en esa profunda y participativa comunión con Jesucristo llegaron, finalmente, a formar parte de algo que está completamente más allá de la esfera de este mundo. Pues, en verdad vinieron a experimentar la vida tal como se la experimenta desde la eternidad en el íntimo seno de la Trinidad. Contemplando a Cristo vivir por medio de la vida del Padre, ellos aprendieron a vivir por medio de Cristo. Esta fue su lección más importante.
¿Cómo expresar con palabras lo que esos hombres vivieron con Jesucristo? ¿Cómo definir lo más esencial de su experiencia? Juan nos lo resume con una sola palabra: amor. Porque para el discípulo amado, el amor no es un ingrediente más de la experiencia cristiana sino el ingrediente fundamental. La vida que ellos conocieron en Jesús tenía, sobre todo, esa forma esencial: “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Aquellos hombres fueron amados por Jesús, y a través de él, por el Padre. En todas las diversas experiencias vividas junto al Maestro aquel rasgo predominante de su vida divina los fue cautivando, envolviendo y traspasando. Y, por ello, cuando el Señor les entregó su mandamiento más importante, entendieron claramente qué les estaba mandando: “ámense los unos a los otros como yo los he amado”.
Esta experiencia los transformó por completo, hasta convertirlos en los doce hombres que cambiarían al mundo, cuando, tras Pentecostés, aquella vida vino a morar dentro de ellos para siempre.
La Familia de Dios
En el principio de la iglesia se encuentra esta experiencia de los doce con Jesucristo. Esta es la matriz original, el punto de partida. La senda de la restauración nos trae necesariamente de vuelta al principio de todo. Para muchos, el origen de la iglesia se encuentra en el libro de los Hechos y, particularmente, en el ministerio de Pablo. Por tanto, procuran establecer un modelo de acción a partir de sus prácticas y enseñanzas apostólicas. Sin embargo, aunque apreciamos el inmenso valor de Pablo y su ministerio, hemos de reconocer que el origen histórico de la iglesia se encuentra más allá de Pablo, e incluso, del libro de los Hechos: en Jesucristo, tal cual lo conocieron sus doce discípulos. Por ello, en la nueva Jerusalén sus nombres se encuentran escritos en los doce fundamentos de la ciudad. Hay aquí una enseñanza preciosa.
Y Juan nos habla en representación de los doce apóstoles originales: “lo que hemos visto…”. Su voz se expresa intencionalmente con el sujeto plural “nosotros”. Si queremos volver a los caminos de la iglesia de los Hechos y al ministerio de Pablo y sus colaboradores, no podemos partir por lo externo y visible. Debemos pasar más allá, hasta lo que era desde el principio y permanece, por tanto, inalterable: Jesucristo mismo, “la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó”.
Ahora bien, ¿Es posible que hoy, tras dos mil años de historia, podamos recuperar aquella experiencia vital del principio? Y Juan nos responde ¡Sí; es posible! Porque precisamente la cualidad esencial de la vida que Dios nos ha dado en Cristo es la eternidad. Él no estuvo por un breve tiempo entre nosotros y luego se marchó (esta era la implicancia de lo que algunos enseñaban en los días finales de Juan). Pero, la verdad es muy diferente. Aquella vida que, en un principio, habitaba únicamente en el cuerpo físico de Jesús, fue liberada en la cruz y expandida para convertirse en la vida de todos los que creen en él. Este fue, como se ha dicho, el significado más importante de Pentecostés. Y la matriz de esa unión vital con Cristo fueron los doce.
No obstante, el Señor les envió a reproducir con muchos otros su experiencia original, pues mediante su muerte y resurrección, Cristo creó una realidad nueva: la iglesia que es su cuerpo. Ella está formada por todos los hijos de Dios, quienes habiendo creído en Jesucristo, llegan a formar una sola “cosa” con él. Tienen, por tanto, los genes de Dios dentro de sí. Puesto que Dios puso en sus espíritus su misma naturaleza por medio del Espíritu Santo, participan también de su vida, que es imperecedera.
Por esta causa, tienen el poder y la autoridad para vivir hasta el fin de los siglos la misma experiencia transformadora de los doce apóstoles. Esta es su misión y vocación fundamental.
El fruto característico de esa vida es el amor. Si nosotros le “damos una oportunidad” a la vida y la dejamos crecer para que realice su íntimo designio, ella nos llevará a vivir juntos y unidos con todos aquellos que tienen la misma vida. Es como un imán. Se apega a todo lo que tiene su misma naturaleza. Pues, lo que ella busca es amasarnos y entretejernos en Cristo, por medio de lazos profundos e indestructibles de los unos con los otros para formar una sola familia en él. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos a los hermanos”. Si la vida eterna está en nosotros, “naturalmente” buscaremos vivir unidos en amor los unos con los otros. Esta es la única prueba de que realmente poseemos la vida del Hijo de Dios. Ni la multiplicación, ni la unción, ni lo dones, ni el tamaño, ni aún la más profunda revelación de Dios, son una prueba suficiente.
Pues, ante todo, la vocación básica de la iglesia es ser una familia cuyos miembros se aman profundamente entre sí. Porque así ocurre primero en la tierra de la Trinidad.
Necesitamos modificar radicalmente nuestra concepción de la iglesia. Ella no es algo que hacemos, sino algo que somos. No es, por lo mismo, una organización, o estrategia, o empresa u organización compleja y eficiente. Mucho menos el edificio donde los creyentes se reúnen. La iglesia es Cristo expresado corporativamente en la tierra. Allí donde encontramos a la iglesia, tal como ella debe ser, encontramos también a Cristo. El no puede ser separado de su iglesia.
Sin embargo, es aquí donde el espíritu del anticristo (el tercer peligro) ha hecho estragos. Durante siglos ha engañado a los santos para hacerles ignorar su verdadera naturaleza y herencia en Cristo. Ha separado al Cristo viviente de su iglesia, escondiéndolo en complejas teologías y áridas doctrinas; en organizadas y eficientes jerarquías eclesiásticas; en ruidosos culto-espectáculos; en poderosos y cegadores ministerios ungidos; y, en fin, en toda suerte de movimientos, énfasis, modas, enseñanzas y prácticas excéntricas. Como resultado, los creyentes se pasan la vida buscando a un Señor que siempre está fuera de ellos, lejos, en alguna otra parte.
Mas, a pesar de todo, en nuestro días Dios está abriendo los ojos de muchos de sus hijos para que descubran quiénes en verdad son y vuelvan a vivir en la sencillez y pureza original, centrados totalmente en el Señor que es el todo de su iglesia.
Necesitamos volver a los caminos de la iglesia primera. Para ello, nuestro punto de partida debe ser el mismo de Juan y los demás apóstoles: la experiencia de conocer y experimentar a Cristo de una manera conjunta y participativa, hasta que él sea nuestro centro y nuestro todo. Nada puede reemplazar esto, pues todo los demás en la vida de la iglesia brota de esta fuente primigenia. Desde allí ella crece y se desarrolla según el designio de Dios.
¿Hacia dónde? Hacia la plenitud, cuando todo en ella sea Cristo, desde el centro hasta la circunferencia; hasta que cada partícula de su ser haya sido tomada de Cristo, así como cada célula de Eva provino de la carne de Adán.
Podemos imaginar al apóstol Juan como un sobreviviente. A través de las edades, en medio del humo y las ruinas de la cristiandad en el campo de batalla, un hombre, a pesar de todo, permanece en pie. Y en su mano derecha oculta un misterio; una pequeña semilla, al parecer insignificante, pero que encierra en su interior el más grande de los secretos: la vida divina. Si la siembras – nos dice – ella volverá a crecer hasta que un robusto árbol extienda su verde follaje bajo el cielo. Tal como ocurrió en el principio, pues la vida que Dios nos dio allí, en su Hijo, es tan eterna como él mismo. Esta es la vida que Dios sembró en su iglesia. ¡Dejémosla crecer hasta que alcance su íntimo designio!