Los nombres de Cristo.
A diferencia de Jehová y Jesús, el Espíritu Santo no tiene un nombre personal; sin embargo, él es el único responsable de este título especial de Cristo que damos tan a menudo al Hijo de Dios. Tanto la palabra griega ‘Cristo’, como su equivalente hebreo ‘Mesías’, significan que el único así llamado es el Ungido de Dios.
Un hombre ungido era un hombre del Espíritu, un hombre tan dotado con autoridad y respaldo divino, que pudiera cumplir a perfección la voluntad de Dios.
Jesús de Nazaret demostró plenamente su especial unción; pues, desde el momento en que el Espíritu vino sobre él en el Jordán hasta que exhaló su último suspiro en la cruz, fue notorio que «Dios estaba con él» (Hch. 10:38). Al principio de su ministerio público, Jesús proclamó abiertamente esta experiencia de ‘Cristo’ (Lc. 4:18). Es evidente que, aunque él había nacido del Espíritu, algo pasó en su bautismo de agua que no sólo lo singularizó como el amado Hijo de Dios sino también como su enviado y su representante autorizado, su Ungido.
El Espíritu Santo, que procede el Padre, no sólo descendió sobre Jesús, sino que moraba permanentemente en él (Jn. 1:33); Jesús no era sólo uno que había tenido una experiencia como ‘Cristo’, sino que él era el Cristo. Él obraba guiado por el Espíritu, impulsado por el poder del Espíritu y la relación mutua mantenida con el Padre en la comunión del Espíritu, y así se identificó efectivamente como el Cristo.
Cualquiera sea el texto real de Juan 3:34, no cabe duda que el contexto señala al Hijo como el que disfruta sin medida el don del Espíritu del Padre. En su caso, Dios no tiene reserva alguna; toda la llenura infinita del Espíritu está libremente disponible para el Cristo.
Sin embargo, aunque hay sólo un Cristo, hay –gracias a Dios– muchos que están ‘en Cristo’, disfrutando así su parte en la llenura. Cuando Juan el Bautista reconoció a Cristo por el descenso del Espíritu sobre él, pudo anunciar: «…ése es el que bautiza con el Espíritu Santo» (Jn. 1:33). Esto nos enfatiza la importancia del nombre ‘Cristo’ –y por consiguiente la tremenda importancia de ser un ‘cristiano’ (1 P. 4:16)–, pues significa que él no sólo es el Cordero de Dios que quita nuestros pecados, sino ‘el Bautista en el Espíritu’, que nos llena de la vida divina.
Los discípulos aceptaron a Jesús como el Cristo, pero vieron en la cruz un gran tropiezo, y estaban en completa desesperación, hasta que el Señor resucitado les explicó que el Cristo tenía que padecer y morir para que la promesa del Padre fuese válida para nosotros (Lc. 24:26). Ellos aceptaron esto por fe, y luego vivieron la experiencia del día de Pentecostés cuando, en virtud de Su muerte, resurrección y ascensión, él pudo derramar su Espíritu sobre ellos. Esta unción no los hizo ser pequeños ‘cristos’, sino que liberó a través de ellos un poderoso testimonio de que el Señor Jesús es el Cristo de Dios (Hch. 2:36); ‘Cristo’ no era ahora un título formal, sino una palpitante realidad.
Pronto ellos empezaron a unir este título con el nombre personal de Jesús (Hechos 3:6), a menudo asociándolo al título de ‘Señor’ y completando su total descripción como «el Señor Jesucristo» (Hch. 15:26). Mientras todavía retenían la forma ‘el Cristo’, ellos empezaron a referirse a él cada vez más simplemente como ‘Cristo’. De hecho, se tornó en una de sus formas usuales de referirse a la Persona amada que ahora significaba todo para ellos. «Para mí el vivir es Cristo», afirmó Pablo (Flp. 1:21), y él también hizo la notable declaración: «Vive Cristo en mí» (Gál. 2:20), basando todas sus esperanzas futuras en este nuevo secreto de vida: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col. 1:27).
Como parece lógico, todas las promesas de Dios han sido dadas libremente a su Ungido, pero, por un maravilloso acto redentor, Dios ha puesto también todas estas promesas a nuestra disposición, poniéndonos ‘en Cristo’. No es que nosotros tengamos una unción privada y personal; hay una única unción, y ella está sobre Cristo; pero lo que Dios ha hecho es establecernos en Cristo y compartirnos su unción (2 Co. 1:21).
Así, nosotros vivimos la aparente paradoja de estar ‘en Cristo’ y asimismo tener a Cristo ‘en’ nosotros. Estas expresiones no son contradictorias sino complementarias, necesarias ambas para explicar nuestra relación íntima con él. La verdad es que el Espíritu ha producido esta relación vital que hace a los creyentes ser «el cuerpo de Cristo» (1 Co. 12:27). La promesa de Juan acerca de la obra de Cristo como el que bautiza en el Espíritu se ha cumplido, y ha producido esta unión orgánica de la Cabeza y sus miembros, compartiendo todos una unción plena y aparentemente referida al ‘Cristo’ (1 Corintios 12:12-13).
Por consiguiente, cualquier esfuerzo por definir o describir por qué Jesús es llamado Cristo quedará corto ante la realidad divina tan maravillosa que desafía todo análisis. El Señor Jesús ha asumido la designación veterotestamentaria de Mesías y la ha llenado de tal valor, que abraza todos los propósitos eternos y la buena voluntad de Dios para nosotros los hombres (Ef. 1:10). ¡No es de asombrarse que Pablo anhelara con todo su ser «ganar a Cristo» (Flp. 3:8)!
No debemos temer ofender al Espíritu Santo pareciendo prestarle menos atención. Su supremo gozo es la exaltación de Cristo, y cuando nosotros también hacemos de Cristo el todo y nos acercamos a él en obediencia y devoción, el Espíritu responderá acrecentando ricas experiencias de su obra de unción.
Tomado de «Toward The Mark», Nov-Dic. 1972.