Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten».
Col. 3:21.
La adolescencia es una de las etapas más fascinantes de la vida. En ella, los seres humanos despertamos a un mundo nuevo. El mundo cautivante que se nos abre nos invita a explorar nuevas experiencias. En ello, los jóvenes aprenden a discriminar entre lo bueno y lo malo. De un momento a otro dejan de ser niños, para ser considerados casi adultos. Los niños sueñan con ser grandes.
Algunos dicen que la adolescencia se llama así justamente porque se adolece de muchas cosas. La personalidad aún está en construcción, envuelta en un cuerpo que se ha desarrollado exteriormente, pero carente de elementos psíquicos que permitan un adecuado intercambio con el medio. Otros dicen que la adolescencia, etimológicamente, significa padecimiento, es decir, dolor, sufrimiento. Se sufre el dolor de crecer. Es el dolor provocado por la transformación de un estado a otro, de ser niño a ser «hombre o mujer». Por eso, a este período se le llama muchas veces: «Crisis de la adolescencia», pues existen en él muchas fuerzas opuestas en juego.
La verdad, es que siendo la adolescencia un mundo fascinante, muchos jóvenes «la pasan muy mal», ya que los cambios que experimentan, tanto fisiológicos como psicológicos, traen como consecuencia alteraciones incomprensibles aún para ellos mismos. Los desequilibrios emotivos, del ánimo, las fantasías de los pensamientos, la imaginación desbordada y el egocentrismo desmedido en su cuerpo, hacen que la vida emergente de un adolescente no sea del todo grata.
Un punto importante, en medio de toda esta situación, es constatar el hecho de que los adolescentes, además de lidiar con sus propias cuestiones, tienen que relacionarse con sus padres que, a su vez, están viviendo sus propias crisis. Por lo general, la crisis de la adolescencia sorprende a los padres en lo que la psicología llama crisis de la mitad de la vida o crisis de los cuarenta (40 a 50 años).
En la media vida o edad media, al contrario de la adolescencia, los padres sufren por el acto de «decrecer». La línea ascendente del crecimiento comienza a transformarse en la curva de descenso. Ya no hay más cumbre que alcanzar; el hombre y la mujer han llegado a la cúspide de sus energías y todo comienza cuesta abajo. El cambio más evidente es el exterior. El cuerpo, que antes se desarrollaba tan emergentemente, ya no responde con la misma calidad y eficiencia.
En esta edad, se advierten los primeros síntomas de enfermedades y los fármacos comienzan a ser cada vez más frecuentes en la rutina del día. Las mujeres están próximas a los cambios de la menopausia o llegaron a ella. Aparece el temor a las enfermedades, generando actitudes hipocondriacas que se centran en el cuerpo. La tendencia a engordar, las arrugas, las canas y la caída del cabello son parte de una sutil preocupación. El cansancio de las responsabilidades, la desilusión de los proyectos juveniles postergados para mejores tiempos, confabulan para que, tanto hombres como mujeres, asuman desesperadamente conductas o experiencias de riesgo, atrevidas, como cuando se era joven, lo que muchas veces conlleva al cambio en la forma de vestirse, frecuentar nuevas amistades, en respuesta a un inconsciente temor a la vejez, que en muchos casos termina por destruir la fatigada vida matrimonial y también la fe.
En conclusión, los padres también viven sus crisis, y los adolescentes que están en pleno proceso de transformación tienen que soportar sus repercusiones. Ambas tienden a aparecer simultáneamente y se nutren simbióticamente para hacer tanto de adolescentes como de padres, personas amargadas e incomprendidas.
Pero la responsabilidad mayor está en los padres. Son ellos los que han sido puestos por Dios para conducir el proceso de la vida de los más pequeños. Enfrentarse a sus frustraciones y la realidad de la vida es una cuestión que deben saber resolver con Dios.
Una de las equivocaciones más frecuentes de los padres, en este periodo, es proyectarse equivocadamente en los hijos. Los mayores sienten que la vida se les va, y ven en la emergente vida de sus hijos una oportunidad para desarrollar sus aspiraciones. Por fin podrán llevar a cabo sus profundos anhelos y frustraciones. Para ello, cuentan con la experiencia que les ha dado la vida, y arbitrariamente con la juventud de sus hijos, en un intento desesperado, proyectan en sus hijos adolescentes lo que ellos no fueron, aquello que ya no podrán ser. Esto genera un problema que la Biblia advierte cuando dice: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten» (Col. 3:21). «Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor» (Efesios 6:4).
Reflexionando en esto podemos concluir, en parte, que exasperar a un hijo es darle un propósito equivocado que nace de la frustración humana más que del corazón de Dios. La palabra de Dios es clara en enseñarnos que los hijos deben ser criados «en la disciplina y amonestación del Señor» (Ef. 6:4) Es decir, aquella que viene y pertenece al Señor, que trabaja en función del diseño divino en la vida de los hijos.
La epístola a los Hebreos denuncia la disciplina de padres terrenales cuando nos dice: «Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos … Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía…» (12:9-10).
El término «…como a ellos les parecía», implica un diseño nacido del corazón, la injusticia de una mala formación, no conforme al corazón de Dios. Por esto, los padres creyentes, que han nacido de arriba, deben buscar el diseño celestial para sus hijos. En oración buscar la voluntad de Dios. Ver en sus «crisis», la oportunidad de crecer juntamente con sus hijos.
Obvia y felizmente estas crisis no afectan por igual a todas las personas. Su efecto dependerá de la situación de cada individuo. Sin embargo cuando esto ocurra, es bueno saber que Dios es actor en el proceso de la vida, quien vigila y sustenta la «crisis» para el crecimiento.
Que alegría es saber que en medio del torbellino de la vida, Dios da su consejo. «Entonces respondió Jehová a Job desde un torbellino…» (Job. 38:1; 40:6).Cuando todo está revuelto, y nada parece estar en su lugar, Dios siempre sigue firme en su trono, reinando con su palabra. A los que claman al Señor, él nunca los dejará a sus propias expensas; siempre se reservará el derecho de ser quien es: Jesús, Señor y Salvador.
Por otra parte tenemos el ministerio del Espíritu, que cuida de nosotros. Él asume el rol de Elías, de Juan el Bautista: «He aquí yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día del Señor, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres…» (Mal. 4:5-6).
El Señor está cerca. El Espíritu da testimonio, llama a la restauración, prepara el camino al Señor. El arrepentimiento es el primer paso, y nosotros los padres somos los primeros que debemos responder; debemos ganar el corazón de nuestros hijos para el Señor con nuestra conducta. La indiferencia y rebeldía de un hijo muchas veces es producto del desinterés y distanciamiento del corazón de un padre. Arrepentirnos de nuestras malas obras es el comienzo de una vida nueva llena de frutos para Dios. El corazón arrepentido de un padre necesariamente determinará el arrepentimiento del corazón de un hijo. A su tiempo, Él hará volver el corazón del hijo a su padre.
Que Dios nuestro Padre nos conceda su gracia.