Todo escriba docto en el reino de los cielos saca de su tesoro cosas viejas y cosas nuevas.
Cobarde y valiente (Exodo 2:11-20)
En este breve pasaje podemos comprobar lo engañoso que es el corazón del hombre. Moisés demuestra, primeramente, una gran cobardía ante Faraón, por el asesinato cometido, y luego una gran valentía ante los pastores de Madián.
Ante Faraón, Moisés estaba actuando como libertador de Israel, y lo estaba haciendo con sus propias fuerzas, porque no era el tiempo ni el modo de libertar del Señor. En cambio, ante los pastores, Moisés no estaba comprometiendo el propósito de Dios. No estaba involucrándose en la obra de Dios, sino simplemente estaba defendiendo a las hijas de Reuel, en una causa justa. Nadie puede agradar a Dios y hacer Su obra usando sus recursos carnales. Nadie puede iniciar una obra, sino Dios.
¡Qué horrible es este inicio de Moisés (el asesinato de un hombre) y qué distinto de aquel otro de la zarza ardiendo! Porque aquél asesinato fue cometido en la confianza de que sus hermanos comprenderían que «Dios les daría libertad por mano suya, mas ellos no lo habían entendido así»(Hech. 7:25). ¿Podía ser este un inicio divino? ¿Con derramamiento de sangre humana?
Moisés se estaba anticipando cuarenta años. Estaba en la plenitud de sus fuerzas, y en la presunción de sus capacidades. Faltaba aún mucho que aprender para que pudiera llegar a decir: «¿Quién soy yo para que saque de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex. 3:11).
Moisés estaba apto para defender una causa humana, pero no para iniciar una obra divina. Para lo primero se requiere sólo iniciativa y cierto sentido de justicia; para lo segundo, se requiere que Dios tome la iniciativa.
Así pues, para la obra de Dios toda valentía humana es inútil; toda osadía se torna en temor, y el más fiero corazón humano se vuelve como aguas. Sólo el Señor puede iniciar una obra y capacitar debidamente a quienes la realizan.
Luchar legítimamente
«El que lucha como atleta, no es coronado si no lucha legítimamente» (2ª Timoteo 2:5). En toda carrera hay reglas, las cuales, si se transgreden, eliminan al competidor culpable.
En la lucha de la fe hay ciertos principios fundamentales que revelan el carácter de Dios. Nadie se atrevería a pensar, por ejemplo, que un hombre que repudia a su esposa pueda continuar dando la batalla con la aprobación de Dios. O que un hombre engañador pueda seguir luchando con la aprobación de Dios.
No obstante, alguien puede, con la complicidad de otros, intentar luchar y aun cuidar de la casa de Dios en esas condiciones. O intentar prestar un servicio que Dios no aprueba.
Por eso, hemos de ver cuidadosamente si estamos luchando legítimamente o no. La cuestión no es si tenemos éxito en el presente; de hecho, podemos tenerlo. El éxito, según se entiende en términos humanos, no es una demostración fehaciente de que se cuenta con la aprobación de Dios. Las más grandes herejías hoy en día tienen mucho éxito, arrastran multitudes, edifican grandes templos, y son capaces de mostrar estadísticas de crecimiento exorbitante.
Lo que de verdad importa es si se hemos luchado legítimamente, porque hoy en día vemos con cada vez más frecuencia a cristianos que son descalificados. Y es que en esta lucha no se aceptan trampas. No podemos usar estrategias ni recursos prohibidos. No podemos usar de astucia para burlar a Dios. No cabe el «juego sucio» contra el Señor.
Aun la incomodidad de la lucha hemos de sufrirla, porque en ella somos perfeccionados. Tras cada revés, o tras cada dificultad, hallaremos una especial provisión del cielo o una lección fundamental que era imprescindible aprender antes de poder continuar nuestro servicio. No hay otra alternativa para nosotros que luchar legítimamente. ¡Que el Señor nos ayude!