Cosas viejas
Manantiales en el desierto
“Y los hijos de Zibeón fueron Aja y Aná. Este Aná es el que descubrió manantiales en el desierto, cuando apacentaba los asnos de Zibeón su padre” (Génesis 36:24).
Nada más se dice de este singular personaje llamado Aná, excepto que era descendiente de Esaú, y que tuvo un hijo (Disón) y una hija (Aholibama).
Lo importante parece ser el hecho de que haya descubierto manantiales en el desierto (cosa que era como hallar un gran tesoro) mientras apacentaba los asnos de su padre. Lo de los asnos nos recuerda a otro hijo preocupado por servir a su padre con diligencia: Saúl. Ambos, similares en esto, pero diferentes tal vez en todo lo demás.
Aná desempeñaba un oficio despreciable y en un lugar poco atractivo. Aná no debe de haber sido objeto de envidias de nadie. Aná no debe de haber sido ni un buen pretendiente (ni siquiera se menciona su esposa), ni el hijo favorito de su padre (probablemente era el menor). Pero Aná descubrió manantiales en el desierto.
Saúl se afanaba con las asnas antes de ser rey, y David defendía al rebaño lejos de su casa antes de ser ungido el rey más grande de Israel, el rey conforme al corazón de Dios. Este oficio menor –realizado con esmero– les dio a ambos la aprobación de Dios para desempeñar un oficio un poco mayor.
Un día cualquiera, tal vez el día más flojo o el más triste. Quizá el día más rutinario de todos, Aná lanzó una exclamación que rompió el tedio en kilómetros a la redonda: había hallado un manantial.
En medio de la rutina de los días, todos aparentemente iguales uno de otro, habrá algo que rompa la monotonía, y que le dé valor a los innumerables ratos de silencio y de olvido. Porque Dios examina con cuidado la tierra de los hombres para atender al corazón de los mortales, y acordarse de que son polvo, y de que sin Él no son nada. Absolutamente nada.
Cosas nuevas
La sal necia y sin fuerza
“Vosotros sois la sal de la tierra; mas si la sal se vuelve necia, ¿con qué será salada? Para nada tiene fuerza ya, sino (que es) arrojada fuera para ser pisoteada por los hombres” (Mat. 5:13; trad. literal).
Cuando Pablo cita la ley en el pasaje que dice: “No pondrás bozal al buey que trilla”, razona de este modo: “¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros? Pues por nosotros se escribió” (1ª Cor. 9:9-10).
Creo que este pasaje de Mateo es muy semejante a aquél. El Señor utiliza símiles diversos, tomados de la vida diaria, para aclarar hechos espirituales escondidos. Aquí, el Señor utiliza la sal que se usa cada día en todas las mesas del mundo.
Al observar el sentido que las palabras tienen en el original griego, vemos que están referidas, no a la sal, sino a las personas a quienes la sal está representando, es decir a los creyentes. Por eso, aunque no es propio decir de la sal que se vuelve necia, es perfectamente aplicable a los creyentes. Del mismo modo la expresión “para nada tiene fuerza”, aunque puede aplicarse relativamente a la sal, tiene mayor aplicación a los creyentes.
Si unimos ambas expresiones, tan significativas, tenemos que los creyentes, cuando se vuelven necios, para nada tienen fuerza.
La necedad de los creyentes consiste en perder su sabor. Y perder el sabor es asimilarse al mundo, hacerse vanos, perder aquello que los hace diferentes. La sal sirve para salar, pero sobre todo para preservar. Los creyentes necios no pueden detener la corrupción que hay en el mundo. No tienen la fuerza para resistir las oleadas de inmundicia que éste les lanza, entonces ya no sirven como sal, se han desnaturalizado.
La señal más clara de que un creyente se ha vuelto necio es la falta de poder. Es el debilitamiento, no del alma (lo cual sería bueno), sino el debilitamiento del espíritu (lo cual es tremendamente malo).