Un mensaje basado en la vida de Abraham.
Lectura: Génesis capítulos 17,18 y 19.
Quiero, si Dios me ayuda, tomar como base la vida de Abraham, y llevarles, primero, a observar al modelo de la vida consagrada; segundo, la naturaleza de la vida superior; y, en tercer lugar, sus resultados.
El modelo de la vida consagrada
«Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gn. 17:1). Un hombre que va a ser completamente santificado al servicio del Maestro, debe primero comprender todo el poder, la suficiencia y la gloria de Dios. El Dios a quien servimos lo llena todo, tiene todo el poder y todas las riquezas. Si pensamos de él limitadamente, nuestra confianza será poca, y nuestra obediencia, mínima; pero si tenemos una gran concepción de la gloria de Dios, aprenderemos a confiar completamente en él, recibiremos más abundantemente sus misericordias, y seremos impulsados a servirle más consistentemente.
El pecado, con frecuencia, tiene su origen en pensamientos bajos acerca de Dios. Veamos el pecado de Abram; él no podía ver cómo Dios le haría padre de muchas naciones, pues Sarai era anciana y estéril. De ahí su error con Agar. Pero si hubiera recordado lo que Dios le recuerda ahora, que Dios es El Shaddai, el Todopoderoso, habría dicho: «No, yo permaneceré fiel a Sarai, porque Dios puede cumplir sus propósitos sin nuestra ayuda. Él es todosuficiente, y no depende de las fuerzas de la criatura. Esperaré pacientemente y en silencio, para ver el cumplimiento de las promesas del Maestro».
Ahora, tal como fue con Abram, así es con nosotros. Cuando un hombre está en dificultades económicas, si él cree que Dios es todosuficiente para llevarlo a través de ellas, no recurrirá a ninguna de las artimañas comunes en el mundo, ni degenerará en esa astucia que es tan usual entre los hombres de negocios. Si un hombre cree, siendo pobre, que Dios es porción suficiente para él, no estará envidioso del rico o disgustado con su condición. El hombre que siente que Dios es porción todosuficiente para su espíritu, no buscará deleitarse en la vanidad; no irá con la atolondrada multitud tras su alegría vana. «No», dice él, «Dios se me ha revelado como un Dios todosuficiente para mi consuelo y mi gozo. Estoy feliz desde que él es mi Dios. Que otros beban de cisternas rotas si quieren, yo bebo de la fuente desbordante, y estoy absolutamente satisfecho».
Cristiano, con un Dios como éste, ¿por qué habrías de humillarte ante los malos? ¿Por qué exponerte en la búsqueda de placeres terrenales donde las rosas siempre están mezcladas con espinas? ¿Por qué poner tu confianza en el oro y la plata, en tu fuerza natural? ¡El Shaddai está por ti! Tu santificación dependerá mucho de que aceptes con toda tu fe el hecho de que él es tu Dios eternamente, tu porción diaria, tu absoluta consolación. Tú no te atreves, no puedes, no quieres vagar por las sendas del pecado cuando has conocido que este Dios es tu pastor y guía.
Siguiendo este modelo de vida consagrada, subrayemos las próximas palabras: «…anda delante de mí». Éste es el estilo de vida que caracteriza la verdadera santidad; es un caminar ante Dios.
Es notable que, en la anterior visita divina al patriarca, el mensaje del Señor fue: «No temas». Era entonces apenas un niño en las cosas espirituales, y el Señor le dio el consuelo que necesitaba. Ahora ha crecido; es un hombre, y la exhortación es práctica y llena de acción: «anda». El hombre cristiano ha de echar mano al poder y la gracia que ha recibido. La médula de la exhortación reside en las últimas palabras: «anda delante de mí», entendiendo como tal un sentimiento habitual de la presencia de Dios, el hacer lo recto y huir del mal, por respeto a la voluntad de Dios; el considerar a Dios en todos los actos públicos y privados.
Esta es la señal del hombre de Dios verdaderamente santificado: vivir de continuo como ante la presencia de la divina Majestad; actuar como sabiendo que el ojo que nunca duerme está siempre fijo en él. El deseo de su corazón es jamás hacer lo malo, y nunca puede olvidar lo recto, aunque esté en el mundo, pues puede contar con que Dios está en todo lugar.
Las próximas palabras son: «…y sé perfecto». Hermanos, ¿significa esto la perfección absoluta? No contro-vertiré la creencia de algunos, de que podemos ser completamente perfectos en la tierra. Libremente admito que el modelo de la santificación es la perfección. Sería incoherente con el carácter de Dios que él nos diese algo distinto a un mandato perfecto, y una norma perfecta. Dios no pone ante sus siervos ninguna regla de este tipo: «Sé tan bueno como puedas», sino esta: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5:48). ¿Puede jamás alguien lograr esto? Ciertamente, no; pero es el objetivo de todo cristiano. Yo preferiría que mi hijo tuviese un texto original perfecto para copiar, aunque él nunca pudiese escribir de la misma forma, a que él tuviese un texto imperfecto delante suyo, porque entonces él no sería jamás un buen escritor. Nuestro Padre celestial nos ha dado la imagen perfecta de Cristo para que sea nuestro ejemplo, su ley perfecta como nuestra regla, para que apuntemos a esta perfección en el poder del Espíritu Santo, y, como Abram, para postrarnos en vergüenza y confusión de rostro, al reconocer cuán lejos estamos de ella.
La perfección es lo que deseamos, buscamos con denuedo, y finalmente obtendremos. Nosotros no queremos tener una ley condescendiendo con nuestra debilidad. Sin embargo, la palabra ‘perfecto’ lleva normalmente el significado de ‘recto’, o ‘sincero’: «anda delante de mí, y sé sincero».
Ningún doble estándar debe tener el hombre cristiano, ninguna liviandad con Dios o con los hombres; ninguna profesión hipócrita, o principios falsos. Él debe ser transparente como el cristal; ser un hombre en quien no hay astucia, que ha desechado toda forma de engaño, que lo odia, y lo aborrece, y camina ante Dios; que ve todas las cosas con sinceridad absoluta, deseando seriamente en todas ellas, grandes y pequeñas, encomendarse a sí mismo a la conciencia de otros, como a la vista del Altísimo.
Hermanos, aquí está el modelo de la vida consagrada. ¿Anhela usted lograrlo? De seguro, cada alma que es movida por la gracia de Dios lo hará. Pero si su sentimiento sobre eso es como el mío, hará como el patriarca: «Abram se postró sobre su rostro ante el Señor». Pero, oh, cuán lejos de esto hemos llegado. Nosotros no siempre hemos pensado en Dios como todosuficiente; hemos sido incrédulos. Hemos dudado una y otra vez.
No siempre hemos caminado delante del Señor. No siempre sentimos su presencia como observándonos. Hay palabras airadas en la mesa, mal proceder en el trabajo, descuido, mundanalidad, orgullo y cosas que estropean la labor diaria; y cuando regresamos a casa tenemos que reconocer que nos hemos descarriado, como ovejas perdidas, olvidando la presencia del Pastor. No hemos hablado y actuado como sintiendo que él nos mira constantemente. Así es, no hemos sido perfectos.
Pero miren a su modelo, hermanos, estúdienlo en la vida de Cristo, y entonces apunten a él con el celo del apóstol que dijo: «No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:12-14).
La naturaleza de la consagración
La genuina consagración espiritual empieza con la comunión con Dios. Observen el tercer versículo: «Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló con él». Contemplando a Cristo Jesús, su imagen se fotografía en nuestra mente, y somos transformados de gloria en gloria, como por la presencia del Señor. La distancia de la presencia de Dios siempre significa pecado; la santa familiaridad con Dios engendra santidad. Cuanto más tú piensas en Dios, más meditas en sus obras, más lo alabas, más oras a él, más constantemente hablas con él, y él contigo, por el Espíritu Santo, más cercano estás en el camino a la plena consagración a su causa.
El próximo punto en la naturaleza de esta consagración es que es fomentada por la visión ampliada del pacto de la gracia. Sigamos leyendo: «He aquí, mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gente». El Señor dijo esto para ayudar a Abram a caminar ante Dios y ser perfecto; de lo cual concluimos que para crecer en la santificación un hombre debe aumentar en conocimiento, y también en la tenacidad de la fe que se apropia del pacto que Dios ha hecho en Cristo para su pueblo.
Observen que Abram fue alentado acerca de su propio interés personal en el pacto. Vean la reiteración del segundo pronombre personal: «He aquí, mi pacto es contigo, y (tú) serás padre de muchedumbre de gente». En el sexto verso: «Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti. Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti… para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti». Así Abram tiene el pacto para sí mismo; esto le hace sentirse muy involucrado en él.
Si alguna vez serás santificado para el servicio de Dios, deberás tener plena certeza de tu interés en todas las provisiones del pacto. Las dudas son como los jabalís del bosque que despedazan las flores de santificación en el jardín del corazón; pero si tienes una convicción dada por Dios de tu confianza en la sangre preciosa de Jesucristo, entonces las pequeñas zorras que estropean las vides son exterminadas, y tus uvas tiernas darán grato olor. Que el Señor nos conceda una fe firme para reconocer nuestro claro derecho a las mansiones celestiales.
Una gran santidad brota de una gran fe. La fe es la raíz, la obediencia es la rama; y si la raíz se deteriora la rama no puede florecer. Conoce que Cristo es tuyo, y que tú eres de él; porque aquí encontrarás la fuente para regar tu consagración, y hacerlo rendirá fruto al servicio de Cristo.
Notamos, al leer estas palabras, cómo el pacto es revelado particularmente a Abram como una obra de poder divino. Veamos la secuencia del pasaje: «Mi pacto es contigo… te multiplicaré … estableceré mi pacto… te daré… seré tu Dios», y así sucesivamente. ¡Qué gloriosas promesas! No podemos servir al Señor con un corazón perfecto hasta que nuestra fe logre primeramente asir el divino querer de Dios.
Si mi salvación descansa en este pobre y endeble brazo, en mis resoluciones, mi integridad y mi fidelidad, naufragaría para siempre; pero si mi salvación eterna descansa en el gran brazo que sostiene el universo, si la seguridad de mi alma está totalmente en esa mano que guía el curso de las estrellas, entonces, ¡bendito sea su nombre!, está bien asegurada; y ahora, además de amar a semejante Salvador, le serviré de todo corazón. Me dedicaré y me brindaré a aquel que en su gracia se ha comprometido conmigo. Subrayemos esto, estemos muy claros sobre ello, y pidamos tener clara la obra divina en nuestra alma, porque eso nos ayudará a ser consagrados a Dios.
Más allá, Abraham tuvo una visión del pacto en su eternidad. No recuerdo que la palabra ‘perpetuo’ haya sido usada antes en referencia a ese pacto, pero en este capítulo la tenemos una y otra vez. «Yo estableceré mi pacto como pacto perpetuo». He aquí una de esas grandes verdades que muchos de los bebés en la gracia todavía no han aprendido, a saber, que las dádivas de gracia no son bendiciones dadas hoy y quitadas mañana, sino bendiciones eternas.
La salvación que es en Cristo Jesús no es una salvación que nos pertenecerá durante unas horas, mientras le seamos fieles, y entonces será quitada, para que seamos abandonados. «Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta». «Yo soy Dios», dice él, «yo no cambio: por consiguiente, los hijos de Jacob no serán consumidos». Cuando nosotros nos pusimos en manos de Cristo, no confiamos en un Salvador que podía vernos ser destruidos, sino que descansamos en aquel que dijo: «…y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Juan 10:28).
Considerando la naturaleza de esta consagración, yo observaría luego que aquellos que son consagrados a Dios son considerados como nuevos hombres. La nueva humanidad es indicada por el cambio de nombre –él ya no se llama más Abram, sino Abraham, y su esposa no es más Sarai, sino Sara. Nosotros, amados, somos nuevas criaturas en Cristo Jesús. La raíz y la fuente de toda consagración a Dios reside en la regeneración. Hemos nacido de nuevo, una simiente nueva e incorruptible que vive y mora para siempre fue puesta dentro de nosotros. El nombre de Cristo nos es dado: ya no somos llamados pecadores e injustos, sino hemos sido hechos hijos de Dios por la fe que es en Cristo Jesús.
Notemos además que la naturaleza de esta consagración fue mostrada a Abraham por el rito de la circuncisión. No sería decoroso entrar en detalles acerca de ese rito, pero basta decir que él significa despojarse de la inmundicia de la carne. Tenemos la propia interpretación del apóstol Pablo acerca de la circuncisión en su epístola a los Colosenses. La circuncisión indicaba a la descendencia de Abraham que había una corrupción de la carne en el hombre que debía quitarse para siempre, o permanecería impuro y fuera del pacto con Dios.
Ahora, amados, debe haber, en orden a nuestra santificación a Cristo, una entrega, una dolorosa renuncia a cosas que estimábamos valiosas. Debe haber una negación a los afectos y apetitos de la carne. Debemos mortificar nuestros miembros. Debe haber autonegación si vamos a entrar en el servicio a Dios. El Espíritu Santo debe dictar sentencia de muerte y extirpar las pasiones y tendencias de la humanidad corrupta.
Notemos, con respecto a la circuncisión, que fue ordenada perentoria-mente, debía ser practicada en cada varón de la raza de Abraham, y su omisión sería causa de muerte. Así el apartarse del pecado, el abandonar la contaminación de la carne, es necesario a cada creyente. Sin santidad nadie verá al Señor. Tanto el bebé en Cristo debe estar consciente de la muerte decretada sobre el cuerpo de la inmundicia de la carne como asimismo un hombre que, como en el caso de Abraham, ha llegado a una edad avanzada y ha venido a la madurez en las cosas espirituales. No hay ninguna distinción aquí entre el uno y el otro. Sin santidad nadie verá al Señor; y si una supuesta gracia no quita de nosotros el amor al pecado, no es en absoluto la gracia de Dios, sino la idea presuntuosa de nuestra propia naturaleza vana
Los resultados de la consagración
Inmediatamente después que Dios se apareció a Abraham, su consagración fue manifiesta, primero, en su oración por su familia. «¡Ojalá Ismael viva delante de ti!». Hombre de Dios, si eres de hecho del Señor, y sientes que eres de él, empieza ahora a interceder por todos los que te pertenecen. Nunca te satisfagas a menos que ellos también sean salvos; y si tienes un hijo, un Ismael, con respecto al cual abrigas muchos temores y mucha ansiedad, cuando ya eres salvo, nunca dejes de expresar ese gemir: «¡Ojalá Ismael viva delante de ti!».
El siguiente fruto de la consagración de Abraham fue el ser hospitalario con todos. En el capítulo siguiente (18), está sentado a la puerta de su tienda, y tres hombres vienen a él. El cristiano es el mejor siervo de la humanidad en un sentido espiritual. Por causa de su Maestro, se esfuerza por hacer el bien a los hijos de los hombres. Él es el primero en alimentar al hambriento, vestir al desnudo, y hacer bien a todos los hombres, mayormente a los de la familia de la fe.
El tercer resultado fue que Abraham deleitó al Señor mismo, porque entre esos tres ángeles que vinieron a su casa estaba el Rey de reyes, el Eterno. Cada creyente que sirve a su Dios da, como allí, refrigerio a su Señor. Dios tuvo un deleite infinito en la obra de su amado Hijo: «Este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia», y también se deleita en la santidad de todo su pueblo. Jesús ve el fruto de la aflicción de su alma, y está satisfecho por las obras del creyente; y tú, hermano, como Abraham atendió al Señor, deleita al Señor Jesús con tu paciencia y tu fe, con tu amor y tu celo, cuando te consagras completamente a él.
Una vez más, Abraham fue el gran intercesor para otros. El final del capítulo 18 está lleno de sus peticiones en favor de Sodoma. Él no había podido suplicar antes, pero después de la circuncisión, de la consagración, viene a ser un ‘recordador’ del Rey, asume el oficio sacerdotal, y está allí clamando: «¿Destruirás la ciudad? ¿Destruirás al justo con el impío?». Oh amados, si nos consagramos a Dios así completamente, como he intentado describir débilmente, seremos poderosos en Dios en nuestras intercesiones.
Creo que un varón santo es una bendición mayor para una nación que un ejército de soldados. ¿No temieron ellos más las oraciones de John Knox que las armas de diez mil hombres? Un hombre que habitualmente vive cerca de Dios es como una gran nube que siempre deja caer lluvias fertilizantes. Este es el hombre que pudo decir: «La tierra se deshace, pero yo soporto sus pilares». Francia nunca habría visto una revolución tan sangrienta si hubiera habido allí hombres de oración para preservarla. Inglaterra, entre los tumultos que la sacuden, se mantiene firme por la oración elevada incesantemente por los creyentes.
La bandera de la vieja Inglaterra es asegurada a su mástil, no por las manos de sus soldados, sino por las oraciones del pueblo de Dios. Éstos, intercediendo día y noche, cumpliendo su ministerio espiritual, son aquellos por quienes Dios salva las naciones, por quienes él permite que la tierra todavía exista; y cuando su tiempo haya terminado, y ellos sean levantados, la sal será tomada de la tierra, y entonces los elementos serán fundidos con calor ardiente, también la tierra y las obras que están en ella serán quemadas; pero este mundo no pasará hasta que él haya reunido a los santos con Cristo en el aire. Él lo preservará por causa del justo.
Busquen con diligencia el grado superior de la santidad, amados hermanos y hermanas; y mientras descansan sólo en la fe para la justificación, no sean indolentes acerca del crecimiento en la gracia. Que los logros más altos sean su anhelo, y Dios se los conceda, por causa de su Hijo. Amén.