Desde la caída de Adán en Edén, Dios siempre ha salido en busca del hombre. Y lo hace con la misma actitud que observamos en las dos primeras historias de Lucas 15. Dios muestra aquí un nuevo y precioso acento de su persona: su misericordia y su gracia para salvar. El Dios Creador se muestra ahora como el Dios Salvador.
Como alguien ha dicho: «Crear al hombre del polvo era una cuestión de poder; buscar al hombre en su estado de perdición y salvarlo era una obra de gracia». La creación del mundo y del hombre nos muestra el poder de Dios; pero la caída del hombre permite conocer las abundantes riquezas de su gracia.
Esto es así en toda la fracasada historia del hombre. La mera creación nunca hubiera podido mostrar cabalmente la belleza de Dios que se manifestó después de la caída del hombre. Un comentarista bíblico ha dicho: «La conciencia íntima de su estado de desgracia le llenó de terror; el conocimiento de los propósitos de Dios le tranquilizó. Éste es el único consuelo que puede traer paz a un corazón cargado de pecados. La comprensión desconcertante de lo que yo soy halla su respuesta de paz en la hermosa revelación de lo que Dios es, y ésta es la salvación … Hay dos lugares en los que Dios y el hombre tienen que hallarse cara a cara. Uno de estos lugares se encuentra en el terreno de la gracia y el otro en el del juicio … ¡Felices aquellos que lleguen a ese punto en el terreno de la gracia! ¡Ay de aquellos que tengan que venir a ese encuentro bajo las negras sombras del día del juicio!».
Ahora bien, ¿cómo encontró Dios al hombre? Lo encuentra escondido –pues la presencia de Dios le produce espanto– e intentando cubrir su desnudez. A las preguntas de Dios, el hombre se llena de excusas. Culpa a todos, menos a sí mismo. Es un pecador perdido, pero todavía está lleno de excusas injustas.
La excusa de Adán contiene una acusación contra Dios («La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí»), y otra contra la mujer. La mujer, a su vez, culpa a la serpiente. Sin embargo, la astucia del tentador no nos justifica en nuestro pecado; nosotros somos los pecadores. Las excusas de nuestros primeros padres revelan la condición del hombre no regenerado, que elude su responsabilidad cargándola sobre los demás.
Si el hombre tan solo aceptara su pecado, haría más simple la solución que Dios le ofrece. Si tan solo lo asumiera, y esperara la salvación de Dios, sería justificado. Sin embargo, la misma caída ha cegado los ojos para ver ambas cosas, la condición de condenación, y el socorro de Dios.
Con todo, Dios todavía busca al hombre, y en su mano no trae un látigo, sino una vestidura nueva para cubrirlo. Él conoce la inutilidad de los delantales de hojas de higuera, y le quiere proveer del ropaje de la justicia de Cristo, que como Cordero de Dios obtuvo para los hombres en la cruz del Calvario.
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