Concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano…».
– Hech. 4:29-30.
Los inicios de la iglesia, en el libro de los Hechos, están llenos de cosas asombrosas. La predicación de los apóstoles, como en aquella primera en el día de Pentecostés, estuvo centrada en Jesucristo, del anuncio de su resurrección, de la expresión de su poder para salvar, y también para sanar a los enfermos. Desde el cielo vino una visitación tan poderosa del Espíritu, que lo más asombroso se convirtió en cosa normal y de cotidiana ocurrencia.
Los hombres que ayer eran pescadores, artesanos, hombres «sin letras y del vulgo», ahora toman el lugar de profetas de Dios, y llenan Jerusalén y toda Judea de la palabra de Dios. Su ministración era como un viento del cielo que limpiaba y adornaba la tierra. La divinidad era respirable y tangible para muchos hombres y mujeres sedientos de Dios.
Pero con la bendición vino la persecución – como siempre. Y entonces la oración clamorosa se eleva al cielo, no para ser librados de la persecución, sino para conducirse con dignidad en medio de ella. La petición es clara, y ejemplar para nosotros: Ellos piden que les sea dado hablar la palabra de Dios con denuedo, y que la mano de Dios actúe para confirmar esa palabra. Dos cosas: la palabra, y la confirmación desde el cielo de esa palabra.
Los apóstoles aprendieron tempranamente que el cielo y la tierra tienen que actuar juntos, para que los hombres teman y se conviertan al Dios vivo y verdadero. La predicación más la mano extendida de Dios actúan de manera coordinada para la salvación de los hombres. Ellos vieron la importancia de la Palabra – pues es por la Palabra que viene el oír con fe para salvación. Poco después, ellos pedirían a la iglesia ser relevados de toda otra función para dedicarse completamente a este ministerio (Hech. 6:1-4).
Pero la Palabra debe encontrar eco en el cielo. No solo debe provenir del cielo, sino que, al ser proclamada, debe tener el respaldo del cielo. ¿Cuál es probablemente la causa mayor de tanta incredulidad e indiferencia de los hombres en lo tocante a lo divino hoy en día? Tal vez sea que los ministros hemos hablado sin haber recibido el suministro de Dios, y luego, sin haber contado con la mano extendida de Dios para favorecer la Palabra – porque Dios no puede respaldar algo que no ha salido de su corazón.
¡Cómo necesitamos hoy el respaldo del cielo! No solo tiene que hablar el hombre: tiene que hablar Dios. No solo la voz en la tierra, sino la voz desde los cielos. Y él puede hacerlo de muchas y maravillosas maneras. Ninguna de ellas debe ser cuestionada ni menospreciada por nosotros. Es la mano misericordiosa de Dios diciendo: «Lo que estos hombres dicen no es asunto de ellos, sino palabra de Dios, atiéndanlos».
El mensaje de los apóstoles era absolutamente cristocéntrico, sin una pizca de humanismo, ni de interés material o denominacional (Hech. 5:42). Cristo era el todo, el centro y la circunferencia. Si los ministros son cristocéntricos, también lo será su mensaje. ¿Es así hoy?
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