La cruz, que lleva a la muerte al ‘yo’, es la base de comunión de la iglesia.
Todos los creyentes hemos sido llamados a vivir una vida de comunión y mutualidad en el cuerpo de Cristo. Nunca fue el propósito de Dios que su vida en nosotros fuese vivida de manera individualista y solitaria. Pues su vida es la expresión de su naturaleza, cuya esencia es el amor y la comunión. En la intimidad de su ser Dios no es un ser solitario, sino una Trinidad de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, desde la eternidad ha existido entre ellas una profunda e inefable comunión de amor.
Ninguna de las personas divinas ha existido para sí, sino que cada una de ellas para las demás: El Padre ha entregado al Hijo todas las cosas y lo ha hecho centro y Señor de toda la creación. El Hijo ha amado al Padre y se ha dado a sí mismo para que el Padre pueda realizar el designio de su corazón. Y el Espíritu Santo ha vivido eternamente para glorificar al Padre y al Hijo. Esto quiere decir que es el principio que opera eternamente en el seno de la vida divina no es otro que el principio de la cruz.
La cruz histórica y la cruz eterna
Seguramente, para muchos de nosotros, la cruz es un evento histórico bien definido. Pero, en realidad, dicho evento histórico es la expresión suprema de una realidad eterna. Dios se reveló a sí mismo en Jesucristo de una manera plena y definitiva. Y al hacerlo, nos mostró que la esencia de su naturaleza y carácter es el amor. Amor que se expresó de manera suprema en la cruz. Pero, la Escritura nos dice que en verdad el Cordero fue inmolado antes de la fundación del mundo. Y fue inmolado en un acto de amor en el que toda la Divinidad renunció, por así decirlo a aquello que más amaba. Para el Padre era su Hijo; para el Hijo, el amor y la comunión con el Padre; y para el Espíritu el lazo inexpresable que une al Padre y al Hijo, pues la esencia de ese lazo es él.
Y porque Dios conoció la cruz antes de la fundación del mundo, nosotros pudimos llegar a existir conforme al propósito eterno de su corazón. Pues la cruz fue concebida como el divino remedio para nuestra rebelión. En efecto, Dios deseaba que su vida divina se desbordase de su seno para llegar a ser la vida otros seres distintos de él mismo. Él deseaba compartir la dicha y la gloria de su vida.
Por este motivo diseñó y preparó una raza de seres destinados a ser elevados desde su condición de simples criaturas a la participación de su vida y de su gloria divinas como hijos por medio de su Hijo. Sin embargo, el previó (simplemente vio) que esas criaturas habrían de rebelarse y caer bajo el dominio del pecado y la muerte. Entonces determinó en el íntimo consejo de su voluntad que, un día, después de la creación y rebelión de la raza humana, su Hijo unigénito habría de entrar en la historia y morir en la cruz para deshacer por completo todas las consecuencias de su rebelión y traerla de regreso a su vocación eterna. Este fue el precio que Dios pagó por nuestra creación.
La cruz en la iglesia
La iglesia es el vaso que contiene y expresa la vida divina. Y es el fruto de la muerte de Cristo en la cruz. En la eternidad pasada fue concebida a la sombra de la cruz, y en el tiempo traída a la vida por medio de la cruz. Pues, por una parte la cruz es la expresión del amor divino en Cristo, y por otra, es la destrucción de todo lo que el pecado introdujo en la raza humana. El pecado es la antítesis de la naturaleza divina. Nuestra naturaleza humana se ha encerrado totalmente sobre sí mima, para hacerse a sí misma el centro de todo.
Una vida egocéntrica e individualista centrada en el yo y sus intereses, y, la vez, ciega a todo lo demás. Una vida que pretende ser autosuficiente e independiente. Por ello, nuestra naturaleza necesita ser corregida radicalmente, pues Dios no puede morar ni tener comunión con una criatura cuya forma de vida sea la antítesis de la suya. Y esta es, precisamente, la obra de la cruz.
Por una parte, en ella Dios puso fin al hombre pecador y su vida egocéntrica y autosuficiente. Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Cristo. En lo que a Dios se refiere, la muerte de Cristo fue una muerte todo-inclusiva, en la que todos los hombres murieron también. Allí acabó nuestra carrera de servicio al pecado. Por otra parte, al poner a todos los hombres en Cristo y hacerlos uno con él en su muerte, Dios los hizo uno también con su vida. ¿Qué quiere decir esto? Que en la cruz Dios no solo acabó con los muchos que eran pecadores, sino que a la vez hizo en Cristo, en su cuerpo traspasado por los clavos, de todos ellos, un solo y nuevo hombre. Y a ese único nuevo hombre creado en Cristo lo levantó juntamente con él de entre los muertos. Un nuevo hombre que vino a la vida a través de la muerte y la resurrección de Cristo. Este nuevo hombre es la Iglesia, que es ahora también su cuerpo.
Sin embargo, si hemos comprendido bien la obra que Dios llevó a cabo en la cruz, sin duda comprenderemos también que la iglesia sólo existe en virtud de su unión con Cristo en la vida de resurrección. En lo que a Dios se refiere, todo lo que pertenece al hombre caído acabó para siempre en la cruz. Y desde allí en adelante lo único que permanece ante él es Cristo y la iglesia que vive y existe por medio de él. La Iglesia, que es inseparable de Cristo, pues no tiene vida ni existencia aparte de él. ¡Oh, que el Espíritu Santo abra nuestros ojos para ver este hecho glorioso y definitivo! El viejo hombre pecador ha sido quitado para siempre y un nuevo hombre ha sido introducido en su lugar. Y este nuevo hombre lleva dentro de sí la vida divina y celestial del mismo Dios.
Mas, hemos visto que la cruz es, asimismo, el principio operativo de la vida divina. Vida cuya esencia es la comunión y el amor. Por tanto, la cruz no sólo implica el fin de viejo hombre pecador, sino también el principio por el cual debemos vivir la nueva vida como hijos de Dios. Dicho principio debe ser incorporado radicalmente en nuestro ser. Y esto nos conduce directamente a la dimensión práctica y experimental de la iglesia aquí en la tierra.
La cruz en la vida de la Iglesia
¿Cómo podemos vivir y expresar lo que somos en Cristo sobre la tierra? Vale decir, el hecho de que en Cristo somos un solo y nuevo hombre, un único cuerpo. Pues como el apóstol Pablo nos dice, nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo; y miembros los unos de los otros. Todos compartimos la misma vida de Cristo. Ya no podemos considerarnos más como individuos aislados y solitarios. Ahora somos miembros de la familia de Dios, y estamos llamados a vivir una vida cuya esencia es la comunión y el amor.
Esto significa que debemos vivir una vida de mutualidad, compañerismo, e interdependencia. La vida que Dios ha puesto en nosotros es así. Nos atrae, nos apega, nos une y nos concierta. Es la vida de comunión de Dios. Es la comunión del Padre y de su Hijo Jesucristo por medio del Espíritu Santo.
En este punto la cruz viene en nuestra ayuda. Pues, como hemos dicho, ella no sólo acabó con el viejo hombre; también introduce en nosotros el principio por el cual opera y se expresa la vida divina. Y esto implica la muerte a nuestra vida natural por causa de nuestros hermanos en Cristo. Es decir, la participación en la muerte de Cristo con miras a la edificación y manifestación de su cuerpo. Pues para que la iglesia se edifique y exprese sobre la tierra se requiere que cada uno de sus miembros se entregue voluntariamente a la muerte para que otros reciban la vida: «de manera que la muerte actúa en nosotros y en vosotros la vida». Al aceptar la operación interior y subjetiva de la cruz, exponiéndonos voluntariamente al sufrimiento y la muerte en el seno de la vida corporativa, damos lugar a la manifestación de la vida divina en la iglesia.
Por ello Pablo, al hablarnos de la dimensión práctica de la iglesia nos dice que debemos «vestirnos del nuevo hombre». Por cierto, desde el punto de vista celestial, ya somos ese nuevo hombre en Cristo. Pero desde el punto de vista de la experiencia, hemos de ir asumiendo cada uno de los rasgos de Cristo en nuestra vida de comunión y mutua interdependencia: «Vestíos, pues como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros… de la manera que Cristo os perdonó». La declaración anterior nos muestra que el verdadero carácter de la vida divina sólo puede ser desarrollado en una vida de comunión e interdependencia. Pues la humildad, la mansedumbre, la paciencia, y el perdón sólo pueden formarse en nuestra relación con otros. Luego aquí, de acuerdo a Pablo, la vida de Cristo se expresa en nuestra vida de cuerpo. Y la cruz es el principio operativo de esa vida. Ya que al aceptar nuestra propia muerte y despojamiento hacemos lugar para que Cristo viva y exprese su vida en nosotros, no sólo como individuos sino también como cuerpo. De este modo la muerte actúa en nosotros, y en otros la vida.