Lo que los jóvenes cristianos deben saber acerca de sí mismos.
«La soledad no hace acepción de personas: entra en el palacio y en la choza», ha dicho un autor cristiano. Es cierto. Mucha gente padece y sufre por su soledad, por esa forma de soledad crónica y depresiva. Muchos en su soledad han visto hundirse sus vidas, hasta han llegado al manicomio, o al suicidio. Sin embargo, muchos también, en su soledad, han buscado a Dios y le han hallado.
Es que la soledad te aparta del ruido, del tráfago incesante, y te permite escuchar a Dios. Porque el ruido interfiere entre tu corazón y Dios. Un sabio antiguo decía: «Excusa cuanto pudieres el ruido de los hombres, que de verdad mucho estorba el tratar de las cosas del siglo». Hay afán y fatiga en el mundo que nos rodea. Es que el trajín, las risas locas, y el disfrute del momento, nos impiden escuchar a Dios.
Para los hijos de Dios, la soledad también es necesaria. «A menos que salgas del mundo, donde la voluntad propia y el placer personal reinan, nunca podrás vivir la vida en que el creyente busca solamente ser un sacrificio agradable a la voluntad de Dios», — ha dicho Andrés Murray, un conocido siervo de Dios.
Ir al desierto
Esa soledad es como «ir al desierto». Allí se desnudan los móviles mezquinos de nuestra alma, y se conoce la voluntad de Dios. La expresión «el desierto» es usada en muchas ocasiones en las Escrituras, no como un lugar físico, sino como una situación de vida en la que hay soledad, tristeza y dolor. Allí no hay vanidades que atrapen el corazón. Allí se está solo con Dios y consigo mismo.
Por ejemplo, en el libro del profeta Oseas encontramos esto. El Señor le habla a Israel como un marido a su mujer. Aunque ella le había sido infiel, Él todavía quería hablarle con ternura: «La atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón» (Oseas 2:14). El esperaba que en el desierto podría reencontrarse con el corazón de su amada. Muchas veces al Señor hace así también con nosotros.
En las Escrituras encontramos a muchos siervos de Dios que fueron llevados por Dios al desierto (desierto físico y también espiritual), porque allí Él les quería hablar al corazón. Moisés fue uno de ellos; David fue otro; Pablo también estuvo allí. En el silencio, en la quietud, lejos del mundanal ruido, Dios les habló, y ellos aprendieron las lecciones más importantes de su vida. «Sólo en el silencio, el corazón puede esperar y escuchar a Dios.» – dice G. Campbell Morgan.
El valor de la soledad
Cuando tú te quedas solo, entonces se caen las caretas, las falsas posturas, y te quedas tal como eres. Y entonces puedes sentir que la mirada escrutadora de Dios te atraviesa hasta adentro. Entonces ves cosas que nunca antes habías visto. ¡Qué importante es este escrutinio de Dios! ¡Cuánto bien hace al alma del creyente! ¿Huirás de la soledad, si allí Dios puede examinarte y hablar a tu corazón?
Muchos temen a la soledad, porque le temen a Dios y temen su juicio. Sin embargo, ¿no tenemos nosotros paz con Dios? ¿No conocemos nosotros a Dios, quien es nuestro Padre? En la soledad crecemos en profundidad, como cuando un árbol echa raíces para luego resistir el vendaval.
Un hijo de Dios -sea joven o adulto- difícilmente va a caer en la soledad crónica y depresiva, porque tiene a su lado a los hermanos, a través de los cuales Dios va a dosificar cuidadosamente la cantidad de soledad necesaria para su alma. En la iglesia nosotros nunca vamos a experimentar esa soledad que destruye. Somos bienaventurados, porque nunca estaremos solos más de lo que Dios considera necesario. Luego de estar allí, en el silencio, el tiempo preciso; luego de crecer en el conocimiento de nosotros mismos y en el conocimiento de Dios, podremos volver, un poco más sabios, algo más crecidos, y con renovadas fuerzas, para seguir avanzando en el camino de la fe.
Por tanto, la soledad -como la tristeza- es una ocasión para crecer en Dios, para esperar en Él, para que se temple en nosotros el dulce y precioso carácter de nuestro amado Señor Jesucristo. Así que, la soledad no debe ser tanto «vencida», sino «aprovechada», para la gloria de Dios.