El contraste entre estar en el mundo y estar en Cristo.
En el mundo … en mí».
– Juan 16:33.
Estas palabras forman parte de las frases finales del último discurso de nuestro Señor a sus discípulos, en la víspera de su muerte. Él realmente habló después, de nuevo y en la presencia de ellos. Pero no fue una declaración a ellos, sino para ellos; fue lo que los alemanes llaman de manera muy hermosa la gran Oración del Sumo Sacerdote, la oración en Juan 17, en la cual él solemnemente confió sus discípulos a su Padre, concluyendo sus pedidos por ellos con aquella suprema expresión de deseo, cuya misma forma es divina: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado» (Juan 17:24). Esta oración es, podemos decir así, el Lugar Santísimo de la Biblia.
Pero las palabras para nuestra meditación no se encuentran en aquel Santuario, sino en su entrada. Ellas son pronunciadas directamente a los corazones humanos débiles y confundidos, en su condición mortal, sus errores, sus temores. Ellas hablan de una vida «en el mundo» que los discípulos inevitablemente deben vivir, y de la lucha, presión y ‘tribulación’ que tal vida debe implicar. Con todo, las preciosas palabras, aunque están del lado de afuera del Santuario, extienden sus manos como si estuvieran dentro de él, para manifestar sus tesoros. Sus promesas son para la tierra, para el tiempo, para las necesidades del cristiano hoy, pero las razones de las promesas yacen profundamente en la eternidad, en la gloria, en el Señor de la gloria, es decir, en Jesucristo, el cual es nuestra vida.
«En el mundo … en mí». Aquí hay dos ideas contrastantes – a primera vista alguien podría decir: dos pensamientos irreconciliables. El tema tratado aquí es la vida y la experiencia del discípulo de Jesús, su campo y esfera de existencia. Esto, en una sola frase, es descrito como «en mí» y todavía en la misma, como «en el mundo». ¡Qué diferencia inconmensurable!
¿Pueden estas dos posiciones, estas dos situaciones, pertenecer al mismo ser, al mismo tiempo? En la mejor de las hipótesis, ¿acaso se espera que el hombre vuele de un lado para otro y haga su residencia ahora en un lugar y después en otro, ahora en el Paraíso bendito y después en el desierto del mundo?
De ningún modo, según el declarado propósito del Señor. Estas dos posiciones tienen la finalidad, en Su pensamiento, de ser simultáneas y combinadas; los contrastes deben ser todos armoniosos; los opuestos deben ser polos de una misma esfera.
«En el mundo tendréis aflicción; en mí tendréis paz».
Un viaje por el mar
Una comparación muy simple puede ilustrar la verdad. Esta es una cuestión de círculos concéntricos. El punto central, con respecto a la experiencia, es el cristiano. Alrededor de él, envolviéndolo, está, como círculo exterior necesario de su vida, el mundo; es decir, la actual corriente de las cosas humanas, desordenadas por el pecado, con sus incontables intereses, con sus innumerables medios de comunicación, su luz y canciones, con sus contiendas y tumultos, sus impactos de transformaciones y muerte, con sus presiones amenazadoras de tentación y con su alienación de la santa voluntad de Dios. Sí, alrededor de él se mueve este gran ‘mundo’, este cosmos, con sus nubes y vientos. Pero aún, como la atmósfera física, no sólo lo rodea, sino que lo cerca y entra en él. Quiéralo él o no, le guste o no le guste, el mundo está en él, como el hombre en medio del océano, aunque pueda ser conducido por el gran navío por encima de las profundidades.
Pero aun así, este mismo discípulo, está también –tal es la bendita promesa– «en mí», en Cristo. Un círculo concéntrico más cerrado y más cercano está a su alrededor y en medio del tumulto, y es el Señor. El mismo ser, la misma consciencia, sentimiento, necesidad, personalidad, es el centro de ambos. Pero mientras el círculo exterior gira alrededor de aquel centro con toda su agitación, el círculo interior es la paz del propio Dios. Pues es la presencia, el abrazo de Aquel que venció el mundo; sí, y ahora venció al hombre ‘sujetando todas las cosas a sí mismo’ (Fil. 3:21).
Volvamos, por un momento al cuadro de aquel viaje por el mar. El viajero está lejos de tierra; el Atlántico es su horizonte, su escenario, moviéndose, balanceándose tal vez con violencia con el tumulto de la tempestad. Pero entonces, si él está en medio del mar, está también, en un sentido más inmediato, en medio del navío. Humanamente hablando, está seguro – en el círculo interior. Así es con los ‘mares fríos’ del mundo. Es traicionero, profundo, inquieto; es el escenario de muertes innumerables. Sí, pero a usted no se le pide que lo enfrente expuesto como ocurre con el viajero que enfrenta a nado las ondas del Atlántico. El Señor mismo se ofrece para ser nuestra fuerza, nuestro navío todopoderoso, que no puede perder su noción de posición ni irse a pique. Nosotros nos refugiamos en él por la fe, y ved que, aunque el mar agitado está todavía a nuestro alrededor, pues sentimos su oleaje y su bramido, mas Él está a nuestro alrededor, mucho más cerca en este aspecto. «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo» (Isaías 43:2). «Mi presencia irá contigo, y te daré –no sólo después de la lucha, sino en ella– descanso» (Éxodo 33:14).
En el pasado esto fue verdad. Aunque estaban en Roma, en Corinto, los santos estaban aún más en Cristo; sus vidas eran luminosas con él. Y es verdad también hoy. En China, sí, en la homicida Shansi, en África, en Inglaterra, en el trabajo, en la tristeza, en el dolor amenazador, en el odio de la oposición, en las múltiples tentaciones, los hijos de Dios todavía prueban que son ‘más que vencedores’ permaneciendo en Cristo (Rom. 8:37). Estando en el mundo, pero no siendo de él, ellos son las más genuinas bendiciones para él; ellos son la encarnación y los portadores en medio de sus «tribulaciones», de la ‘paz’ de su Señor.
Handley C. G. Moule – Tomado de Á Maturidade.