Cinco mujeres aparecen en la genealogía del Señor Jesucristo en Mateo capítulo 1, y cada una de ellas tiene su historia.
La primera es Tamar, quien tuvo la desdicha de ver morir a dos esposos, ambos hijos del patriarca Judá, a quienes Dios quitó la vida por malvados. Luego, mediante un ardid, logró concebir de su propio suegro –Judá– a Fares, por quien siguió la línea genealógica del Señor.
La segunda es Rahab, la ramera de Jericó. Ocupa en la galería de hombres de fe de Hebreos 11 un lugar que ni siquiera tiene Josué, contemporáneo suyo. Ella recibió a los espías hebreos, y los escondió, por cuya fe fue salvada de la destrucción de la ciudad, junto a toda su familia.
La tercera es Rut, la moabita. Una mujer ejemplar, que dejó su tierra y su parentela por allegarse al pueblo de Dios. Fiel a su suegra Noemí, se unió, en un matrimonio honroso y feliz, a Booz, ejemplar carácter bíblico.
La cuarta es Betsabé, la mujer de Urías, madre de Salomón. Una mujer bella, pero poco recatada. Mientras se bañaba en su terrado, provocó al rey David, el cual, por poseerla, mandó a matar a Urías, uno de sus valientes.
La quinta es María, la nazarena. La mujer más bienaventurada de cuantas han pisado la tierra. Más que Ana, la madre de Samuel, que Jocabed, la madre de Moisés, más que Elisabet la madre de Juan el Bautista, el mayor de los profetas. Sin embargo, era ella una mujer modesta de una pequeña ciudad de Galilea. En su regazo se recostó el Bendito, y de sus pechos mamó Aquél que vino para salvar al mundo.
En esa genealogía hay implícitas 42 mujeres, pero sólo se mencionan cinco. Entre ellas, tres gentiles, todas sufridas, una de ellas prostituta de oficio, otra prostituta de ocasión; mujeres, en fin, que un rey no hubiera escogido, ni menos mencionado, en su genealogía.
Pero de tal tipo de personas tuvo misericordia el Señor. El que no se avergüenza de llamarnos hermanos, ni de haber nacido como un proscrito, escogió a estas cinco mujeres para que formaran parte de su especial familia.