Durante el verano de 1862, conocí al Sr. A., que profesaba ser incrédulo, tal vez la persona más próxima al ateísmo que he conocido. Ninguna de nuestras conversaciones parecía producir la menor impresión en su mente.
En el otoño de ese año, él enfermó gravemente. Yo y otras personas intentamos, con bondad y mucha oración, convencerlo de que él necesitaba un Salvador, pero sólo recibimos excusas.
Sin embargo, como percibí que el fin se aproximaba, un día le insistí de la importancia de estar preparado para encontrarse con Dios. Él se molestó y me dijo que no me preocupara más por su alma, pues no creía que hubiera Dios, la Biblia era una fábula, y la muerte era el fin de todo hombre. Tampoco aceptó que orásemos más por él.
Cerca de cuatro semanas después, en la mañana del año nuevo, desperté con la clara convicción de que debería ir a verlo. Cuando su cuñada me abrió la puerta, exclamó: “¡Ah, qué bueno que usted vino, John se está muriendo! Los médicos dicen que él no vivirá más de dos horas”.
Cuando subí a su cuarto, él parecía estar dormitando. Me senté cerca de él, y dos minutos después, cuando abrió los ojos y me vio, se irguió sobresaltado. Había agonía en su rostro y en el tono de su voz: “¡Oh, yo no estoy preparado para morir! ¡Hay un Dios; la Biblia es verdadera! ¡Por favor, ore por mí! Pida a Dios que me dé unos días más hasta que yo tenga la certeza de mi salvación”.
Él dijo estas palabras con intensa emoción, mientras su cuerpo se estremecía a causa de la profunda agonía de su alma. Yo le dije que Jesús es un gran Salvador, capaz y deseoso de salvar a todo aquel que viene a él, incluso en la hora final, como hizo con el ladrón crucificado a su lado.
Cuando me preparaba para orar, él insistió en su petición. Durante la oración, yo tuve la certeza de su salvación y le pedí a Dios que nos diese evidencia de ella, concediéndole unos días más en este mundo. Otras personas se unieron a la oración.
Yo le hablé nuevamente al atardecer, y él parecía más fuerte que en la mañana. Su mente estaba buscando la verdad. Al día siguiente, al entrar en su cuarto, noté que su semblante mostraba que la paz y alegría había tomado el lugar del temor y la ansiedad.
Dios le concedió cinco días, dando evidencia clara que él había pasado de muerte a vida. Para los médicos, su caso era un misterio – ellos no entendían cómo su vida se había prolongado. Pero nosotros, que oramos por él, sabíamos que era una respuesta de Dios a nuestras oraciones.
Wonders of Prayer, citado en O que eles disseram a um passo da eternidade.