Cabeza ensangrentada,
cubierta de sudor,
de espinas coronada,
y llena de dolor.
¡Oh celestial cabeza,
tan maltratada aquí,
tu sin igual belleza
es gloria para mí!
Cubrió tu noble frente
la palidez mortal,
cual velo transparente
de tu sufrir señal.
Cerróse aquella boca,
la lengua enmudeció:
la fría muerte toca
al que la vida dio.
Señor, lo que has llevado,
yo solo merecí;
la culpa que has pagado
al juez, yo la debí.
Mas, mírame; confío
en tu cruz y pasión.
Otórgame, Bien mío,
la gracia del perdón.
En mi última agonía,
revélame tu faz;
tu cruz será mi guía,
en paz me llevarás;
tu imagen contemplando
entrego mi alma a ti,
sólo en tu cruz confiando.
¡Feliz quien muere así!
Bernardo Claraval (1090-1153)