Siendo llamados a la comunión con el Hijo de Dios, es vital que aprendamos a comportarnos como hijos de Dios.
Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».
– Mateo 3:16-17
Iniciando una serie de mensajes sobre la familia, hoy haremos algo diferente. No hablaremos sobre los padres, ni de cómo deben comportarse los hijos, ni sobre cómo deben actuar los maridos, ni cómo deben comportarse las esposas. Vamos a hablar sobre todos nosotros.
Todos nosotros somos, o ya fuimos, hijos. Algunos están aún en la condición de hijos; son jóvenes que aún no se han casado y son sustentados por sus padres. Y hay otros que ya han dejado la casa paterna, pero aún son hijos. Porque nosotros nunca dejamos de ser hijos.
Quiero mostrar hoy, si el Espíritu nos lo permite, que nosotros somos, en la vida de familia, lo que fuimos como hijos. Un hijo problemático es un marido problemático. Un hijo callado es un marido silencioso, que no puede gobernar bien su casa, porque se gobierna por medio de la palabra. Una hija irritable es una esposa agitada, que trastorna el ambiente hogareño.
Comportamiento de hijos
El primer versículo del evangelio de Marcos comienza diciendo: «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Jesús es presentado como Hijo. Él tiene muchos nombres en la Biblia; pero en el Nuevo Testamento asume los títulos de Hijo del Hombre e Hijo de Dios. Hijo del Hombre, para mostrar cómo nosotros –como hombres– debemos comportarnos en esta tierra; e Hijo de Dios, para mostrar cómo deberíamos haber sido durante toda nuestra vida.
«Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1ª Cor. 1:9). No fuimos llamados a la comunión de Jesús, ni a la comunión de Cristo. Fuimos llamados a la comunión del Hijo. Es urgente que aprendamos a comportarnos como hijos de Dios. «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:32). Luego dice: «Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (v. 36). Mientras no aprendamos a ser hijos de Dios, no seremos verdaderamente libres.
¿Por qué un matrimonio es esclavo de las disputas? Porque uno de ellos no aprendió a ser hijo de Dios. ¿Por qué nuestros hijos tienen problemas? Porque no les enseñamos a ser hijos de Dios.
Solo en la filiación encontramos plena liberación. No es casual que, después que Jesús recibió esa voz del Padre, él haya sido tomado por el Espíritu y llevado al desierto. Allí, el Señor enfrentó una gran tentación del diablo. Y de las tres tentaciones, dos comienzan así: «Si eres Hijo de Dios…».
La voz del Padre había dicho: «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Luc. 3:22). Ahora, Satanás mira al Señor y le dice: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan» (Mat. 4:3). Es como si dijese: «¿Un Hijo tiene hambre?», insinuando que el Padre no cuidaba de él como Hijo.
Luego, Satanás dice: «Si eres Hijo de Dios, échate abajo», para que ellos le reconocieran como Mesías; como diciendo: «Busca reconocimiento por un milagro», incitándole a dudar de su filiación.
Todos los problemas derivan de este punto. Un hombre trabaja demasiado, porque no cree que Dios puede proveerle. Una mujer es excesivamente dependiente del marido, porque no cree que Dios es su gran Novio. Nuestros hijos son compulsivos, agitados, glotones, irritables, hiperactivos, con déficit atencional, porque nosotros no les hemos dado descanso como hijos.
La filiación es la base de todo. O aprendemos a ser hijos, o tendremos problemas en nuestras familias.
El hijo hace lo que ve hacer al padre
«Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente» (Juan 5:19).
Jesús, como Hijo, es lo que el Padre es. Felipe dijo: «Señor, muéstranos el Padre». Y Jesús le respondió: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:8-9). Jesús era lo que el Padre era.
No es diferente con nosotros. «Yo hablo lo que he visto cerca del Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído cerca de vuestro padre» (Juan 8:38). Jesús les hablaba lo que oyó del Padre; por eso también dice que nosotros hacemos lo que vimos en nuestros padres.
A las mujeres casadas, les doy una noticia: «Usted se casó con su suegro». Es algo desesperanzador. Y a los hombres: «Usted se casó con su suegra». Porque nosotros repetimos lo que vimos en nuestros padres. Sin embargo, Jesús va más allá. Esto asusta, porque en el versículo 44, él dice: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo». Antes de nuestro nuevo nacimiento, el diablo, como padre, producía en nuestra mente ciertos comportamientos y entendimientos de la vida.
Tres padres
Según la Biblia, nosotros teníamos tres padres: el diablo, Adán, y nuestros padres terrenales. Ellos nos heredaron algunos problemas. El diablo nos enseñó a no hablar la verdad; Adán nos enseñó a pecar, y nuestros padres terrenales nos legaron muchos comportamientos inadecuados. Por eso, en el Nuevo Testamento, Dios se presenta como un Padre. Si queremos ser como él, necesitamos ser como el Hijo.
Estudiemos ahora la voz del Padre al Hijo. Lo que ocurrió con nuestro Señor Jesús no ocurrió por causa de él, sino por causa de nosotros. Mateo capítulo 3 registra cuando Jesús pasó por el bautismo de arrepentimiento. ¿Había necesidad de que él se arrepintiera? Jesús pasó por esto, no por causa de él, sino a causa de nosotros, para enseñarnos cómo debemos lidiar con el pecado.
Al inicio de nuestra vida cristiana, nosotros nos enfrentamos con nuestro pecado. Cuando habla de los hijitos, los jóvenes y los padres, Juan cita dos cosas acerca de los hijitos. «Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados» (v. 12). Entonces, los hijitos aprenden a tratar con el pecado. Después dice: «Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre» (v. 13).
Bautismo de arrepentimiento
En el comienzo de nuestro caminar, somos llevados por el Espíritu a conocer nuestro pecado, y a conocer al Padre. Del mismo modo, Jesús se sometió al bautismo de arrepentimiento, y después la voz del Padre vino sobre él.
Yo me convertí a los 15 años. Me casé a los 22 años, y al año siguiente tuve una crisis de ansiedad, crisis de pánico, y depresión, durante cuatro años. Un año, en la cima de la crisis, el Señor empezó mostrarme los pecados que yo tenía.
Alrededor de los 26 años, tuve que ministrar la palabra en un retiro de jóvenes. Me postré en mi cuarto, y el Espíritu empezó a hablar a mi corazón. Tomé un lápiz y escribí una lista de cinco pecados. Yo tenía problemas con el sexo, con mis gastos, con las mentiras, con el trato inadecuado a mis hijos y con mi falta de comunión con Dios. De la historia que voy a contar, en adelante, yo fui otro hombre.
El Espíritu me dijo que, al llegar a casa, yo debería abrir mi corazón a mi esposa. Llegué el domingo en la tarde, y decidí postergarlo para después de la reunión de iglesia. Pero luego transcurrió un año y tres meses. Fui a otro retiro. Un hermano estaba compartiendo la palabra de Dios, y el Espíritu me recordó esos cinco pecados que yo debía confesar.
Cuando no pasas el primer año, Dios no te promueve al curso superior. Tienes que seguir allí hasta cumplir todas las lecciones del primero. Entonces volví a casa, y era un jueves. Miré a mi esposa, y pensé: «Le hablaré después de la reunión de oración». Y pasaron cuatro meses más.
Un día, en una reunión muy concurrida, un hermano que tocaba el teclado, detuvo la reunión y dijo: «Hay alguien entre nosotros a quien Dios le está pidiendo que haga una cosa, y él no la ha hecho». Yo sabía que se refería a mí. Habló por segunda y por tercera vez, y yo permanecí quieto.
Al día siguiente fui a cenar a casa de mi mejor amigo. Él me dijo: «Cézar, anoche soñé contigo». Me quedé frío. Miren el sueño que este hermano tuvo, y vean si no fue Dios hablándome. «Soñé que tú y yo estábamos en una batalla, y que tú morías, pero lo curioso es que yo veía la bala entrando por tu boca».
Dios toca
¿Qué estaba hablando Dios conmigo? «Tú tienes que enfrentar el asunto de tus pecados». Porque, si yo vivía de esa forma, mis hijos iban a repetir mis pecados. Miré a mi esposa, y pensé: «Después de la próxima reunión». Y pasaron tres meses más, hasta que mi hijo se enfermó. Y ahí Dios me hizo entender que yo no estaba dando la cobertura necesaria a mi casa. ¡Qué triste es cuando Dios tiene que tocar a nuestros hijos para llamar nuestra atención!
Mientras yo estaba orando por mi hijo, un hermano me llamó por teléfono, diciéndome que había estado pensando en mí todo el día, y él quería ir a orar conmigo. Él vino, oró, y se fue. Entonces llamé a mi esposa, y le confesé mis pecados. Desde ese día hasta ahora, soy otra persona.
Este es el inicio de nuestra filiación. «Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados». Cuando nos casamos sin saber cuáles son nuestros pecados, éstos van a interferir en la vida conyugal y en la vida de nuestros hijos. Por eso, cuando somos hijos de Dios, somos llevados a entender cuáles son nuestros pecados. La Biblia les da nombres a ellos, y nosotros también necesitamos aprender a identificarlos.
La historia que les he contado tiene veinticinco años. Yo soy plenamente libre, pero también conozco las limitaciones que mi carne me impone. El Señor necesita traer confesión de pecados en el seno familiar. Mediante el poder de la cruz, necesitamos posicionarnos ante nuestros pecados. Después que la pareja identifica sus propios pecados, puede también dar nombres a los pecados de sus hijos.
Nosotros cometemos el error de tratar a nuestros hijos sin antes ser tratados nosotros mismos. Por eso, la invitación hoy es individual. No es una invitación a los maridos o a las esposas, sino a todos aquellos que quieren ser hijos de Dios. Después que lidiamos con nuestros pecados, la voz del Padre vendrá sobre nuestros corazones, y dirá a cada uno de los que somos hijos: «Tú eres mío; eres mi hijo, mi hijo amado, en quien tengo toda complacencia».
Mi hijo amado
Quiero estudiar con ustedes estas cuatro expresiones: «Mi… hijo… amado… en quien tengo complacencia». Porque lo mismo que el Padre dice al Hijo eterno, el Espíritu Santo quiere comunicarlo a cada uno de sus hijos.
Él quiere mostrarnos lo que hoy hemos sido hechos en la presencia de él, que nada nos falta, porque somos hijos. Que no somos desechados, porque somos amados; que tenemos un trabajo en esta tierra. Por eso, él nos dice que tiene placer en nuestras vidas. ¡Qué gran verdad es la filiación! «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom. 8:14).
La primera palabra es una expresión de posesión, de pertenencia. El Espíritu pudo haber dicho: «Este es el Hijo amado». Pero puso un pronombre posesivo, para mostrar cuál es la primera necesidad de todo ser humano – la necesidad de pertenecer a alguien, de saber que él es de alguien.
El Ministerio de Salud hizo una investigación en nuestro país, y descubrió algunas cosas curiosas. En Brasil, la afición al fútbol es muy fuerte. La investigación se centró en las barras organizadas, y concluyó que casi todos los participantes decían estar allí porque se sentían en una familia, la familia del deporte. ¿Por qué creen ustedes que Dios dice que nosotros somos su familia? Porque nosotros tenemos esa necesidad de pertenecer a las personas.
En Proverbios, desde el capítulo 1 hasta el 8, se habla mucho de los hijos. Miren cómo el Espíritu de Dios escribió. «Hijo mío…» (Proverbios 1:8, 15; 2:1; 3:1, 11, 21; 5:1; 6:1, 20; 7:1). ¿Por qué él no escribió simplemente «hijo»? ¿Por qué puso el pronombre posesivo en todos los textos? Porque él nos está diciendo a ti y a mí que nosotros tenemos la necesidad de ser de alguien. Nosotros fuimos creados para Dios. Nuestra genética pide que seamos de alguien.
Sentido de pertenencia
Permítanme mostrar algo que enfatiza el hecho de que debemos saber que pertenecemos a alguien. El versículo 4 dice: «Di a la sabiduría: Tú eres mi hermana, y a la inteligencia llama parienta; para que te guarden de la mujer ajena, y de la extraña que ablanda sus palabras» (7:4-5). En la versión en portugués, las palabras Sabiduría e Inteligencia vienen con mayúscula, porque se está hablando de una persona, y esta persona es Jesús. El texto nos pide que nuestro corazón diga: «Jesús, tú eres mi hermano, tú eres mi pariente». Este es el sentido de pertenencia. Y el versículo 5 dice: «Para que te guarden de la mujer ajena», porque si no pertenezco a Jesús, alguien va a llevar mi corazón.
Nosotros pertenecemos a Jesús; podemos llamarlo hermano y pariente. Tenemos que vivir una relación diaria de pertenencia con él. Al no hacer esto, nuestro corazón es seducido por las cosas de la vida: una casa, un automóvil, una profesión. Nos apegaremos a alguien o a alguna cosa, aquello que la Biblia llama ídolos. O somos de Dios o pertenecemos a los ídolos, pero todos pertenecemos a alguien. La invitación de Dios es que le pertenezcamos a él, como hijos.
Ahora, veamos cómo la Biblia nos enseña que Dios nos da esa pertenencia. Dos cosas dan el sentido de pertenencia. Veamos primero Jeremías 31:3. «Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia». Preste atención. La Biblia relaciona el amor asociándolo con tiempo. Nosotros invertimos tiempo en aquello que amamos.
Quien ama, da tiempo
Hace casi treinta años que predico a las familias. Pero, ocho años atrás, al llegar de un retiro, mi esposa me dijo: «Cézar, tú no me amas». Yo respondí: «¿Cómo es eso? Mira todas las pruebas de amor que yo te doy». Pero ella replicó: «La Biblia dice, y tú predicas, que quien ama, da tiempo. Y tú no pasas tiempo a solas conmigo». ¿Por qué mi esposa decía no sentirse amada? Porque yo vivía viajando, predicando la Palabra, y no pasaba tiempo suficiente con ella. Uno puede perderse con facilidad.
La primera cosa que da el sentido de pertenencia es el tiempo. Los hijos necesitan tiempo. Por eso, la Biblia estimula a las mujeres a permanecer con sus hijos por muchos años; porque los hijos sabrán que pertenecen a alguien en la medida que ese alguien está cercano a ellos.
Mi hija estudia psicología, y en estos días ella fue a hacer una práctica en un colegio de párvulos. Un niño de dos años, que nunca la había visto, se acercó a ella, abrazó su pierna, permaneció un tiempo así, levantó sus bracitos, y le dijo: «¡Mamá!». Alguien así elige a una enamorada a los trece o catorce años, porque dentro de nuestra naturaleza nosotros tenemos que pertenecer a alguien. Los hijos aprenden a pertenecer, con los padres. Más tarde, ellos tendrán un sentido de pertenencia a Dios, en la medida que ellos pertenecieron a sus padres desde que nacieron.
Tono de voz bajo
La Biblia dice que el hijo hace lo que ve hacer al padre. Si un hijo ve que sus padres se pertenecen el uno al otro, que el esposo ama a su mujer, si ve un matrimonio cercano, con un tono de voz bajo, él sabe que sus padres se pertenecen el uno al otro. Todo es sutil. Si yo me distancio, tengo que hablar fuerte, porque estoy lejos. Si estoy cerca, mi voz es suave. Si llamo a mi hijo con voz fuerte, su oído se cansa, porque es un tono de voz alterado. La pertenencia gana el oído del hijo. (Y la fe viene por el oír).
La primera gran necesidad del ser humano es pertenecer a alguien. El diablo quiere mantenernos ocupados, llenos de servicios, porque sabe que, si nos ocupamos con muchas tareas, no produciremos el sentimiento de pertenencia dentro de la casa, y comprometemos la filiación. Después de dos generaciones, la iglesia se volvió problemática, porque dejó de pertenecer a Jesús y pasó a pertenecer a muchas cosas. Y eso debe ser hecho en casa, con el padre y la madre.
Los padres tienen que aprender primero a ser hijos. Veamos la segunda cosa que produce sentido de pertenencia. «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18).
El Hijo amado habitó en el seno del Padre. ¿A quién no le gusta poner allí a un recién nacido? Es una sensación única de pertenencia. El Hijo habitó eternamente en el seno del Padre. Un hijo necesita de proximidad, necesita ser tocado, ser bendecido con la cercanía de nuestra voz.
Cuando Isaac fue a bendecir a Jacob, éste estaba suplantando a Esaú. Miren la bendición que Isaac le dio: tocó sus cabellos, olió a su hijo. Es así como nosotros bendecimos a nuestros hijos. Las mujeres necesitan ser tocadas, necesitan de un tono de voz bajo cerca de ellas. Nuestros hijos lo necesitan, porque eso produce en ellos un sentimiento de pertenencia. Y van sabiendo que ellos son de Dios. No importa la situación que ellos pasen; ellos son del Padre.
Un padre que habla a su hijo
Esa es la primera verdad. La segunda verdad: Jesús es Hijo. ¿Qué es lo que la Biblia habla del Hijo? ¿Cómo puedo enseñar a un hijo que él es mi hijo? «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados» (Rom. 8:16-17).
El Espíritu está diciendo aquí que él hace dos cosas. Primero, él testifica que nosotros somos hijos, que nosotros somos de él.
Un padre demuestra que un hijo es su hijo cuando le habla. Los hijos necesitan una conversación tranquila. Los adolescentes necesitan la amistad de los padres. Necesitan padres que sepan conversar, que no sean tan autoritarios, que sean tranquilos en sus reacciones.
Yo fui muy duro cuando mi hijo mayor era pequeño. Y cuando él cumplió trece años, descubrí que yo estaba en problemas. Cerca de mí, él obedecía, pero lejos de mí tenía la ocasión de no obedecer. Padres excesivamente autoritarios producen hijos miedosos. Entonces, conversé con mi esposa, y decidí que tenía que tratar severamente mi autoritarismo. Y resolví ser amigo de mis hijos, en especial del mayor.
Padre, no «profesor»
Estando cerca, el hijo obedece por miedo; pero, lejos, él se siente libre de hacer lo que quiere. Llamé a mi hijo, le pedí perdón y le dije que yo aprendería a ser un hombre más tranquilo. Entonces, descubrí que, después de los doce años, los hijos necesitan conversar acerca de las cosas. Yo era muy profesor. Todo era cierto o errado, y si alguien estaba correcto, el otro estaba equivocado. En mi opinión, mis hijos siempre estaban errados. Al cabo de dos o tres años, eso hacía que ellos no quisieran hablar más contigo. Y yo comprometí la edificación de ellos como hijos.
«El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios». Entonces, dije a mi hijo: «A partir de hoy, vamos a conversar en relación a las cosas». La primera situación que viví con él fue así. Lo pasé a buscar al colegio, y él me contó que una amiga no cristiana lo había invitado a ser su compañero en un baile. Yo entiendo que eso no es para creyentes. Estábamos frente al portón del condominio, y le dije: «¿Y qué te parece eso a ti?». Yo estaba aprendiendo a dialogar sin imponer mi opinión, y a enseñarle a pensar.
Aquel portón subió y bajo, subió y bajó, y él no conseguía hablar. Y yo callado, porque estaba aprendiendo a dialogar. Hasta que él se atrevió. Después que él dio su opinión, yo emití la mía con un espíritu suave, conversando con él. Los padres necesitan conversar con sus hijos.
Madres que edifican
Los hijos necesitan saber pensar con respecto a la vida. Las madres también lo necesitan, pues ellas tienen que edificar la casa. Proverbios 9:1 dice: «La Sabiduría edificó su casa, labró sus siete columnas». La mujer tiene que tener entendimiento, inteligencia, sabiduría, prudencia. Las siete columnas de la sabiduría tienen que estar presentes en las madres, pues son ellas las primeras que enseñan a los hijos a pensar.
«Y si hijos, también herederos». A todo hijo se le debe dar un cariño, una palabra, que es solo de él, y que no puede pertenecer a nadie más. Es tan solo para los hijos que Dios nos dio. Ellos heredan cosas nuestras que son solo de ellos; no pueden pertenecer a nadie más en esta tierra.
Relacionamiento exclusivo
Apocalipsis 2:17 dice que los hijos de Dios heredarán «una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe». El Padre tiene una individualidad contigo, que no tiene conmigo, que te pertenece solo a ti; así como también tiene una individualidad y un relacionamiento conmigo, que solo me pertenece a mí.
Los hijos heredan cosas de los padres. Para que un hijo conozca que él es hijo, tiene que heredar comportamientos nuestros que serán solo de él. Él sabe que es hijo cuando yo converso y cuando le doy cosas que le pertenecen solo a él.
Nuestros hijos necesitan recibir regalos, necesitan palabras que sean solo de ellos. Yo tengo un gesto de cariño que hago a mi hija, que le pertenece solo a ella. Es mío y de ella. Con eso, ella sabe que es mía. Dios hace lo mismo con nosotros.
Tercera palabra: «Este es mi hijo amado». Muchas cosas nos hablan del amor en la Biblia. Primera, los padres inician un movimiento en dirección a sus hijos. El adolescente no actúa, sino que reacciona. Si le doy cariño, él da cariño; si le hablo, él habla. Si le hablo de lejos y de forma alterada, él responderá de la misma forma. Si me aparto de él, él va a su cuarto y se distancia de mí. Ellos no tienen iniciativa, sino que reaccionan a las iniciativas nuestras.
Amor que atrae
La Biblia dice acerca del amor. «Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero» (1ª Juan 4:19). Hay padres que tienen actitudes infantiles con sus hijos. El hijo se distancia, y el padre se distancia del hijo. Son padres que se resienten con los hijos, no sabiendo adaptarse a las fases de éstos, padres que siempre exigen de los hijos una actitud madura. Y eso es pecado. Eso compromete el amor.
En el amor, en una relación de dos, alguien tiene que tomar la iniciativa, alguien tiene que amar primero. Entre nosotros y Dios, fue Dios. Entre yo y mi esposa, ¿quién será? Yo. Yo amaré primero.
Los hijos necesitan que nosotros hagamos movimientos en dirección a ellos. Cuando un padre llega de su trabajo, necesita bendecirlos, necesita buscarlos, porque así hace Dios el Padre con nosotros. Él nos busca todo el tiempo, y él se deja hallar por nosotros. Y nosotros vamos a hacer eso con nuestros hijos, y también con nuestras esposas: vamos a amar primero.
Cuando hacemos eso, el hijo se siente amado; pero no solo eso. Miren como Dios define el funcionamiento del amor en la Biblia. «Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia. Aún te edificaré, y serás edificada» (Jer. 31:3-4). (La versión en portugués usada por el hermano dice: «Con amor eterno te amé; por eso, con bondad te atraje»). El amor funciona por atracción.
Una mujer se siente amada cuando tienes gestos de bondad con ella. Una loza lavada, una ropa ordenada, una ayuda en el aseo de la casa. El hombre no puede ser buen dueño de casa, pero él tiene que vivir la vida común del hogar. Las personas se sienten amadas por gestos de servicio.
En estos días, por primera vez, mi hijo, pinchó un neumático de su auto. Él tiene 25 años; puede leer el manual del auto y ver cómo cambiarlo. Pero él me pidió, aunque yo debería haberme ofrecido. Era una oportunidad de atraerlo. Cuando servimos a los hijos, los atraemos a nosotros. Fui y le enseñé cómo hacerlo. Él no necesitaba de mi ayuda, pero el amor existe por atracción, cuando usted sirve.
Nadie en una casa puede servir más que el hombre. ¿Por qué? Porque el hombre representa a Cristo, y Cristo se hizo siervo. Servimos a la esposa, servimos a los hijos. De vez en cuando, yo tomo el auto de mi hija y lo lavo. No necesito hacer eso; pero ella llega después y me abraza. Y con eso, tengo ganado el oído de ella. Guarden esta palabra, «oído». Porque la fe viene por el oír.
«Con amor eterno te amé; por eso, con bondad te atraje. Y aún te edificaré, y serás edificada». ¿Queremos edificar a nuestros hijos? No hay ningún padre que no quiera edificarlos. Pero debemos entender que, antes de eso, tenemos que atraerlos a nosotros. Jesús dijo. «Cuando fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo». El amor obra por atracción; un hijo se siente amado cuando yo lo sirvo, con gestos de bondad.
Oseas 11:4. «Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor; y fui para ellos como los que alzan el yugo de sobre su cerviz, y puse delante de ellos la comida». Está enseñando sobre el amor. Ellos fueron atados con lazos de amor. «Fui para ellos como el que alivia el yugo de sus mandíbulas».
Yo vengo de una zona rural, y monté a caballo por muchos años. Cuán liviano se sentía el animal al final del día, cuando quitabas el freno de su boca y lanzabas agua sobre su cuerpo.
Marido, cuando usted presta un servicio dentro de la casa, está aliviando el yugo de sobre su esposa, y la está atando con lazos de amor. El amor alivia el yugo de las personas.
La importancia de una comida
También dice: «Y puse delante de ellos la comida». No hay un ser humano en esta tierra que no se sienta amado cuando recibe comida. El principal papel de la mujer no es cuidar de la casa, sino cuidar de personas. ¿Pueden ver el sentido de pertenencia? ¿Pueden ver el toque que esto da? ¿Qué hijo, por viejo que sea, no se siente amado cuando la madre hace una comida para él? ¿Por qué el Señor dio la tarea de la cocina a la mujer? Porque es un lazo de amor. Con eso, también los hijos se sienten amados.
La última palabra. «Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia». Todo hijo necesita servir. El ser humano, sea hombre o mujer, necesita un trabajo en esta vida. Por eso, la Biblia dice que, cuando nacimos de nuevo, fuimos hechos hijos de Dios. Mas, de inmediato el Espíritu Santo vino sobre nosotros y nos bautizó con al menos un don, una herramienta, porque el servicio es para todo ser humano.
Entonces, el placer está ligado al servicio. Recordemos la parábola de los talentos. Uno recibió cinco; otro, dos y otro, uno. Aquel señor vino a sus siervos, y al que tenía cinco y al que tenía dos, les dijo: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco fuiste fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mat. 25:21, 23). Entra en el placer de tu señor. La palabra «complacer» está ligada al servicio del hijo.
El verdadero padre es Dios
Padres, presten atención. El hijo no existe para ser profesionalmente lo que usted quiere. Usted no es el verdadero padre de su hijo. Su verdadero padre es Dios el Padre; es él quien plantó una vocación en ellos, no nosotros. Nosotros solo podemos ayudarlos a descubrir quiénes serán; mas ellos no pueden ser lo que nosotros queremos.
Hay hijos que son ansiosos, hay hijos con crisis de pánico, hay hijos depresivos, porque hay padres muy exigentes. Yo puedo exigir de un hijo cuanto él pueda. Si exijo menos, desprecio sus dones; pero, si exijo más, produzco en él ansiedad. Necesitamos oír de Dios lo que él desea para nuestros hijos.
La filiación es una cosa curiosa. Salmos 127:3 dice. «Herencia de Jehová son los hijos». Pero, ¿cuándo se recibe una herencia? Cuando alguien muere. Pero Dios no murió. Luego, es una herencia dada en vida. Entonces, nuestros hijos son prestados; ellos no son nuestros. Están con nosotros, para que les preparemos para Dios.
Los hijos nos son entregados ingenuos, para que los devolvamos obedientes. Entonces, el placer está ligado a la vocación de trabajo de nuestros hijos, y quien determina la vocación de un hijo es Dios, y no nosotros. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile), en Mayo de 2015.