Revisando algunos elementos prácticos sobre el anuncio del Evangelio.

Porque si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!”.

– 1 Cor. 9:16.

El hombre más destacado de los tiempos apostólicos fue el apóstol Pablo. Él siempre fue grande en todo. Si se le considera como pecador, él fue en extremo pecador; si se le ve como perseguidor, él odiaba a los cristianos y los perseguía hasta ciudades lejanas; si se le toma como convertido, su conversión fue la más notable de todas. Si lo tomamos solo como cristiano, vemos que amó a su Maestro y buscaba mostrar, más que todos los demás, la gracia de Dios en su vida.

Pero si lo consideramos como apóstol y predicador de la Palabra, sobresale de manera eminente como el príncipe de los predicadores, que compareció ante emperadores y reyes por causa del nombre de Cristo.

Una característica de Pablo era que cualquier cosa que hiciera, la hacía con todo su corazón. Era del tipo de personas que no podía desempeñar una función a medias, sino que, cuando actuaba, todas sus energías eran utilizadas al máximo en aquello que debía hacer.

Pablo, por tanto, podía hablar con toda la experiencia en lo tocante a su ministerio, puesto que él fue el mayor de los ministros. Todo lo que dice es importante; todo nos llega de lo profundo de su alma. Y estamos seguros de que cuando escribió esto, lo escribió con mano firme: «Si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!».

Estas palabras de Pablo son aplicables hoy a todos aquellos que tienen un llamado especial, que son guiados por el Espíritu Santo a cumplir la función de ministros del evangelio.

Al considerar este versículo, responderemos a tres preguntas: primero, ¿qué es predicar el evangelio? Segundo, ¿por qué el ministro no tiene de qué jactarse? Y tercero, ¿cuál es la preocupación involucrada en el versículo: «Porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!»?

¿Qué es predicar el evangelio? Hay muchas respuestas para esta pregunta. Intentaré responder de conformidad con mi propio juicio, con la ayuda de Dios, y si no es la respuesta correcta, están ustedes en libertad de encontrar una mejor, mediante su propio discernimiento.

Exponer el evangelio completo

Predicar el evangelio es exponer cada doctrina contenida en la palabra de Dios, y dar a cada verdad su propia importancia. Los hombres pueden predicar una sola doctrina del evangelio; y yo no diría que un hombre no predica en absoluto el evangelio si solo sostuviera la doctrina de la justificación por la fe, «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe». Yo lo consideraría un ministro del evangelio, pero es alguien que no predica todo el evangelio. No puede afirmarse que un hombre predica el evangelio completo de Dios, si hace a un lado, intencionalmente, una sola verdad de nuestro bendito Dios.

Este comentario mío debe ser muy punzante en las conciencias de muchas personas que, casi como un asunto de principios, no comparten ciertas verdades con la gente debido a que temen esas verdades. Yo no me atrevería a afirmar algo así. Considero que es una arrogancia suprema atreverse a decir que una doctrina no debe predicarse, cuando Dios, en su suprema sabiduría, ha querido revelarla a los hombres.

Además, me preguntaría: ¿El fin de todo el evangelio es convertir a los pecadores? Hay ciertas verdades que Dios bendice para conversión de los pecadores, pero ¿acaso no hay otras verdades destinadas a traer consuelo a los santos? Y, ¿no deberían, estas verdades, ser objeto del ministerio de la predicación, igual que las demás? ¿Debo tomar en cuenta unas y descartar otras? No: si la palabra de Dios dice: «¡Consolad, consolad a mi pueblo!», entonces debo predicarla.

Pero, ¿nos corresponde a nosotros juzgar la verdad de Dios? ¿Debemos poner sus palabras en la balanza y decir: «Esto es bueno y esto otro es malo»? ¿Debemos tomar la Biblia y amputarla y decir: «Esto es paja y esto es grano»? ¿Debemos deshacernos de alguna de las verdades diciendo: «No me atrevo a predicarla»? No: Dios no lo quiera. Cualquier cosa que está escrita en la Palabra de Dios, está escrita para instrucción nuestra: toda ella es útil, ya sea para reprensión o para consuelo o para la instrucción en justicia. Ninguna verdad de la Palabra de Dios debe ocultarse, sino que cada porción de ella debe pre-dicarse según su propio sentido.

Algunos hombres se limitan de manera intencional a cuatro o cinco tópicos que predican de manera continua. Esos individuos se equivocan tanto como los otros, dando demasiada importancia a una verdad y olvidando a las demás. Sobre cualquier cosa que deba predicarse –llámenla con el nombre que quieran–, la norma del verdadero cristiano es la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia.

Lamentablemente, muchos forjan un círculo de hierro alrededor de sus doctrinas, y cualquiera que ose dar un paso más allá de ese círculo, no es considerado como poseedor de la sana doctrina. En ese caso, ¡Dios bendiga a los herejes! Señor, ¡envíanos más herejes! Muchos convierten a la teología en una especie de cilindro con cinco doctrinas que rotan de manera indefinida; nunca se aventuran a otros temas. Debe predicarse toda la verdad.

Cada uno de nosotros, a quienes se nos ha confiado el ministerio, debe buscar predicar toda la verdad. Sé que puede resultar imposible tratar de decir toda la verdad. La alta colina de la verdad tiene brumas que envuelven su cima. Ningún ojo humano puede ver la cumbre; tampoco ningún pie humano la ha hollado alguna vez. Sin embargo, podemos intentar pintar la bruma, ya que no podemos pintar la cima. Intentemos describir el misterio, ya que no podemos explicarlo. El que quiera predicar el evangelio debe predicar todo el evangelio. Un ministro fiel no debe omitir ningún aspecto del evangelio.

Exaltar a Cristo

Si me preguntan qué es predicar el evangelio, contesto que predicar el evangelio es exaltar a Jesucristo. Tal vez ésta sea la mejor respuesta que puedo ofrecer. Me entristece comprobar a menudo cuán poco se entiende el evangelio, aun entre algunos de los mejores cristianos.

Hace algún tiempo una joven mujer se encontraba en medio de una gran tribulación en su alma; ella se acercó a un hombre cristiano muy piadoso, quien le dijo: «Mi querida amiga, debes irte a casa a orar». Yo pensé para mis adentros que eso no es nada bíblico. La Biblia no dice: «Vete a casa y ora». La pobre joven se fue a casa y oró y continuó sufriendo su tribulación. Él le dijo: «Debes tener paciencia, debes leer las Escrituras y estudiarlas». Eso tampoco es bíblico; eso no es exaltar a Cristo.

Muchos predicadores están predicando esa clase de doctrina. Le dicen a un pobre pecador convencido: «Tienes que ir a casa y orar, y leer las Escrituras; debes asistir al culto…», etc. Obras, obras, obras, en vez de: «Por gracia sois salvos por medio de la fe». Yo le diría: «Es solo Cristo quien salva; cree en el nombre del Señor Jesucristo». Yo no le diría a nadie, en esas circunstancias, que ore o que lea las Escrituras o que asista al templo; le presentaría la fe, la fe simple en el evangelio de Dios.

No es que menosprecie la oración; eso debe venir después de la fe. No es que diga una palabra en contra de buscar en las Escrituras; ésa es una señal infalible de ser hijo de Dios. No es que tenga objeciones en contra de ir al templo a oír la palabra de Dios. Pero ninguna de esas cosas es el camino de la salvación. En ninguna parte está escrito: «El que asista al templo será salvo», «El que lea la Biblia será salvo»  o «El que ore y sea bautizado será salvo»; pero sí: «El que cree», el que tiene fe en Cristo Jesús, en su divinidad, en su humanidad, es librado del pecado. Predicar que solo la fe salva es predicar la verdad de Dios.

Tampoco reconoceré a nadie como ministro del evangelio si predica como plan de la salvación cualquier otra cosa que no sea la fe en Jesucristo; es la fe, la fe y solo la fe en Su nombre. Pero la mayoría de la gente está enredada en sus propias ideas. Tenemos tanto concepto del trabajo, tal idea del mérito y de las obras, que nos resulta difícil predicar de manera clara la justificación por la fe. Les decimos: «Cree en el Señor Jesús y serás salvo». Pero ellos tienen la noción de que la fe es algo tan maravilloso y misterioso, que les parece casi imposible alcanzarla sin tener que hacer algo más.

Sin embargo, esa fe que nos une al Cordero es un don instantáneo de Dios, y aquel que cree en el Señor Jesús es salvo en el momento, sin ningún otro requerimiento. ¿Acaso no queremos exaltar más todavía a Cristo en nuestra predicación, y exaltar más aún a Cristo en nuestras vidas?

La pobre María dijo: «Han sacado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto», y podría decir ahora lo mismo si saliera de la tumba. ¡Oh, que haya siempre un ministerio que solo exalte a Cristo! ¡Oh, que la predicación siempre lo muestre a él como Profeta, Sacerdote y Rey para su pueblo! ¡Que el Espíritu manifieste al Hijo de Dios a través de la predicación! Necesitamos una predicación que diga: «¡Mirad a mí y sed salvos, todos los confines de la tierra!».

¡Predicación del Calvario, teología del Calvario, libros sobre el Calvario, sermones sobre el Calvario! Éstas son las cosas que queremos y en la proporción en que el Calvario sea exaltado y Cristo sea engrandecido, en esa medida el evangelio es predicado en nuestro medio.

Predicar a todo el mundo

La tercera respuesta a la pregunta planteada es: predicar el evangelio es dar a los diferentes tipos de personas lo que requieran. «Sólo debes predicar al pueblo de Dios, cuando estés en ese púlpito», le dijo una vez un diácono a un ministro. El ministro respondió: «¿Has marcado a todo el pueblo de Dios en la espalda, para poder reconocerlo?».

¿De qué sirve esta gran capilla si solo voy a predicar al pueblo de Dios? Son muy pocos. El amado pueblo de Dios no puede caber en un pequeño salón. Tenemos aquí mucha gente que no pertenece al pueblo de Dios, mas ¿cómo saber si la predicación que me piden que dirija al pueblo de Dios no puede también alcanzar a alguien más?

Alguien podría decir por otro lado: «Por favor, predica a los pecadores. Si no predicas a los pecadores esta mañana, no habrás predicado el evangelio. Te oiremos solo una vez, y tendremos la certeza de que no caminas correctamente, si no predicas particularmente a los pecadores hoy, en este sermón en particular». ¡Qué tontería!

Hay momentos en que debe alimentarse a los hijos, y hay otras ocasiones en que debe advertirse a los pecadores. Hay propósitos diferentes para ocasiones diferentes. Si un ministro predica a los santos de Dios, y no dice nada a los pecadores, está actuando correctamente, siempre y cuando en otras oportunidades en que no esté consolando a los santos, dirija su atención especial a los inconversos.

Escuché un día un buen comentario de un amigo. Una persona criticaba las fallas de las Lecturas Diarias, del Dr. Hawker, ya que no ayudaban a la conversión de los pecadores. Mi amigo le dijo: «¿Has leído la Historia de Grecia?». «Sí». «Pues bien, ¿no es cierto que ése es un libro inútil, puesto que no tiene por objetivo la conversión de los pecadores?». «Sí», respondió el otro, «pero la Historia de Grecia no fue escrita con ese fin». «No», respondió mi amigo, «y si tú leyeras el prefacio de Lecturas Diarias, verías que ese libro no fue escrito para convertir a los pecadores, sino para edificación de los creyentes, y si cumple con ese objetivo, entonces el escritor fue sabio, aunque no haya tenido otro objetivo».

Cada grupo de personas debe recibir lo suyo. Tanto el que predica solo a los santos, como aquel que predica únicamente a los pecadores  y solo a ellos, y no a los santos, no predican el evangelio completo.

Nosotros tenemos aquí una mezcla de todo. Tenemos al creyente que está lleno de seguridad y es fuerte; tenemos a aquel que es débil y de poca fe; tenemos al recién convertido; tenemos al hombre que duda entre dos opiniones; tenemos al hombre moral; tenemos al pecador; tenemos al marginado. Cada uno de ellos debe recibir su porción de alimento a su debido tiempo.

El predicador que olvida a alguno de esos grupos no predica el evangelio completo. ¿Qué? ¿Me pueden exigir que me limite en el púlpito a predicar solo ciertas verdades, para confortar a los santos? No lo puedo aceptar. Dios les da a los hombres corazones para que amen a su prójimo y, por tanto, deben desarrollar esos corazones. Si amo a los impíos, ¿no debo tener los medios para hablarles? ¿No puedo hablarles acerca del juicio venidero, de la justicia y de su propio pecado? Creemos que debemos predicar a todos los hombres: «Cree en el Señor Jesús y serás salvo», pero si no crees en él, estás condenado.

Hablar de corazón a corazón

Hay una respuesta adicional a la pregunta. Predicar el evangelio no es citar ciertas verdades acerca del evangelio; no es hablar sobre lo que el evangelio es, sino en predicarlo al corazón, en el poder del Espíritu Santo. Es hablar de persona a persona y derramar nuestro corazón en el corazón del compañero.

Predicar el evangelio es proclamar con lengua de trompeta y celo encendido las inescrutables riquezas de Cristo Jesús, para que los hombres puedan oír, y entendiendo, puedan volverse a Dios con todo su corazón. Esto es predicar el evangelio.

El peligro del orgullo

«Porque si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme». Hay maleza que puede crecer en cualquier parte, y una de ellas es el orgullo. El orgullo puede crecer tanto en una roca como en un jardín. El orgullo crece en el corazón de un limpiabotas y crece en el corazón de un político. El orgullo crece en el corazón de una muchacha de servicio e igualmente crece en el corazón de su señora.

El orgullo puede también crecer en el púlpito. Es una hierba que se esparce de manera terrible. Requiere ser cortada cada día, pues, de otra forma, estaríamos hundidos en él. El púlpito es excelente terreno para el orgullo. Crece de manera desenfrenada, y creo que difícilmente habrá un predicador del evangelio que no confiese que tiene una fuerte tentación hacia el orgullo.

Creo que dondequiera que haya una gran asamblea y dondequiera que haya mucho ruido y agitación en relación a un hombre, hay allí un grave peligro de orgullo. Y, véanlo bien, entre más orgulloso sea un hombre, más estrepitosa será su caída al final.

Si la gente sostiene en sus brazos en alto a un ministro y deja de sostenerlo y lo suelta, ¡qué golpazo se dará el pobre al término de todo! Así les ha ocurrido a muchos. Muchos hombres han sido sostenidos en alto por otros hombres, por los brazos de la alabanza y no por la oración; estos brazos se han debilitado, y ellos han caído.

Existe la tentación al orgullo en el púlpito; pero no hay razón para el orgullo en el púlpito; no hay terreno para que crezca el orgullo; pero crecerá de todas maneras. «No tengo de qué jactarme». Pero, a pesar de todo ello, a menudo se introduce algún motivo para enorgullecernos, no real, sino aparente para nosotros mismos.

La imperfección del ministro

Ahora, ¿cómo es que un verdadero ministro siente que no tiene de qué jactarse? Primero, porque está consciente de sus propias imperfecciones. Creo que nadie se formará una opinión más justa de sí mismo que quien es llamado constantemente a orar.

Una vez un hombre pensó que podía predicar, y cuando le fue permitido ocupar el púlpito, encontró que las palabras no fluían libremente como él esperaba y en un momento de ansiedad nerviosa y temor, se inclinó hacia delante sobre el púlpito y dijo: «Amigos míos, si ustedes se subieran al púlpito, perderían toda la soberbia que pudieran poseer».

Creo que eso les pasaría a muchos, si intentaran alguna vez la predicación. Les quitaría la inclinación a criticar y les haría pensar que, después de todo, la predicación no es tarea fácil. Cuando se predica mejor es cuando se piensa que se ha predicado mal. Quien se ha fijado en la mente un elevado concepto de lo que debe ser la elocuencia sabrá qué tan corto se queda. Él, mejor que nadie, puede reprobarse cuando reconoce su propia deficiencia.

No creo que un hombre deba gloriarse cuando hace algo bien. Por otro lado, creo que él será el mejor juez de sus propias imperfecciones y que las verá claramente. Él sabe lo que debe ser: otros hombres no. Miran y ven y piensan que todo es maravilloso, mientras que el predicador piensa que todo es maravillosamente absurdo, y se retira meditando en las cosas en las que ha fallado.

Cualquier ministro verdadero sentirá sus deficiencias. Cuando se retira a descansar el domingo por la noche, dará vueltas en su cama porque siente que erró el tiro, que no ha tenido la vehemencia, la intensidad de propósito que requería su función. Se reprochará por no haber enfatizado lo suficiente algún punto o por haber evitado algún otro, por no haber sido lo suficientemente explícito en algún tema en particular o por haber considerado demasiado algún otro. Verá sus propias fallas, ya que Dios siempre disciplina a sus hijos cuando han hecho algo mal.

El ministro más honrado por Dios a menudo se sentirá deshonrado en su propia estima.

Los dones son prestados

Además, otro medio que nos lleva a no jactarnos es el hecho de que Dios nos recuerda que todos nuestros dones son prestados. ¡Bendigan al Señor, amigos míos, por los talentos que les ha dado! ¡Den gracias al Señor por la razón y por el intelecto que poseen! Aunque éstos no sean muy sofisticados, responden a sus necesidades; y si los llegasen a perder, pronto se darían cuenta de la diferencia.

Tengan mucho cuidado de no pensar en relación con cualquier tema: «¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?». Recordemos que tanto la herramienta de albañil como la mezcla nos vienen de Dios. La vida, la voz, el talento, la imaginación, la elocuencia, todos son dones de Dios, puesto que él ha dado poder a su pueblo y fortaleza a sus siervos.

La dependencia del Espíritu Santo

Otro medio que utiliza el Señor para preservar a sus siervos de la tendencia a jactarse, es hacerles sentir su dependencia constante del Espíritu Santo. Algunos se atreven a predicar sin el Espíritu de Dios o sin haber orado. Pero pienso que ningún hombre verdaderamente llamado de lo alto se atreverá a hacer eso, sino más bien sentirá que necesita al Espíritu.

Estoy obligado a estudiar con dedicación y así no tentar al Espíritu con mensajes sin preparación. Siempre considero mi deber pedir la guía del Señor. ¿Qué haría yo sin la inspiración celestial, ya que a ella le debo todo? Dios nos enseñará cuánto lo necesitamos. No nos permitirá pensar que hacemos algo por nosotros mismos. Cada ministro será llevado a sentir su dependencia del Espíritu; y entonces dirá con énfasis, igual que Pablo: «Porque si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme».

Una necesidad impuesta

El llamamiento del Espíritu

«…porque me es impuesta necesidad». En primer lugar, una gran parte de esa necesidad se debe al llamamiento mismo. Si un hombre es realmente llamado por Dios, lo desafío a que se niegue a aceptar ese llamamiento. Un hombre que tiene en su seno la inspiración del Espíritu Santo que lo ha llamado a predicar, no puede dejar de hacerlo. ¡Tiene que predicar!

Como fuego en los huesos, así será esa influencia. Los amigos pueden querer frenarlo, los enemigos criticarlo, los despreciadores burlarse de él, pero el hombre es indomable; él tiene que predicar si tiene el llamado del cielo. Todo el mundo lo puede abandonar; pero él no podría callarse. Sería una voz clamando en el desierto: «Preparad el camino del Señor».

El hombre que ha sido guiado por el cielo no puede ser detenido por nadie. Ha sido tocado por Dios y nadie le impedirá predicar. ¿No es su palabra como un fuego dentro de mí? ¿Debo callar cuando Dios ha colocado su Palabra en mí?

Cuando un hombre habla en conformidad con lo que el Espíritu le da a hablar, siente un gozo semejante al cielo; y cuando termina desea volver a su trabajo de nuevo y ansía estar predicando nuevamente. Pienso que si Dios ha llamado a alguien, lo impulsará a predicar constantemente, en medio de las naciones, las riquezas inescrutables de Cristo.

Las almas necesitadas

Otra cosa que nos hará predicar: sentir la triste carencia de este mundo caído. Detente por un instante y piensa en tus pobres prójimos, piensa que los hombres se condenan por millares cada hora, y que cada vez que late tu pulso, una nueva alma abre sus ojos en el infierno en medio de tormentos.

Los hombres aceleran su camino a la destrucción, el amor de muchos se enfría y abunda la iniquidad. Te pregunto: ¿no sientes una gran necesidad? ¿No sientes el ¡ay de mí si no predico el evangelio!?

Acércate a las camas de los moribundos y observa cómo los hombres mueren en la ignorancia sin conocer los caminos del Señor. Mira el terror en sus rostros conforme se acercan a su Juez, sin haber conocido la salvación, sin haber siquiera conocido el camino; y mientras los ves temblando ante su Hacedor, oye la voz: «¡Ay de ti si no predicas el evangelio». Tengamos esto presente, y entonces no podemos evitarlo, porque nos es impuesta necesidad.

Algunos creyentes son culpables a los ojos de Dios porque no anuncian el evangelio. No creo que entre nosotros no haya personas calificadas para predicarlo. Creo que sí hay muchos talentos y dones para utilizar en la predicación de la Palabra.

Éste es un asunto muy serio. Si hay predicadores, apoyemos a todo aquel que quiera decir a los pecadores cuán amado Salvador hemos hallado. Quiera Dios que todos los servidores del Señor sean profetas.

Hay algunos que deberían ser profetas, salvo que están temerosos; bien, debemos encontrar para ellos el remedio para quitarles su timidez. No puedo soportar el pensamiento de que mientras el demonio pone a todos sus servidores a trabajar, haya un siervo de Cristo que esté dormido.

Examínate a ti mismo, y si descubres alguna habilidad, entonces vé y habla a las gentes acerca de lo que deben hacer para ser salvos. No necesitas servir a tiempo completo. De cualquier manera, busca anunciar el evangelio de Dios.

Que el evangelio de Dios sea para nosotros aroma de vida para vida y no de muerte para muerte.

Contenido de dominio público.
Tomado de: www.sanadoctrina.org