Un afecto que descansa en la unión de los creyentes con Cristo.
El Evangelio respira el espíritu de amor. El amor es el cumplimiento de sus preceptos, la evidencia de su poder, la promesa de sus alegrías, y el fruto maduro del Espíritu. «Un mandamiento nuevo os doy», les dice nuestro Señor a sus discípulos, «Que os améis unos a otros» (Juan 13:34). «Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros…» (1ª Juan 3:23). Éste es enfáticamente un nuevo mandamiento. Tiene un nuevo objeto, no especificado en la ley original del amor y obviamente un afecto diferente del que es requerido en la ley moral. El amor fraternal es un afecto que está limitado a caracteres particulares. No cabe ninguna duda de que los hijos de Dios son amablemente afectuosos hacia todos los hombres, porque la benevolencia cristiana corre a la par con el ser racional.
El genuino amor a nuestro prójimo se extiende a todos, según su carácter y circunstancias. Bendice a aquellos que nos maldicen, y hace el bien a aquellos que nos odian. Sin embargo, éste no es el rasgo distintivo del amor fraternal. El amor fraternal difiere sustancialmente de un sentimiento general de buena voluntad. Es el amor de hombres justos y, en tal calidad, se hace extensivo sólo a los seguidores de Cristo. Es un afecto dirigido hacia la excelencia de la fe, y consiste en un deleite en la santidad.
Todo aquel que es de la verdad, todo aquel que ha nacido de Dios, de cualquier condición o nación bajo el cielo, será amado con este afecto. Hay algo en el carácter de cada hijo de Dios que refleja la imagen de su Padre celestial, y es esto lo que atrae la mirada y gana el corazón. Hay algo que es amable y tierno, y es este encanto el que hace brotar los afectos y atrae los corazones del pueblo de Dios hacia Dios mismo.
Los hijos de Dios son participantes de la naturaleza divina. Los que traían la imagen de lo terrenal, traen ahora la imagen de lo celestial. Dios les ha impartido una porción de Su propia hermosura; él los ha hecho nuevas criaturas; por el afecto de Su voluntad, él los ha hecho más excelentes que sus vecinos y por eso ellos son amorosos. Son lo excelente de la tierra. Dios los ama, Cristo los ama, el Espíritu Santo los ama, los ángeles los aman, y ellos se aman unos a otros. Es alrededor de ellos que se agrupan las virtudes; de ellos se reflejan las gracias del cielo, aunque ensombrecidas y muy a menudo oscurecidas por pecados degradantes y reprochables.
El amor a los hermanos es también un afecto que descansa en la unión que los creyentes sostienen con Cristo. El Señor Jesús, junto con todos los verdaderos creyentes, forma un cuerpo místico. Cristo es la Cabeza y ellos son los miembros. El mismo lazo que une a los creyentes a Cristo los ata unos a otros. El amor que se ejerce hacia la Cabeza se extiende a los miembros. La unión necesariamente involucra una unión de afecto. Aquellos que aman a Cristo aman a aquellos que son como él y a aquellos que son amados por él. Aquí desaparecen todas las diferencias. Nombre y nación, rango y clase, se pierden en el carácter común de los creyentes, el nombre común de los cristianos. Judío y gentil, esclavo y libre, rico y pobre, son uno en Cristo Jesús (Gál. 3:28).
Ellos tienen un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos (Efesios 4:5-6). Actuando por los mismos principios, acariciando las mismas esperanzas, animados por las mismas perspectivas, laborando bajo los mismos desalientos, teniendo los mismos enemigos por enfrentar, y las mismas tentaciones que resistir, el mismo infierno que rechazar, y el mismo cielo para disfrutar, no es extraño que ellos se amen unos a otros con sinceridad y a menudo fervientemente, con un corazón puro. Hay una unidad de designio, un interés común en los objetos de su búsqueda que establece las bases para la amistad mutua.
La gloria de Dios es el gran objetivo que ordena sus más altos afectos y que necesariamente hace el interés del todo el interés de cada parte, y el interés de cada parte el interés del todo. No hay intereses en conflicto; no hay pasiones produciendo un efecto discordante. En una causa común que tiene preeminencia sobre todo lo demás, los afectos del corazón santificado se reúnen en uno. El Señor Jesús ha dado un particular énfasis al deber del amor fraternal, constituyéndolo en la evidencia simple y decisiva de la verdadera piedad. Es por esta norma que sus discípulos se juzgan a sí mismos. «Nosotros sabemos», dice el apóstol, «que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos» (1ª Juan 3:14).
Este es también el criterio por el cual Él tendrá el juicio del mundo acerca de la sinceridad de la fe de ellos y la verdad y divinidad de Su Evangelio. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). En esa oración memorable antes de Su muerte, Él ora también por sus discípulos, «para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17:21).
Teniendo esta norma a la vista, ¿no puede determinar cada hombre si él es un hijo de Dios? El amor de los hombres justos no es ninguno de los afectos naturales de la mente carnal. Este frío y corrompido suelo no soporta tal fruto celestial. El afecto que los cristianos brindan unos a otros como cristianos es la descendencia de mundos más luminosos. Es un principio del nacimiento celestial. El amor es de Dios, y todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios (1ª Juan 4:7).
No sería difícil distinguir esta gracia cristiana de un mero afecto natural o una atadura sectaria. Un padre puede amar a su hijo, y un hijo a su padre; un marido puede amar a su esposa y una esposa a su marido; y puede existir mucho y recíproco afecto entre un hombre y otro; aunque la fe personal de aquel ser amado no constituya ninguna de las razones de este afecto. Las personas pueden haber sido educadas para estimar y respetar a los hombres piadosos aunque este sentimiento respetuoso esté muy por debajo del amor de aquellos que profesan la fe cristiana. Los hombres pueden amar a los cristianos meramente porque ellos imaginan que los cristianos los aman. Esto, como cualquier otro afecto que es completamente egoísta, es indigno del nombre de cristiano. Ellos pueden amar a cristianos particulares porque ellos son de su misma denominación y se empapan de sus sentimientos. Esto tampoco es mejor que aquella amistad del mundo que es enemistad con Dios.
La pregunta obvia es: ¿Ama usted a los hijos de Dios porque ellos son hijos de Dios? ¿Porque usted descubre en ellos la amabilidad de esta fe que es totalmente encantadora? ¿Los ama usted no sólo porque ellos lo aman o le han hecho favores; no porque ellos son de su clase, sino porque ellos llevan la imagen de su Padre celestial? ¿Los ama usted porque ellos aman a Dios, por su abnegación, su utilidad en el mundo, su ejemplo irreprochable, su fidelidad y su amor al deber? ¿Los ama usted cuando ellos lo reprueban, y cuando el ejemplo de ellos le condena? ¿Y los ama en proporción a la medida de esas excelencias que ellos poseen? ¿Siente usted un interés en ellos y por ellos? ¿Puede usted sobrellevarlos o puede abstenerse de ellos? ¿Puede usted olvidar sus debilidades, o se regocija en magnificarlas? ¿Puede usted lanzar el manto de la caridad sobre sus pecados y puede orar por ellos, y mirar por encima de ellos, y tener compasión, y aún amarlos? ¿Y puede usted sentir así y actuar así hacia el más pobre y más despreciado de la manada, sólo porque él es un cristiano? En ese caso, aquí está su estímulo: «Todo aquel que ama, es nacido de Dios» (1ª Juan 4:7).
Autor puritano, de nombre desconocido.Traducido de http://gracegems.org