El Señor Jesucristo busca amigos en los cuales confiar los deseos íntimos de su corazón.
La noche que fue entregado, mientras afuera bullía Jerusalén con los preparativos para la fiesta y los enemigos de Dios planeaban la muerte del Cristo, el Señor Jesús estaba reunido con los Doce, en la intimidad del aposento alto.
Después de lavarle los pies a cada uno de ellos, les dijo, entre otras cosas: «Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer» (Juan 15:15). Estas palabras llevan toda la carga emotiva del momento en que fueron dichas. Casi al terminar su ministerio, el Señor les eleva considerándoles sus amigos, no sus siervos. Ellos nunca se hubiesen atrevido a pensar de sí mismos como amigos suyos, ni siquiera ahora después de tres años y medio de estar con él. Pero él, en su grandeza y magnanimidad, los acerca tanto a sí mismo, que los llama sus amigos.
¿Qué diferencia hay entre un amigo y un siervo? Mucha, sin duda. En los tiempos bíblicos había incluso más diferencia que hoy. El siervo llegaba a la puerta de la casa del amo, y recibía órdenes que luego se apresuraba a cumplir. El amigo, en cambio, entraba a la casa, se sentaba con el amo, y compartía con él la comida, la sobremesa, y, además, sus planes y proyectos.
De acuerdo a las palabras del Señor, la diferencia entre ambos está en el conocimiento. El siervo «no sabe lo que hace su señor»; en cambio, el amigo ha sido informado de todas las cosas.
Hay cristianos que parecen ser sólo siervos. Ellos obedecen órdenes y las cumplen, pero no saben cuál es el proyecto, el propósito final de su Amo. Nunca han estado sentados con él disfrutando la conversación de sobremesa. No conocen los planes que él ha trazado, y cómo ellos pueden colaborar de mejor manera para su realización.
Sin embargo, Dios necesita tener no sólo siervos, sino también amigos. Dios necesita poder compartir sus planes con el hombre, y contar con su colaboración inteligente.
Un antecedente
Hace unos cuatro mil años, Dios tuvo un amigo llamado Abraham. Cierta vez, él fue a visitarlo, porque necesitaba compartir su carga con alguien. Llegó de sorpresa. Esa tarde Abraham estaba sentado a la puerta de su tienda, y de pronto lo vio. Por supuesto, él lo reconoció (era su amigo), y corrió a atenderlo (como se hace con los amigos).
Después de comer juntos, y de darle un regalo (le anunció que tendría un hijo) Dios llevó a Abraham a dar una vuelta, y le abrió su corazón. Desde hacía algún tiempo le preocupaba la situación de Sodoma y Gomorra, que ya se hacía insostenible. Ahora pensaba visitarlas, para comprobar si era verdad lo que había oído de ellas.
Dios no le dijo a Abraham que destruiría esas ciudades, pero Abraham, que conocía a su Amigo, lo entendió así. Y entonces comenzó a interceder por ellas: «¿Destruirás también al justo con el impío?». Por supuesto, nosotros sabemos que Abraham no fue lo suficientemente insistente como para salvarlas de la destrucción. El pecado de esas ciudades había colmado la paciencia de Dios y, en su justicia perfecta, Dios las destruyó. Pero aquí, sobre todo, se nos revela la maravillosa amistad de Dios con el justo, cómo Dios necesita del hombre, y espera que el hombre colabore con él, e incluso, que sea estorbado por él.
Aquí tenemos el antecedente oportuno, que nos ilustra las palabras del Señor Jesús a los Doce aquel día en el aposento alto.
Lo que Dios está haciendo hoy
El Señor Jesús necesitó tener doce amigos (aunque sabemos que uno le traicionó) a quienes contar lo que el Padre le había dicho, y quienes encomendarles su obra. Hoy también es así. El Señor quiere comunicar los planes que tiene, lo que quiere hacer hoy, no sólo en nuestro medio, sino más allá. Sabemos que lo que está haciendo en este tiempo no es exactamente lo mismo que hizo en los días de los Doce, ni fue lo que hizo en el siglo XVI, o en el siglo XX.
¿Qué está haciendo el Señor en estos días? ¿Qué quiere que nosotros hagamos para él? Estas y otras muchas preguntas debieran saber contestar sus amigos, aquellos pocos que han sido aceptados en su círculo íntimo. (Porque no es del que quiere ni del que corre. El Señor dijo: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros»).
La obra que el Señor está realizando hoy es multifacética, pero nosotros conocemos muy poco de ella. Tomamos un cierto énfasis y seguimos tras él como un caballo con anteojeras, sin ver lo que sucede en alguna otra dirección. Adoptamos una cierta moda que aparenta ser muy exitosa (se puede traducir en estadísticas), pero ¿estamos apuntando en la misma dirección que Dios? Me temo que hay cristianos que actúan como si sólo conociesen la Gran Comisión. (Por supuesto, debemos conocerla y obedecerla). Pero hay más que eso en el corazón del Señor.
Watchman Nee descubrió que la obra de Dios abarca, al menos, tres grandes ámbitos: la evangelización, la edificación y la restauración. Esos tres ámbitos aparecen realizados en las Escrituras por tres apóstoles principales, y sugeridos por sus trabajos seculares al momento de su llamamiento. Pedro, que «echaba la red en el mar»; Pablo, cuyo oficio era «hacer tiendas», y Juan, que «remendaba las redes». (Ver Marcos 1:16,19 y Hechos 18:3).
Gran parte de la cristiandad está abocada casi exclusivamente a realizar el oficio de Pedro. Por supuesto, la tarea de la salvación de las almas es una tarea noble, y urgente. Pero ella satisface fundamentalmente el corazón del hombre. Las otras dos tareas tienen que ver con qué hacemos con aquellos que hemos ganado para Dios, y con satisfacer el corazón de Dios.
¿Serán sólo piedras amontonadas en los caminos después de haber sido sacadas de la cantera? ¿Serán sólo peces abandonados a la orilla del mar de donde fueron sacados? No es esa la perfecta voluntad de Dios. Tal como antaño, Dios hoy tiene un anhelo. Y este anhelo es el mismo que le dio a conocer en sus días a Moisés, a David y a Zorobabel. Él quiere habitar entre los hombres, y espera que su casa sea edificada. Y si sucede que la casa está descuidada, él desea que sea restaurada. Y, como sabemos, esa casa se construye con piedras vivas.
Pero, naturalmente, esta es una tarea de los amigos, los que conocen el deseo íntimo de su corazón. Los amigos de Dios, como Pedro, sufren dolores de parto por la salvación de las almas. Pero también, como Pablo, vuelven a sufrir dolores de parto para que Cristo sea formado en ellos. Y también, como Juan, sufren los dolores de Cristo por su iglesia en ruinas.
Los siervos impíos del Señor trafican y medran con las almas de los hombres (Apocalipsis 18:13); pero los amigos realizan esta triple tarea. Ellos saben el valor que las almas tienen para Dios, y la suerte celestial que tendrán al ser edificadas en aquella que hoy luce tan pobre (Apocalipsis 21).
El perfil de los amigos
Los amigos de Cristo tienen la sensibilidad para descubrir los deseos del Señor, más allá de sus palabras. Esta es la sensibilidad que tuvo el samaritano leproso que fue sanado por el Señor. Él no sólo obedeció su orden de ir y mostrarse a los sacerdotes (como hicieron todos), sino que cuando se dio cuenta que había sido sanado, volvió, (aun a riesgo de faltar a la orden explícita que los otros siguieron), satisfaciendo así el corazón del Señor.
Los amigos conocen el carácter de su Amigo, y pueden percibir cuáles son sus planes. Cuando ellos los conocen (este conocimiento es más que intelectual, es espiritual), renuncian a lo suyo propio para hacer lo que le agrada a él. Lograr que una persona inteligente y ambiciosa renuncie a sus propios planes y metas para abocarse a los de otro, es algo bien difícil. Esto explica por qué Jesús tiene tan pocos amigos.
Dicho de otra manera, los amigos tienen que morir. Ellos, cual Lázaro, deben pasar por aquella dolorosa experiencia, a fin de que la vida de resurrección pueda manifestarse después en otros. La presencia de Lázaro resucitado alentará en María el deseo de derramar su exquisito perfume. (Juan 12).
Luego, cuando ellos han muerto a sí mismos, están totalmente rendidos a la voluntad del Amigo, y le obedecen en todo. («Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando»). Ellos aman su palabra, y la obedecen, no con la farisaica intención de amontonar justicia propia, sino con la devoción perfecta, del que no teme, sino ama, porque se sabe amado.
Los amigos se reconocen y se buscan
El apóstol Juan quedó muy impresionado por estas palabras del Señor cuando les llamó «amigos». Aunque pasaron muchos años, nunca las olvidó. Por eso, al finalizar su tercera carta (que es también cuando finalizaba su vida), se despide de Gayo de una manera muy especial: «La paz sea contigo. Los amigos te saludan. Saluda tú a los amigos, a cada uno en particular» (v. 15). En la primera carta, Juan trata a los hermanos como «hijitos», «jóvenes», y «padres». Ahora, cuando la oposición afuera crece y el círculo se cierra adentro, Juan recuerda aquellas preciosas palabras del Señor dichas en un momento tan similar. Ahora Juan tiene amigos.
¿Qué significa que Juan hable de los amigos ahora? Significa que ha pasado el tiempo, que los lazos se han estrechado, que la fidelidad ha sido probada. Ahora no sólo hay hermanos, hay amigos. Significa también que los amigos de Cristo se reconocen. Ellos se saben amados por Cristo (v.1), y se aman entre sí. Ahora que es muy anciano, Juan podía usar de su autoridad y prestigio y, más que nunca, llamar a todos sus «hijos». Pero al igual que hizo su Señor, cuanto más grande había llegado a ser –por decirlo así– más cerca atrae a los que ama.
Los amigos se reconocen y se buscan. Porque se necesitan. Afuera la marea tempestuosa aumenta, pero aquí adentro, con el Señor, son sus amigos, y amigos también ellos entre sí. El corazón de su Señor se vacía sobre ellos, y ellos comparten sus secretos entre sí. Mañana hay que salir y hacer la obra, hasta que el corazón de su Señor quede satisfecho.
Que el Señor nos conceda la gracia de formar parte de este precioso círculo suyo. Amén.