El libro de los Hechos es el relato más apasionante de la vida de iglesia. Muchas tentativas de restauración, muchos avivamientos posteriores, han tenido como modelo y ejemplo aquellos gloriosos días primeros de la iglesia. Sin embargo, conviene preguntarnos cómo comenzó cada uno de los grandes movimientos del Espíritu en el libro de los Hechos. Qué hubo exactamente antes del inicio de cada uno de ellos.
El primer movimiento lo tenemos a partir del capítulo 2, y el segundo a partir del capítulo 13. El primero es el comienzo en Jerusalén, para todo el mundo judío, y el segundo es el ocurrido en Antioquia, para todo el mundo gentil. En ambos hay un hecho previo de superlativa importancia: aquellos que Dios habría de utilizar estuvieron delante del Señor, ministrando al Señor, en una espera paciente, antes de ser enviados por Dios a hacer Su obra. La orden del Señor antes de ascender a los cielos había sido clara: «Esperen en Jerusalén». Los discípulos obedecieron esa orden, y el Espíritu Santo vino sobre ellos como un viento recio.
Más tarde, en Antioquia, los profetas y maestros de esa iglesia estaban ministrando al Señor cuando el Espíritu Santo a apartó a dos de ellos para la obra. Ellos no tenían en mente la obra, sino al Señor de la obra. El principio es éste: hemos de esperar delante del Señor antes de salir. Hemos de ministrar al Señor antes de ministrar a los hombres. Alguien ha dicho que un siervo de Dios está realmente preparado para servir solo cuando está dispuesto a no ser usado; el silencio delante de Dios es más difícil de soportar que el bullicio entre los hombres.
Hay demasiada obra que es fruto de la impaciencia del hombre, del ingenio e inventiva del hombre, antes que de una orden de Dios. El único que puede iniciar una obra espiritual es Dios. Si no comienza Dios, él no se sumará después a la obra del hombre. Si una obra comienza en el hombre concluirá con el hombre como protagonista y figura. Este es un asunto muy delicado, pues, al ignorar este hecho, o al violar deliberadamente este principio, estamos presentando ante los hombres una obra de calidad inferior a la que debiéramos, y por sobre todo, estamos añadiendo dolor al corazón de Dios.
Dios querría bendecir la obra de sus hijos, usarlos para la mayor obra que jamás el hombre ha emprendido. Él quisiera poder usar a cada cual de la mejor manera; pero el problema del hombre es el apresuramiento, la incapacidad para esperar en Dios. Dios quiere darnos sus instrucciones, mostrarnos el modelo del monte, capacitarnos antes, pero nosotros no estamos dispuestos a esperar; somos obsesivos, y vanidosos. Pensamos que sabemos, que podemos, y que casi no necesitamos de Dios para hacer Su obra. Que el Señor nos frene en nuestra impulsividad, y nos hable al corazón, diciéndonos: «Estad quietos y conoced que yo soy Dios».
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