La expectativa del Señor es ser agradado en todo lo que nosotros hacemos; no solo en el culto, en la alabanza o en la predicación.
…para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria».
– Col. 1:10-11.
Una norma superior
Vivimos en una sociedad en la cual, a menudo, se hace complejo vivir. Estamos rodeados de preceptos, de principios, de estatutos morales que intentan guiar nuestra conducta. Pero, el mundo como sistema, no está moralmente capacitado para regular la conducta humana. Esta es una sociedad que ha llamado, tal como dijo el profeta Isaías, «a lo que es dulce, amargo, y a lo amargo, dulce» (Isaías 5).
Esta es una sociedad cuya norma moral es muy baja; en consecuencia, nosotros, los que somos de Dios, quienes nos identificamos con la persona y obra de nuestro Señor Jesucristo, no podemos vivir de acuerdo a esa medida. Hay una frase muy importante, que Pablo señala en Colosenses y repite en su carta a los Efesios – «agradándole en todo». El énfasis en Efesios, es llamar a los hermanos a que vivan comprobando lo que es agradable al Señor. Por lo tanto, este «agradar al Señor», esta norma de conducta cristiana, es mucho más elevada que aun la misma ley de Moisés.
Comprobando su agrado
Nosotros solemos pensar, erradamente, que por estar hoy viviendo bajo la gracia del Señor, podemos permitirnos ciertas licencias. Pareciera ser que estar bajo la gracia nos da oportunidad de pecar, porque tenemos la sangre del Señor para perdón de nuestros pecados.
Sin embargo, lo que el Espíritu Santo nos está diciendo, a través de ambas cartas, es que nuestra manera de vivir no debe ya estar sujeta a mandamientos o a ordenanzas externas, ni estamos bajo los antiguos preceptos acerca de lo que es bueno o es malo. Pero sí, nuestras vidas, deben estar guiadas por este principio: agradar al Señor en todo.
En cuanto a normas de conducta, a qué hacer en tal o cual ocasión, hay cosas que no están explícitamente registradas en las Escrituras. Sin embargo, cuando nos vemos enfrentados a este tipo de situaciones, nuestra pregunta debe ser: «Señor, ¿esto agrada a tu corazón?».
Agradecemos las preciosas enseñanzas respecto al gobierno del Espíritu Santo, y, especialmente, cómo ese gobierno se hace práctico en lo concerniente a comprobar lo que es grato al Señor. En primer lugar, es el Espíritu de Dios, en nuestro corazón, quien nos dará tal testimonio. Luego tenemos su Palabra escrita, la cual es nuestra hoja de ruta en la vida. Podemos ir a ella y consultar. Y, en tercer lugar, tenemos la iglesia, la comunión de los hermanos; allí también hallaremos la voz del Señor. Entonces, en base a estas tres instancias, podemos comprobar lo que satisface Su corazón.
Por tanto, si, enfrentados a un asunto en particular que deseamos realizar, no tenemos una respuesta evidente del Señor, e ignoramos si aquello le agrada, no nos movamos sin tener antes el testimonio claro en nuestro corazón.
Estamos hoy viviendo un tiempo muy peligroso. Son tiempos de batalla, en que la verdad del Señor es fuertemente resistida. Tal vez no lo percibimos; pero el enemigo está todos los días trabajando, elaborando mentiras cada vez más sutiles, a fin de engañarnos y robarnos la fe, para que nuestra vida no sea del agrado del Señor.
Dos hijos perdidos
Vamos a ilustrar esto a través de una parábola del Señor en Lucas capítulo 15. Es la llamada parábola del hijo pródigo, aunque ese título no se corresponde muy bien con el contenido, porque el foco de atención allí no es el hijo perdido, sino el amor grande y sublime del padre.
El relato habla de un padre que tenía dos hijos. Uno de ellos le pide la herencia a su padre, en vida. Y, una vez que la recibe, el hijo se va del hogar y despilfarra su herencia, quedando sin nada. En tal situación de absoluta pobreza, él asume un trabajo denigrante y desciende a un estado inferior al de un cerdo, llegando a desear comer la comida de aquellos animales.
Estando allí, entre los cerdos, se da cuenta de la condición en la cual ha caído, toma la determinación de regresar a casa y prepara un discurso. «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». Luego, con el triste discurso en su corazón, emprende el largo camino de retorno. Cuando el padre ve venir a su hijo, se ciñe sus vestiduras y corre a su encuentro. ¿Y lo recrimina? No. El hijo venía de un lugar sucio; sin embargo el padre lo abrazó y lo besó.
Esto es muy importante: la actitud del padre para con este hijo es una actitud llena de amor. Él mandó a los siervos traerle ropa, anillo y calzado, y ordenó que prepararan un becerro gordo, para hacer fiesta, porque este, su hijo que había muerto, ahora había vivido; aquel que estaba perdido, ahora había sido hallado.
El segundo hijo
El corazón del padre se alegra profundamente. Pero, después, aparece el otro hijo, aquel que siempre había estado en casa. ¿Cuál fue su reacción? Él venía del campo, y preguntó a uno de los sirvientes acerca de la fiesta que se oía en la casa. Y, cuando le contaron lo que ocurría, éste se enojó y dijo: «Padre, yo he estado todo el tiempo contigo, no te he desobedecido jamás. Yo no he sido como él, y no me has dado ni un cabrito para matar y alegrarme con mis amigos».
Al hijo pródigo siempre lo identificamos con un no creyente, alguien que está sin Cristo y que viene a los pies del Señor, y el Señor se alegra por aquel pecador arrepentido. Y eso es así. Pero, si el hijo pródigo representa a este tipo de personas, ¿a quién representa este otro hijo que estaba en la casa?
A la luz del relato, aquí hay dos hijos perdidos, no solo uno. Sí, hay uno que se fue lejos y desperdició la herencia de su padre. Sí, aquel hijo se perdió. Pero, este otro, que permaneció en casa, cuya jactancia era haber estado siempre allí, ¿a quién representa? A un hombre religioso, o a una mujer religiosa. Porque él se gloriaba por estar en la casa.
Pero, ¿cuál fue la actitud de éste, que siempre estuvo «cerca»? ¿Tuvo él la misma actitud de su padre? No. El padre se alegró, hizo fiesta; ordenó ponerle a su hijo túnica nueva y un anillo, que significa que volvía a ser heredero. El que había perdido la herencia, volvió a tenerla. Era la gracia del padre. Pero, la actitud del hijo que estaba en casa fue completamente contraria.
Actitud religiosa
¿Qué nos indica esto? Esta es una actitud religiosa. Ser religioso no es tener una religión; ser religioso es una actitud del corazón. Este hijo estaba cerca, siempre en la casa del padre. Sin embargo, él se indignó; cuando el padre estaba alegre, él se enojó. Frente a la misma situación, el padre y este hijo tuvieron sentimientos distintos. Vemos que aquí hay dos hijos perdidos, porque aquel que estaba físicamente en casa, estaba igualmente perdido; llegó a estar «muy lejos del corazón» de su padre.
Estar en la casa no significa necesariamente estar cerca y tener plena comunión o intimidad con el Padre; no significa necesariamente que nuestro corazón y el corazón de Dios sean uno. Nos volvemos religiosos cuando tenemos este tipo de argumentos, cuando tenemos por nuestra la gloria el haber permanecido en las reuniones de la iglesia, y creer que estamos bien porque estamos físicamente allí.
Podemos estar presentes en todas las reuniones, asistir a cuanto evento se organice entre los hermanos y aun llenarnos de abundante información bíblica. Esto puede ser semejante a «estar en la casa del padre»; pero convengamos en que tal cosa no garantiza que nuestro corazón sea como el suyo.
Este hijo se enojó profundamente, y el padre, paciente, viene a hablar a su corazón. Noten el amor del padre. Tampoco lo reprende, sino que le dice: «Hijo, tú siempre has estado conmigo». En esta frase, hay una exhortación implícita, como diciendo: «Por lo mismo, yo demando de ti una reacción semejante a la mía. Has estado aquí siempre, pero aún no me conoces. Hemos tenido todo este tiempo juntos; es verdad que nunca te has ido. Pero, hijo, ¿no deberías haber sabido tú cuál sería mi reacción ante un eventual regreso de mi hijo? ¿Cómo es posible que el regreso de tu hermano no te conmueva también a ti?».
Vemos que el corazón de este hijo quedó en evidencia. Él no sabía cómo era el corazón de su padre. ¿Cómo podría haberle agradado?
El «tercer» hijo
Aquí tenemos dos hijos; pero también hay un tercero. Y este es el mismo primero, aquel hijo que estaba muerto y ahora ha vivido. Éste, que estaba perdido, ahora es hallado y viene a ser nueva criatura. En realidad, aquí tenemos tres hijos: el hijo perdido que se fue al mundo; el hijo que estaba en casa, que es el religioso, y el hijo que verdaderamente nació de nuevo. Ahora, el punto es con cuál de estos tres hijos nos identificamos nosotros, ¿cuál de los tres nos representa hoy?
Nuestro objetivo en esta vida debe ser éste: agradar al Señor. En todo lo que realicemos; no solo de nuestros cultos, de nuestra alabanza o de nuestra predicación, sino en todas las cosas y áreas de nuestras vidas, él debe ser complacido.
Semilla y fruto
En Colosenses se señala que agradar al Señor implica, primeramente, dar «fruto en toda buena obra». El problema de muchos cristianos es que por años han acumulado semillas, pero sus vidas reflejan muy poco fruto. ¿Qué logramos con tener una tierra llena de semillas, si ella no produce fruto? Podemos tener el corazón repleto, saber muchas cosas, pero aun así, llevar vidas estériles.
Podemos tener luz y revelación de la Palabra, podemos leerla y entenderla, y ella nos da luz. Sin embargo, si alguien tiene solo la luz de la palabra y no la vida que ella debería producir, es muy fácil que el enemigo venga con sutilezas, con engaño, y pueda convertirlo en un apóstata. Ese es el riesgo que muchos corren hoy.
Un apóstata no es alguien que nunca ha recibido luz o que nunca ha conocido la verdad, sino alguien que en algún momento recibió la luz del Señor, pero, como no tuvo la vida de esa Palabra, sino que ésta fue en él solo semilla sin fruto, fácilmente cayó bajo engaño. Ese es el peligro que hoy corremos, y esa es la batalla que hoy libramos, como iglesia de Jesucristo, en medio de una sociedad en la cual el relativismo se impone de forma creciente.
El relativismo es, de alguna forma, una especie de dictadura. Hoy día, ya nadie acepta la verdad; nadie acepta verdades absolutas. Todo es relativo; todo puede ser bueno o malo, dependiendo de la perspectiva en la cual te encuentres.
Hermanos amados, recibamos seriamente esta advertencia del Espíritu: si la verdad que hemos recibido del Señor no da fruto en nuestro corazón, estamos en riesgo de convertirnos en apóstatas de la fe. No debemos vivir estos días de manera relajada, como si nada estuviese pasando, como si todo estuviese normal. En el ámbito espiritual, están ocurriendo muchas cosas. Cada día hay una mentira nueva, un nuevo engaño arrastrando a muchos, y nosotros debemos estar preparados para ello. Estos son riesgos reales.
El lenguaje de Asdod
Veamos un relato en el libro de Nehemías. El profeta habla sobre la restauración, y él juzga muchas cosas equivocadas en Israel en ese tiempo. Pero hay una de ellas que es muy particular. Veamos: «Vi asimismo en aquellos días a judíos que habían tomado mujeres de Asdod, amonitas, y moabitas; y la mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod, porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada pueblo» (Neh. 13:23-24).
Este pasaje es muy interesante. Es fácil entender lo que ocurría aquí. Históricamente, el pueblo judío se mezcló con otros pueblos, y en ese mezclarse ocurrió un fenómeno lingüístico. La lengua de los judíos fue desapareciendo, y fue predominando la lengua de los otros pueblos, a tal punto que llegó a haber una mezcla entre dos idiomas, de manera que la mitad de los hijos de Israel usaba la lengua de Asdod o de otros pueblos, y no sabían hablar su propia lengua.
Trayendo esto al plano espiritual, ¿qué lenguaje hablamos nosotros y nuestros hijos? El lenguaje siempre está asociado a la identidad de un pueblo. Y nosotros, ¿tenemos identidad? Sí, por supuesto que la tenemos. Nosotros somos del cielo, somos de Cristo, amamos su gloria; por lo tanto, nuestro hablar es celestial, es el lenguaje de Dios, la lengua de la fe.
Sin embargo, estamos en el mismo riesgo de sufrir lo que le ocurrió al pueblo de Israel, y hablar hoy un lenguaje mezclado. ¿Será que ya no hablamos un lenguaje puro, el idioma de la patria de la cual somos? Lo más terrible aquí es que la nueva generación no sabía hablar el idioma judío. Era tal la mezcla, que ya habían perdido los sonidos de su lengua. Con nosotros también puede ocurrir lo mismo. Si nuestra identidad no está firme en nuestro corazón, si nuestro corazón está lleno de semillas, pero no de frutos, si tenemos la luz de la Palabra pero no la vida de esa Palabra, esto indica que no estamos complaciendo al Señor; porque él se agrada, como veíamos en Colosenses, en que demos fruto.
La higuera frondosa
¿Recuerdan cuando el Señor pasó junto a la higuera? (Mat. 21:19). Esa higuera era frondosa, grande y hermosa. Cualquiera se maravillaría de ella. Pero el Señor, que tiene ojos como llama de fuego –al cual no podemos impresionar con cosas externas, porque él conoce el corazón–, fue hacia la higuera, la examinó cuidadosamente, y no encontró fruto alguno. Sabemos la sentencia que vino después sobre ella. Y, cuando ellos pasaron por allí, de vuelta, el árbol estaba seco.
Nosotros podemos, perfectamente, caer en la trampa de la higuera frondosa. A los ojos de los demás, podemos aparecer muy «frondosos», pero el Señor no se deslumbra por eso. Él, que es el dueño de la higuera, examinará si hay fruto en ella. Él no se alegra de las hojas verdes, sino del fruto.
Que, cuando el Señor venga a examinarnos, encuentre no solo semillas, sino frutos. Debemos reflexionar en qué es lo que pasa con nosotros. ¿Por qué, teniendo tanta semilla en nuestro corazón, no hay suficiente fruto? ¿Por qué, si sabemos tantas cosas, muchas veces vivimos como si no supiésemos nada? ¿Por qué, si tenemos la luz de la Palabra, no tenemos la vida?
Removiendo obstáculos
Que el Señor nos permita, en estos días, vivir nuestra vida de tal manera que ella sea grata al Señor. Sin embargo, puede ser que haya algo en nosotros que esté impidiendo que la vida germine para que el fruto aparezca. El Señor nos alumbre, con el fin de descubrir y quitar cualquier impedimento para que demos fruto hoy.
El Señor también nos sacuda de todo espíritu de religiosidad. Enfa-tizamos esto: No se necesita tener una religión para transformarse en un religioso. Ser religioso es una actitud del corazón. De acuerdo a lo que hemos visto hoy, ser religioso es no sentir lo mismo que el Padre siente.
Nuestra gloria puede ser el pertenecer a la iglesia en determinado lugar, pero eso no basta. Tenemos que llegar a tal punto en nuestra vida en que, cuando el Padre se alegre con algo, nosotros también nos alegremos con él; que, cuando el Padre juzgue algo, nosotros también lo juzguemos. Pero lo que no puede darse es que él se alegre y nosotros nos enojemos. Si eso ocurre, es un indicador de que nuestro corazón está muy lejos del Señor, aun cuando permanecemos congregados como iglesia.
El Señor nos socorra. Nuestra vida está diseñada para agradar Su corazón. Tenemos la vida de Cristo en nosotros, y esta es la vida que complace al Padre.
Resumen de mensaje impartido en Temuco (Chile), en agosto de 2013.