Demostrando la bendita verdad de que la Escritura está impregnada de Cristo.
Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra».
– Gén. 2:7.
La vida de Adán es una página muy breve. Pero cada línea nos ofrece material para un volumen más grande que el de los libros creados por la mente humana. Hallamos en ella la clave de esta maravilla que tanto nos asombra: el Hombre. Los innumerables seres humanos que pueblan actualmente la tierra, los incontables que ya están en gloria, y el inmenso número de los que se han perdido eternamente, todos tienen su origen en Adán. Y todos los que tienen todavía que nacer para brillar en el cielo o para arder en el infierno, todos fluyen de él como de su fuente madre.
Cuando consideramos su nacimiento nos preguntamos: ¿Cómo ocurrió? ¿De qué material hizo Dios al hombre? El orgullo pronto deduciría que tal ser no pudo sacarse de ninguna cantera común. Pero el orgullo debe doblegarse ante la palabra infalible que afirma: «Eres polvo».
Medita esta primera verdad. El monarca más poderoso y el pobre Lázaro son hechos del mismo material. Su común parentesco es el de los gusanos. La carne de ambos es inmundicia despreciable. ¿Quién, pues, blasonará de hermosura o de fortaleza? Parece como si el polvo se burlara de semejante locura.
Más que barro
Pero el hombre es algo más que un montón de barro. El caparazón del hombre alberga una joya de incalculable valor. Dios «sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente». La carne es terrena, el espíritu es del cielo. La una es materia, el otro es un rayo de Dios. La una pronto se derrumba en vileza, el otro tiene un principio eterno. La una se rebaja al mismo nivel de las bestias, el otro despliega las alas de la inmortalidad.
Siempre será poco lo que pienses de tu alma. Nunca puede cesar de ser. El tiempo pasa sin producirle arrugas. No se marchita ni decae. Su duración es la eternidad y es por tanto inextinguible.
Dios formó al hombre. Un maravilloso jardín constituía el palacio del rey de la creación. Las fragancias de las flores y los frutos acariciaban cada uno de los sentidos. La comunión con Dios fluía con toda naturalidad. Vivir era una delicia constante. La sonrisa de la inocencia se abrazaba con la sonrisa del cielo. El corazón estaba lleno de amor, la adoración era una alabanza continua.
Pero el hombre era una criatura, y una criatura debe obedecer. En el cielo, los ángeles no hacen más que la voluntad de su Hacedor. Dios es el que está sentado en el trono y gobierna. Pero la obediencia no es un yugo pesado. Y así un solo mandamiento y una sola prohibición le fue dada a Adán: no debía comer del fruto de uno de los árboles del Paraíso. La trasgresión de este mandamiento acarrearía la muerte.
«Y mandó Jehová Dios al hombre diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás». ¿Quién puede escuchar estas palabras y seguir pensando que el pecado es algo sin importancia? El más leve pecado coloca el alma en abierta rebelión. Arroja a Dios del corazón. Es una manifestación del impío principio de la independencia. Demuestra que el yo ha levantado el ídolo del amor propio.
Su caída
¿Puede Dios consentir el mal? ¡Ah, no! La Divinidad lo detesta. Por consiguiente, la trasgresión es muerte. Esta es la pena. Mas, ¿quién puede calcular las profundidades de miseria que acarrea esta condenación? Implica, la expulsión instantánea de la presencia celestial. Se marchitan de pronto todas nuestras facultades y percepciones espirituales. Nuestro cuerpo se siente herido de muerte y el alma gusta la muerte espiritual. Todo esto demuestra que el pecado tiene su morada únicamente en los eternos lamentos de la conciencia acusadora y en los estremecimientos eternos en el lecho de la ira condenatoria.
Es el día más negro de la tierra. Se acerca el tentador. No discutiremos con los que preguntan si esto no hubiera podido ser conjurado. Aprendamos que la piedad no probada es piedad incierta. La trampa es colocada sutilmente. Se pronuncia la primera mentira. Nuestros padres se pondrán a pensar. ¿Sucumbirán? El hombre perfecto no es más que una caña vacilante. Se rompe el único mandamiento impuesto por Dios al hombre. Entra el pecado. Desaparece la inocencia. Se extingue la vida de Dios en el alma. Adán inclina su cabeza, caído y culpable, en una tierra maldecida a causa de su pecado.
Debemos considerar las miserias provocadas por este hecho trágico. Es la clave para entender toda la confusión universal que nos aturde y la desazón personal que nos humilla. El universo no gira sobre un eje de orden justo. La espina, el cardo, el huracán, el terremoto y las pestilencias proclaman el disgusto de los cielos. Todas las cosas tienden a su propio decaimiento y muestran que la muerte ejerce un señorío implacable. Las lágrimas, los suspiros, los lamentos y toda la secuela de pesares que brotan del camino del dolor y el sufrimiento, evidencian que un Dios airado obra airadamente.
Pero no es esto todo. Lo más amargo de la condenación cayó sobre nuestro corazón. ¡Qué jungla de hierbajos odiosos! Leemos, y la conciencia devuelve el eco de estas palabras, «que todo designio de los pensamientos del corazón del hombre es de continuo solamente el mal». «Dios miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno». La mente es vana, la inteligencia entenebrecida, la ignorancia soberana y los sentimientos justos han huido. Se adora y se sirve más a la criatura que al Creador. El testimonio fiel de la Palabra Santa así lo afirma. Y la conciencia lo confirma. Los relatos de la caída lo explican. Todos los males vinieron de la mano del pecado.
Incluidos en Adán
«En Adán todos mueren». Observa seguidamente, querido lector, cómo toda la raza humana participó en el primer pecado. Adán estaba frente a Dios, no como una persona aislada, sino como una representación comunitaria. En su simiente estaban todas las generaciones. Toda la familia humana yacía, en potencia, en aquel primer hombre. Y así como una semilla contiene toda la potencia de un bosque, así todas las naciones de todos los tiempos estaban implicadas en esta única primera cabeza. Del mismo modo que todos los rayos se originan de un mismo sol, así también todos los descendientes estaban en aquel padre. De ahí que la acción de Adán afecta hasta el último de sus hijos, como una fuente sucia contamina todas las gotas de agua que fluyen de la misma.
Se sigue, pues, que en Adán todos quebrantamos el pacto de las Obras. Pecamos en su pecado. Ofendimos en su ofensa. Transgredimos en su trasgresión. Somos culpables de su culpa. Y en él nos hemos alejado de Dios. En él nos hemos aprisionado en las cárceles de la condenación. En él recibimos una herencia infernal. El orgullo que encuentra todos los elementos buenos en el yo, ¿se atreverá a desmentir esas afirmaciones? Que nos muestre primero por qué los niños mueren, y por qué los primeros pensamientos no son más que gérmenes de maldad. No hay mejor prueba de la pecaminosidad y ceguera de la naturaleza humana que sus vacilaciones en el pantano del engreimiento antibíblico.
Figura del segundo Hombre
Hasta aquí, nuestra visión de Adán ha sido como una nube sombría. Pero veamos de nuevo. Hay en el fondo rayos brillantes. Mientras nos sumimos en el llanto, el Espíritu vuela en alas de amor para cambiar el espectáculo. Se oyen dulces voces: «Adán es figura del que había de venir» (Rom. 5:14). «Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» (1ª Cor. 15:45). «El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo». «Y así como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados». Bendito privilegio poder trazar esta semejanza. Que el Espíritu Santo nos ayude ahora a elevar nuestra mirada del Adán que trajo el pecado al «Adán» que lo cargó sobre sí.
¿No es Adán el padre de toda la familia humana? Así también Cristo es el padre de toda la familia de la gracia. Está escrito: «Verá su simiente»; «Su simiente le servirá». Él es el «Padre Eterno».
Como Adán es el manantial de la corrupción y la muerte, Cristo es el creador de una nueva vida. Él es Espíritu vivificante. Si los que son nacidos de la carne son carnales, los que son renacidos del Espíritu son espirituales. Sus energías y facultades son como luz en medio de las tinieblas. Hubo un tiempo cuando fueron una masa muerta. Ahora, sin embargo, tienen oídos para oír su llamamiento, ojos para ver su hermosura, y boca para cantar las alabanzas de Dios y adorarle. Tienen también manos para agarrarse fuertemente de la cruz y pies para subir al monte Sión. Antes sus corazones eran de piedra; ahora sus latidos son pulsaciones de amor. Antes su gusto solo apetecía lo bajo y sórdido de la tierra; ahora anhelan lo alto y puro de los cielos. El mejor de los libros es su más dulce pasatiempo. El mejor de los temas es su más feliz conversación. Nuevas inclinaciones les demuestran que han nacido de nuevo.
Tales son los felices hijos de la gracia. Se sientan en armonía alrededor de la mesa del Señor, y le adoran como el autor de su vida y de su gozo. Así en el jardín de Cristo crecen las plantas para el Paraíso celestial, como en la selva de Adán las malezas para ser quemadas.
Pero aún hay más contrastes. Adán sucumbe y con él cae todo el mundo. Cristo vence y en Él toda su simiente levanta la cabeza. Aparece en la carne como el Jefe común de sus hijos adoptivos. Y como tal resiste triunfalmente todos los asaltos del diablo. Actúa dentro de una perfecta e inconmovible línea de pureza y amor.
La más completa voluntad del Padre es el único deseo de su corazón. Y todos sus miembros redimidos participan con la victoria y la justicia de quien es la Justicia misma. Cada creyente verdadero puede exclamar: «El Señor es mi justicia», y puede llamar a la puerta de los cielos con esta garantía. En Cristo tengo la misma justicia de Dios. Si grande fue la pérdida de Adán, mucho más grande es el beneficio otorgado por Cristo.
Con Cristo, en Cristo
Como una persona cualquiera pendió de una cruz. En ella sufre por su pueblo hasta la muerte. Allí apura la copa de la ira divina. En ella prueba los más amargos dolores que merece el pecado. En ella paga todo lo que se debe a la justicia. En la cruz soporta todo hasta que no queda atributo de Dios que no haya sido satisfecho. Y todo hijo de fe exclama: «Estoy crucificado juntamente con Cristo». ¿Quién puede cargar a aquel por quien Cristo ha cargado todo? En Adán merecemos toda la ira divina. En Cristo la experimentamos.
Cristo se levanta de entre los muertos. Nada puede detenerlo. Pero aún sostiene a los suyos. En Él cada uno ve un anticipo de la mañana de resurrección, en la cual esto corruptible será vestido de incorrupción y la muerte será sorbida en victoria. En Adán descendemos a la tumba. En Cristo descubrimos la puerta de la vida. En Adán sufrimos la postración en lechos de tinieblas. En Cristo nos vestimos de luz como de vestimentas para la eternidad.
Habiendo terminado la obra de redención, Jesús vuelve a los cielos. ¿Ascendió desligado de sus miembros? ¿Puede el Cuerpo vivir sin la Cabeza? No. Con Cristo entran los miembros en los cielos y toman sus sillas ante el trono de Dios. No está escrito en vano que «nos resucitó juntamente con Él y nos hizo sentar en lugares celestiales con Cristo Jesús». Cada silla celestial ha sido preparada desde la eternidad, y a los ojos de Dios no hay vacante.
¿Es esto misterioso? Lo es. Pero es tan cierto como profundo. Y se nos ha revelado para consolación del creyente. Porque, ¿qué consuelo mayor que el de saber que somos uno con nuestro Señor en todo lo que ha hecho y en todo lo que está haciendo? Es la simiente de la santidad, porque ¿quién, viviendo en el espíritu, en medio de las glorias celestiales, puede siquiera rozar las vanidades de la tierra?
Querido lector, es un hecho claro que el nacimiento natural te trajo al viejo mundo del pecado. Cuán importante es, pues, la pregunta: ¿Has sido trasladado por el nuevo nacimiento al nuevo mundo de la gracia? Lo has sido si eres de Cristo y tú eres de Cristo si Cristo es tuyo; y Cristo es tuyo si mora en tu corazón por la fe verdadera, y la fe es verdadera cuando solo confía en él y se entrega a Él completamente, amándole, escuchando su voz y sirviéndole.
Si no tienes estas evidencias, te encuentras todavía en la tierra de desolación. ¿Vas a demorar tu desgraciada ruina? ¡Clama a Él, quien siempre ayuda al que le suplica desesperadamente! Busca la vida en quien es el Señor de la vida. Clama por tu resurrección espiritual a aquel que es Espíritu vivificante.