Y la paloma volvió a él a la hora de la tarde; y he aquí que traía una hoja de olivo en el pico; y entendió Noé que las aguas se habían retirado de sobre la tierra. Y esperó aún otros siete días, y envió la paloma, la cual no volvió ya más a él. Y sucedió que en el año seiscientos uno de Noé, en el mes primero, el día primero del mes, las aguas se secaron sobre la tierra; y quitó Noé la cubierta del arca, y miró, y he aquí que la faz de la tierra estaba seca”.
– Génesis 8:11-13.
Noé y su familia vivieron varios meses de crisis durante el desarrollo del diluvio. Enclaustrados durante un largo tiempo, comenzaban a desesperarse y anhelaban salir rápidamente del arca, esa especie de nave de salvación que les libró en medio de la destrucción.
Habiéndose cerrado las fuentes de las aguas, las del abismo y las de los cielos, habiendo transcurrido ciento cincuenta días después de un diluvio que duró cuarenta, y sabiendo que finalmente el arca se había posado quietamente sobre un monte, Noé hizo los primeros intentos por abandonarla y salir a tierra abierta cuarenta días después de que la nave se detuviera sobre el monte Ararat.
Varias veces lo intentó, pero los resultados fueron vanos. Primero envió un cuervo a inspeccionar, y supo que aún no podía salir. Luego envió una paloma, con el mismo resultado. Una semana después la volvió a enviar, y el resultado siguió siendo negativo. Hasta que la envió por última vez y supo que las aguas se habían retirado. Pero fue mucho tiempo después que Dios le dio la orden de salir del arca. ¿Pudo Dios haber secado el agua más rápidamente para permitir que Noé y su familia salieran antes de aquel encierro? Claro que sí. ¡Pero él no lo hizo!
Noé debió ser paciente. Dios tenía sus tiempos establecidos y Noé debía aprender a someterse a esos lapsos divinos, establecidos por Dios en su soberana voluntad. ¿Por qué? Quizás para que, muchos años después (hoy, por ejemplo), nosotros entendamos que, a pesar de nuestra impaciencia y desesperación porque ocurran ciertas cosas, hemos de entender que Dios tiene perfectamente controladas todas las circunstancias que nos aquejan.
Dios tiene perfecto cuidado de nuestras vidas, más allá de nuestros temores.
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