Reflexiones en torno a la promesa, la gracia, la fe, la justicia y la herencia.
El hombre a quien Dios justifica
Abraham surge cada vez que tocamos el tema de la justicia de Dios en la Biblia. Él es el modelo y ejemplo. En él se nos enseña cómo Dios imputa justicia al hombre, y a qué clase de personas. Y cuando lo vemos, nos llenamos de asombro.
Contra lo que a veces se dice, Abraham no era lo que podría llamarse la persona moralmente intachable, a la cual Dios debía galardonar con Su justicia. Era simplemente «una piedra más de la cantera del mundo».
Cuando Dios lo llamó, vivía en medio de la idolatría propia de los babilonios. Y sólo obedeció parcialmente a este llamado. No dejó su parentela ni la casa de su padre, ni tampoco llegó a la tierra que Dios le había de dar. «Arrastró», por decirlo así, a su padre Taré y a su sobrino Lot, y se quedó detenido en Harán, a mitad de camino. Cuando por fin se desprende de su padre (porque muere), y sigue viaje a Canaán, Lot todavía le seguía.
Más tarde, cuando Dios le dice a Abraham: «A tu descendencia daré esta tierra» (Gén. 12:7), no se dice que le haya creído a Dios. La promesa de Dios recibió en esta primera instancia una tibia respuesta – o, al menos, no la respuesta de fe que justificara a Abraham.
Poco después, Abraham pasa de largo en su llamamiento, pues va a Egipto, una tierra que siempre le traerá malos recuerdos. Allí miente a Faraón, expone vergonzosamente a su esposa («para que me vaya bien por causa tuya»), y, cuando todo el desaguisado se aclara, retorna de Egipto cargado de regalos bastante mal adquiridos.
Tras el bochorno de Egipto, Abraham vuelve al lugar de la bendición. Dios lo respalda generosamente en el episodio con Lot, y en lo referente a la batalla contra los cuatro reyes. Sólo después de esto, y de haber recibido la bendición de Melquisedec, Abraham recibe el don de la justicia de Dios: «Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia» (Gén. 15:6).
Y tampoco fue en la ocasión más noble, pues esta palabra de Dios no le vino por causa de su «simiente» espiritual (que, según Pablo en Gálatas, es Cristo), sino por causa de su descendencia natural (Ver Gén. 15:4-5). No tenía hijo, y él temía que el heredero fuese «ese damasceno Eliecer». Entonces Dios le habla, y, por primera vez los oídos espirituales de Abraham se abren verdaderamente a la palabra de Dios, y oyó con fe, y esta fe le fue contada por justicia. Así es como llegamos al punto clave en la vida de Abraham, el que es citado tan profusamente en el Nuevo Testamento.
Así que, cuando intentamos buscar un carácter justo en Abraham, no lo encontramos. Y tal parece que ha de ser así también con todos los que siguen las pisadas de Abraham, para que la justificación sea por gracia y no por obras: «¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Rom. 4:1-5).
El oír de Abraham
«Aquel, pues, que os suministra el Espíritu, y hace maravillas entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley, o por el oír con fe? Así Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia» (Gálatas 3:5-6).
En este pasaje, Pablo presenta el ejemplo de Abraham, ejemplo en cuanto a la fe, pero más estrictamente – y antes que eso – en el oír a Dios.
«Así Abraham creyó a Dios …» dice Gálatas. ¿Cómo «así»? Para entenderlo, debemos unir esta frase con la última del versículo anterior: «… por el oír con fe». Entonces, ¿cómo creyó Abraham? La Escritura misma nos da la respuesta: «Por el oír con fe».
Si revisamos el pasaje aludido por Pablo, en Génesis 15, nos damos cuenta que Dios habló a Abraham tocante a su descendencia cuando éste aún no tenía hijo. Le llevó a mirar las estrellas, y le dijo: «Así será tu descendencia». Y el relato agrega: «Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia».
Algunas Biblias traducen aquí «y creyó en Jehová», como si el asunto se tratase de creer en la existencia de Dios, en vez que en su palabra. Pero aquí se trata de creer lo que Dios dijo. La existencia de Dios no está en juego aquí, sino: ¿es Dios creíble?
Abraham creyó la promesa que se le hacía – aunque él era viejo y su esposa era estéril. Creyó que llegaría a tener una descendencia incontable como las estrellas del cielo. ¡Es una fe asombrosa, sin duda! Pero, ¿cómo llegó a tenerla? Pablo nos dice: «Por el oír con fe».
Esta clase de «oír» no es mérito del hombre, sin embargo. La Escritura nos dice que el oír es por la Palabra de Dios (Rom. 10:17). Es decir, el hablar de Dios tiene tal fuerza, y produce tal impacto en el hombre, que éste no puede menos que oír, y consecuentemente, creer. Todo en definitiva, depende, y es generado, por el hablar de Dios.
¿Cómo oímos nosotros a Dios? Las palabras de Dios están en la Biblia, y él nos habla continuamente a través de ella. Sin embargo, podemos oír con el corazón, o simplemente con la mente. Exponerse (estar disponible) al hablar de Dios es absolutamente necesario para llegar a oír y a creer como Abraham.
Por tanto, dejemos que las palabras de Dios nos rodeen, nos impregnen, nos saturen; que rompan cual martillo la sordera de nuestro corazón, y entonces creeremos y seremos verdaderos hijos de Abraham.
La fe contada por justicia
La memorable frase de Génesis 15:6 respecto de Abraham se cita tres veces en Romanos 4. ¡Cómo no, si es el ejemplo de justificación por excelencia! Y cada vez se contextualiza de manera diferente.
La primera, refuerza la idea de que la justicia la recibe el que cree, no el que obra. El versículo dice: «Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (v.5). Es preciso enfatizarlo, pues parece fuera de razón al que la escucha o lee por primera vez.
El sentido de la recompensa está tan arraigado en el corazón humano, que, sin pensarlo, lo atribuimos a Dios igualmente. Nos parece que si no hacemos algo, no merecemos recibir, no debemos recibir. Pero aquí en la Escritura tenemos una lógica distinta, que no puede menos que espantar al hombre, pues le quiebra su esquema de acciones y recompensas.
La segunda, nos muestra en qué condición estaba Abraham cuando recibió la justificación por la fe: era un incircunciso (v. 10). La circuncisión vino después, como señal de la justicia que él había recibido estando en la incircuncisión. Es proverbial el aborrecimiento de los israelitas circuncidados hacia los gentiles incircuncisos; pero ellos olvidan que su ancestro más lejano y honorable también lo fue, y que la circuncisión la recibió sólo después de haber creído. La circuncisión, nos dice Pablo, no tiene valor espiritual si no va precedida de la fe.
La tercera, nos muestra que la justificación requiere de la paciencia y la esperanza para ver su fruto final (v. 18). Luego que Abraham creyó la promesa de Dios, tuvo que esperar unos 15 años antes de tener al hijo de la promesa en sus brazos. Entretanto, él «creyó en esperanza contra esperanza», nos dice Pablo, porque las circunstancias se volvían cada vez más desalentadoras. ¿Cómo podría tener un heredero?
Muchos cristianos fallamos porque exigimos frutos a la fe ahora mismo. Y si no los obtenemos, nos desanimamos hasta el punto de desconfiar de la propia Palabra de Dios. Sin embargo, la fe opera como la concepción natural. Debe esperarse el tiempo necesario –el tiempo de la vida, el tiempo de Dios– para que el fruto aparezca.
Abraham fue declarado justo en el mismo acto de creerle a Dios; sin embargo, los frutos de esa justificación tardaron algún tiempo en aparecer. La palabra de la promesa fue cumplida, pero en el tiempo oportuno.
Es por la fe y la paciencia que se heredan las promesas, nos dirá el escritor de Hebreos (6:12). Y de eso nos habla este tercer aspecto de la justificación por la fe de Abraham.
Esta espera es normalmente más larga de la que quisiéramos, porque somos impacientes por naturaleza. Pero los caminos de Dios son más altos que los nuestros, y él nos hace esperar, porque en esa espera se van produciendo otros efectos espirituales provechosos en el corazón del creyente.
Padre de una multitud
La promesa que Dios le hizo a Abraham tenía que ver con la descendencia. Tan significativo fue este hecho que provocó el cambio de nombre de Abraham. Antes se llamaba Abram, que significa «Padre enaltecido», ahora se habría de llamar Abraham, que significa «Padre de una multitud» (Génesis 17:5).
El hombre enaltecido de antaño sería ahora padre de multitudes. La obra de Dios en un hombre produce virajes muy grandes, como éste: transformar la altivez en fructificación. Conforme Abraham iba envejeciendo, y sus fuerzas iban menguando, el hombre iba espiritualmente cada vez mejor, menos ensimismado, un poco más fecundo.
Es curioso que Abram fuese llamado «Abraham» bastante antes de que el nuevo nombre correspondiese a su realidad. El vientre de Sara aún estaba seco cuando Abraham ya exhibía su nuevo nombre. Probablemente debió arrostrar la burla de los que veían esa inconsecuencia. El camino de la fe y de las promesas de Dios tiene su cuota de infamia, de descrédito.
Los primeros en reírse fueron los propios ancianos padres. Abraham se rió de buena gana cuando se le anunció que su hijo habría de nacer de Sara (Gén. 17:17). Sara habría de hacer lo mismo poco después (Gén. 18:12). Muchos otros seguramente rieron con ellos al saber del extraño milagro (Gén. 21:6). Los caminos de Dios son asombrosos e incomprensibles para el hombre natural. Sin embargo, la fe y la obediencia nos llenan el corazón de alabanza.
El hombre exterior se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día (2ª Cor. 4:16). El hombre exterior conoce la muerte, pero el interior, la vida. En la imposibilidad del hombre, Dios es glorificado. Nadie puede robar la gloria a Dios; nadie puede presumir delante de él.
Romanos 4 insiste mucho en el carácter de Abraham como padre. Lo llama «heredero del mundo» (13), «padre de todos nosotros» (16), «padre de muchas gentes» (17 y 18). Dios no quiere que sus justos sean estériles. Quiere que ellos sean padres de multitudes. Por eso, hará que la vida que está en su interior germine hasta multiplicarse. Muchos otros hijos saldrán de sus lomos, para gloria de Dios.
Los hijos de Dios, tal como Abraham, deben llegar a ser padres, y tener sus propios hijos. Pablo dice a los corintios: «Porque aunque tengáis diez mil ayos en Cristo, no tendréis muchos padres; pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio» (1ª Cor. 4:15). Y a los gálatas: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto…» (4:19).
Abraham vivió un período de infertilidad y de pruebas después de ser justificado, antes de recibir lo prometido. Así también los demás hijos de Dios. Puede haber muchos justificados, pero tal vez no todos sean padres. La voluntad de Dios es que por la fe y la paciencia alcancemos lo prometido.
Juan, en su primera epístola, distingue a los «hijitos», a los «jóvenes» y a los «padres». Los padres son los que conocen al que es desde el principio. Ellos tienen madurez, pues han pasado por las pruebas, por los fracasos de bajar a Egipto y de engendrar hijos en la carne. Ellos conocen la fidelidad de Dios, y saben que si hay frutos hoy, es por la gracia de Dios. Es la gracia por la cual se les ha concedido la fe, se les imputa la justicia, y se le da la paciencia para esperar hasta que tengan al hermoso niño en sus brazos.
La justicia que es por la fe produce herederos del mundo. Los que son de Cristo, son linaje de Abraham y herederos según la promesa (Gál. 3:29). A la simiente de Abraham –es decir, a Cristo– fue hecha la promesa, y también a los que son de Cristo, en Él.
Vemos cómo nos vamos desgastando en nuestras fuerzas. Cómo vamos perdiendo la confianza en nosotros mismos. Vemos cuán feroz es el tiempo que nos quita el vigor. Sin embargo, en medio de todos ello, vemos cómo Dios produce sus maravillas, cómo transforma la muerte en vida, y resucita a los muertos.
Hay cosas que Dios cotidianamente opera en sus amados. Un soplo, una caricia, una respuesta oportuna en su vejez. Son señales a la orilla del camino que hablan de transformación, de vivificación. Son menos las cosas que tenemos que hacer, más las que recibir. Menos nosotros, más Cristo. Menos hijos y más padres, para tener muchos hijos.
La promesa
La primera parte de Romanos 4 está dedicada a la fe que justifica, en tanto la segunda parte está dedicada al cumplimiento de la promesa.
La promesa es una palabra buena de Dios dicha en un tiempo malo. Es una palabra de abundancia en tiempo de sequía, o de muchedumbre cuando no hay nadie. Por eso requiere de la fe. Suele estar rodeada de tinieblas, angustia y soledad. Pero la promesa, cuando es creída, llena el corazón de esperanza. ¡Y qué dulce es esa esperanza, aunque tachada de ilusoria a los ojos de la carne, y tan objeto de burlas!
¿Por qué Dios da una promesa y espera que ella sea creída? ¿Por qué le interesa tanto a Dios que sea creída, al punto de hacer derivar de ello la justicia y la herencia?
La promesa hace descansar todo en Dios. Traslada el foco de atención desde el hombre a Dios. El hombre cree, pero luego espera «como los ojos de los siervos miran a la mano de sus señores» (123:2), para recibirla a su tiempo. Dios decide los tiempos y las ocasiones, según su propósito y el desarrollo de su perfecto plan.
En Romanos 4:17 se dice de Dios: Primero: Él es a quien Abraham creyó. Segundo: Él es quien da vida a los muertos. Tercero: Él es quien llama las cosas que no son, como si fuesen (o para que sean).
Dios habló y Abraham creyó. La Palabra de Dios debe ser creída, pues eso hace veraz a Dios. Juan nos dice que el que no cree a Dios le hace mentiroso (1ª Jn. 5:10), lo cual es más terrible que no creer en Dios. Abraham y nosotros tenemos algo importante en que creerle a Dios. Abraham creyó la palabra de Dios tocante a su descendencia, nosotros creemos la palabra de Dios tocante a su Hijo Jesucristo.
El hecho que se diga aquí que Dios es quien da vida a los muertos, significa que el justo ha de pasar por la muerte, en esta espera de la promesa, antes de recibirla. La imagen de esa pareja de ancianos –él casi muerto, ella estéril– nos conmueve por lo patética y desolada. Ellos tuvieron que probar la muerte, para poder venir a ser herederos del mundo. De la misma manera, antes de Dios otorgarnos algo, nos hace primero pasar por la muerte, para que quede claro ante nuestros ojos que aquello no es de nuestra hechura.
Dios llama las cosas que no son para que sean. Sabemos que por la palabra de Dios fueron creados los cielos y la tierra, y que por la misma palabra son sustentados. A Dios le gusta crear por medio de su Palabra. Él está constantemente creando, y sustentando. En la naturaleza, él ya acabó su creación, pero en el reino de los hombres, él sigue creando. Cada vez que alguien nace de nuevo, es una nueva creación de Dios. Cada vez que alguien es vivificado por su Palabra, es una nueva forma de expresión de su vida creativa.
Cuando alguien le cree a Dios, comienza a actuar su poder creativo para dar vida a aquello que fue creído. Eso verdaderamente deleita a Dios. Muchos creyentes provocan, en el acto de creer continuamente, que la mano de Dios se siga extendiendo para crear. Y esas son las promesas de Dios que se van haciendo realidad.
El poder de la gracia
La gracia es la mano extendida de Dios hacia el hombre, supliéndolo en su pobreza y en su necesidad. La gracia es un regalo de Dios; lamentablemente, el hombre no siempre está dispuesto a aceptar regalos, porque eso hiere su amor propio. En su soberbia, prefiere pagar, o recibir recompensas por lo obrado.
La gracia de Dios requiere que el hombre no obre, sino que espere y reciba. Pero este «esperar» es difícil. Cuando Abraham debió esperar, él actuó, y nació Ismael. No conocía aún el poder de la gracia. Había sido justificado por la fe, pero aún le faltaba saber que el fruto de la fe también llega por gracia. No sólo la justicia es por la fe, sino que también el cumplimiento de la promesa se recibe por fe.
Nos parece que esperar en la gracia de Dios es holgazanear, y por tanto, lo desechamos. Preferimos tener algo entre manos, para ayudar a la gracia de Dios. Dios tuvo que esperar que Abraham fracasase antes de ofrecerle el fruto de la gracia. En esto Abraham también es nuestro padre – no sólo en lo tocante a la fe –. La impaciencia y la voluntariedad también nos caracterizan.
Nos parece que la gracia de Dios es infértil, que nunca se alcanzarán los objetivos si esperamos en ella. Pero ¿qué nos dice la Escritura? «Y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos» (1ª Cor. 15:10). «Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que …, abundéis para toda buena obra» (2ª Cor. 9:8). «Y lleva fruto y crece también en vosotros, desde el día que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en verdad» (Col. 1:6). La recepción de la gracia por parte del creyente desata el poder de Dios para obrar todo fruto de justicia.
La gracia, en la Escritura, aparece asociada con la debilidad del hombre («Y me ha dicho (el Señor): Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad», 2ª Cor. 12:9); y con el poder de Dios («el don de la gracia de Dios que me ha sido dado según la operación de su poder», Ef. 3:7). La gracia requiere un sustrato de humildad («Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes», Stgo. 4:6) y también de debilidad, para que así sea patente el poder de Dios, y para que no haya jactancia.
Para el hombre es sumamente incómodo vivir en debilidad, y estar rodeado de «afrentas, necesidades, persecuciones y angustias». Sin embargo, es bajo esas condiciones que el poder de Dios se perfecciona. Mucho del aparataje que hay dentro de la cristiandad, con el que se pretende hacer la obra de Dios, es nada más que la imposibilidad de esperar en los recursos de la gracia.
Constantemente hemos de decidir si esperaremos en Dios, o nos adelantaremos a hacer lo que nosotros podemos y sabemos hacer. El tiempo que esperamos en Dios es siempre demasiado largo, y el sentido de impotencia es tan agudo que podemos hasta llegar a enfermarnos. Sin embargo, quien espera en Dios con fe, habiendo sido fortalecido en el hombre interior para creer en «esperanza contra esperanza», recibirá lo creído. Porque Abraham, «habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa» (Heb. 6:15). Es después de Ismael que aprendemos a esperar con paciencia hasta alcanzar la promesa.
Los dos hijos de Abraham
Los capítulos 16 y 21 de Génesis son incomprensibles sin la interpretación que hace Pablo en Gálatas 4. Específicamente, en lo referente a Agar e Ismael.
En Génesis 16 se cuenta cómo Abraham, por sugerencia de Sara, tomó a Agar como concubina, y cómo ella le dio un hijo, Ismael. Un poco más adelante, en Génesis 21 se cuenta cómo Abraham despidió a la concubina y a su hijo por disposición de Dios.
Pablo nos da la explicación: Agar representa el Pacto antiguo, e Ismael a los hijos esclavos que da ese pacto. Por eso Ismael debió ser expulsado de casa, pues no debía heredar el hijo de la esclava con el hijo de la libre.
Génesis 16 nos cuenta que Agar era egipcia, y que cuando Abraham se llegó a ella, tenía 85 años. Abraham engendró ese hijo con la fuerza que aún le quedaba. Por eso Ismael nació «según la carne», nos dice Pablo. En cambio, cuando 15 años después nació Isaac, el hijo de la promesa, Abraham ya estaba casi muerto, y Sara era incapaz de concebir.
Ismael es el hijo que Abraham hizo; Isaac es el hijo que Dios le dio. Ahí está la diferencia. La ley consiste en lo que el hombre puede hacer; la gracia consiste en lo que Dios nos da. La ley siempre apela a la capacidad del hombre; la gracia se manifiesta a causa de la incapacidad del hombre.
Ismael nació primero; Isaac nació 14 años después. Ismael nació primero, porque el hombre siempre intenta probar primero con sus fuerzas, antes de abandonarse en los brazos de Dios, reconociendo su incompetencia. Tras la concepción de Ismael, y después de su nacimiento, Abraham y Sara tuvieron muchos problemas. Pues lo que nace de la carne produce muerte (Rom.8:6). «La ley produce ira», dirá Pablo, y eso es lo que aconteció en esos largos años en que Abraham y Sara pudieron comprobar cuánto se habían equivocado.
La ley, la carne y las obras de la carne están estrechamente emparentados. El resultado de todas ellas muestra la ineficacia de los esfuerzos humanos por agradar a Dios. En cambio, ¡qué dicha y solaz produjo Isaac! ¡Cuán lleno de la bendición de Dios!
Todos nuestros Ismaeles están llenos de muerte; pero cuán llenos de vida están nuestros Isaac. Por eso, hay que echar a Ismael, porque él no tiene herencia junto a Isaac. Lo que procede del hombre es carne, y la carne «para nada aprovecha» (Jn. 6:63). Esto es fácil decirlo, y fácil comprenderlo; pero no es nada fácil aceptarlo en nuestra experiencia.
Cuánto nos aferramos a nuestras pequeñas virtudes, a nuestros escasos aciertos; cuán orgullosos estamos de lo que somos y de lo que podemos hacer para Dios. Tienen que pasar 14 o más años – hablamos figuradamente – para reconocer que nuestro Ismael sólo nos ha causado problemas, y que no tiene suerte ni cabida en la casa de Dios. ¡Cuán tarde decide Dios darnos a Isaac; tanto, que algunos de nosotros no alcanzamos a obtenerlo! ¡Ay, y lo único que tenemos son muchos Ismaeles!
Dios clama por medio del salmista: «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra» (Salmo 46:10). Si estamos quietos; si esperamos en Dios hasta que cesen nuestros ímpetus, y muera nuestro celo carnal, y fenezcan nuestros arrestos de justicia propia, entonces Dios actuará, y como consecuencia, él será exaltado y enaltecido, y no nosotros, entre las naciones.
El carácter de Abraham
Como hemos visto, en Génesis 15 tenemos el magnífico episodio en que Abraham fue declarado justo por creerle a Dios. Sin embargo, en los capítulos siguientes de Génesis tenemos a Abraham viviendo zozobras diversas. Lo cual nos demuestra que la justicia imputada no es aún la justicia encarnada y expresada en toda su hermosura.
Recién en el capítulo 22 encontramos el fruto maduro de la justicia, la transformación que ésta opera en el creyente. Dios pidió a Abraham que ofreciese al hijo de la promesa sobre el altar del sacrificio. Era imposible que un hombre común realizase aquel acto. Pero Abraham no era ya un hombre común.
Dios quería manifestar figuradamente lo que él mismo habría de hacer unos mil ochocientos años después, al ofrecer a su hijo Jesucristo en la cruz. ¿A qué hombre podría utilizar para expresar tan grande acto de abnegación? Sin duda, debía ser alguien en quien Dios venía trabajando desde hacía tiempo. Desde aquel hecho de Génesis 15 hasta este de Génesis 22 han pasado probablemente unos cuarenta años en la vida de Abraham.
La justicia que había sido primero sólo imputada era ahora una gloriosa realidad en Abraham, cuyo carácter había sido transformado. Ahora era justo por atribución y justo por conducta. Dios veía reflejados en él aspectos de Su propio carácter. Para representar a Dios en el ofrecimiento de su propio Hijo, Abraham debía ser justo en toda su manera de ser, como Dios le había dicho: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). ¡Qué satisfacción debió de sentir Dios al hallar un hombre al que podría usar para expresarse a sí mismo! Expresar a Dios. ¿No ésta nuestra mayor meta y privilegio?
El privilegio de Abraham fue mostrar antes y en sí mismo, un rasgo – probablemente el mayor – de la maravillosa naturaleza de Dios. Y lo hizo bien. Tanto, que las palabras de Dios que siguieron al ofrecimiento de Isaac son de las más sentidas que Dios haya hablado jamás a un hombre.
¿Cuánto del carácter de Dios puede ser expresado a través de los creyentes de hoy?
Abraham sin hijos
Como sabemos, Abraham fue padre de dos hijos: Ismael e Isaac. Uno había nacido en el vigor de su padre; el otro, en la impotencia de su vejez. Pero en un momento de su vida, Abraham se quedó sin ninguno de los dos – al menos en el ámbito de su corazón.
Ismael debió ser expulsado de casa, pues había sido concebido de una mujer esclava y en respuesta a la iniciativa humana. Isaac, en tanto, el hijo amado, el hijo de la promesa, debía ser ofrecido sobre el altar del sacrificio.
Lo que nació de la carne debió ser expulsado; el que provino de Dios, debía volver a Dios. Nada era de Abraham. Ni lo que él produjo, ni lo que Dios le dio.
Tal ocurre en la vida del creyente que camina con Dios y procura agradar a Dios. Sus primeros esfuerzos tienen un fin de muerte, y no pueden permanecer en la casa de Dios. Tras el fracaso, y la derrota, viene la alegría del fruto espiritual, de las gavillas que Dios pone en sus manos.
Sin embargo, el creyente tiene que experimentar la muerte de nuevo. Lo que Dios puso en sus manos, debe volver a él. El fruto de su fe pertenece a Dios, y no es suyo. Lo de él es sólo impotencia, desolación, muerte.
Dejar ir a Ismael es doloroso; pero poner a Isaac sobre el altar lo es todavía más. Es toda nuestra gloria, porque hemos llegado a comprender que es Dios quien nos lo dio. Este hijo tiene la impronta de Dios, el sello de la resurrección. ¿No es hermoso? Sin embargo, en un determinado día, Dios nos dirá que vayamos al monte Moriah, y que llevemos aquello que tanto amamos – el fruto de nuestra fe, y de nuestro caminar con Dios – para ofrecerlo.
El creyente no tiene derechos con Dios. No hay ninguna obra que Dios le haya confiado, ninguna bendición espiritual que haya puesto en sus manos, que le pertenezca al hombre. Lo que comenzó en Dios debe volver a Dios. Si el creyente no está dispuesto a perderlo, significa que todavía se aferra a algo de sí mismo.
Si no estamos dispuestos a perder lo que Dios nos ha dado, significa que todavía es nuestro. Y si es nuestro, Dios se alejará de ello.
Si Dios no nos devuelve a Isaac después del altar, entonces significa que nunca fue nuestro. Sólo lo que perdemos en Dios, y Dios nos lo entrega de vuelta, es verdaderamente nuestro. Es hermosa la bendición de Dios en nuestra mano, pero no es mayor que el Dios de la bendición. Por sobre Isaac está el Dios de Isaac.
¿Cuál es el fin de esta historia? Dios dijo: «Por mí mismo he jurado, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré … por cuanto obedeciste a mi voz» (Gén. 22:16,18). Llegó la bendición sobreabundante.
Pero el secreto está en estar dispuesto a quedarse sin hijos; sólo con Dios.