Una aparente contradicción y una perfecta armonía.
En la Escritura hallamos muchos contrastes, paradojas y aparentes contradicciones que, en realidad, no son cosas contradictorias, sino que se complementan en una maravillosa armonía.
Por ejemplo, hay un contraste entre la ley y la gracia. También pareciera que la ley es opuesta al evangelio. Pero, ¿cómo armonizar la ley con el evangelio? Es lo mismo que armonizar la fe y las obras. La salvación no es por obras, sino por fe, y al decir esto pareciera que estamos en oposición a las obras.
En la gracia de Dios, intentaremos presentar la armonía que hay en el contraste entre la ley y el maravilloso evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo. Al predicar el evangelio no podemos menospreciar ni prescindir de la ley. Pablo en Gálatas 3:19 pregunta: «¿Para qué sirve la ley?». Es importantísimo comprender cuál es el ministerio de la ley.
Jesús y la ley
Cristo es la ley encarnada, porque él es Dios encarnado, y la ley es el carácter de Dios. Lo que Dios es y lo que Dios hace, está expresado en más de trescientos mandamientos expresados en frases negativas: «No adulterarás, no robarás, no codiciarás», etc., y más de doscientos afirmativos: «Amarás al Señor tu Dios … amarás a tu prójimo como a ti mismo».
La ley está compuesta por más de seiscientos mandamientos relativos al sistema del culto judío, asuntos civiles, alimentos y bebidas, etc. La mayoría de ellos son preceptos morales. Así, pues, no podemos menospreciar la ley, porque ella expresa la esencia del carácter de Dios, y la ley es santa, justa y buena.
En el sermón de la montaña, Jesús dijo: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido» (Mat. 5:17-18).
«No he venido para abrogar la ley o los profetas». Él no vino a terminar con la ley, no vino a borrarla, sino a cumplirla. Esto es maravilloso, y es parte del evangelio anunciar, creer y manifestar que toda la ley fue encarnada y cumplida en Cristo. Él refleja el contenido de la ley.
En el Antiguo Pacto, hombres como David, que conocieron la ley, la amaban y la disfrutaban. Los Salmos, como el 19 o el 119, tienen expresiones maravillosas de la ley, porque al hablar de ella están hablando de Dios mismo y de su carácter. El Salmo 119 tiene muchos sinónimos de la ley divina: las normas, los mandamientos, los reglamentos, los estatutos, los preceptos, los caminos de Dios.
No se puede separar a Cristo de la ley. Al mirar el Antiguo Pacto, la ley es una nodriza. «La ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo» (Gál. 3:24). Era la profecía anunciando que llegaría un día en que la ley tendría cumplimiento, y ese día llegó cuando Cristo vino a la tierra.
Cristo, la ley encarnada
Por eso, lo que para los judíos era una sombra, para los cristianos es una realidad inscrita en nuestra mente y en nuestro corazón; ya no fuera, sino dentro de nosotros. Al recibir a Aquel que es la ley encarnada, el reposo está dentro de nosotros. Cristo es nuestro sábado. La ley, las comidas, los rituales, todo está cumplido en él. Ahora él es nuestro sustento, nuestro todo. ¡Bendito sea Dios! No podemos separar la ley y el evangelio, porque el evangelio es lo que nos explica la ley, lo que da sentido a la ley. «No he venido para abrogar … sino para cumplir», para completar la ley.
«Oísteis que fue dicho … pero yo os digo». Aquí hay otra dimensión del ministerio del Señor. La ley dada a través de Moisés prohibía el asesinato. «Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio» (Mat. 5:21-22). La ley solo prohibía el hecho de matar, pero él nos indica que lo que causa el homicidio es el odio.
«Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mat. 5:43-44). Pero ese aborrecer no lo decía la ley, sino los intérpretes de la ley, tergiversando la Escritura. Jesús aquí está corrigiendo la mala interpretación de los rabinos de la época.
Palabras en contexto
Cuando el Señor dice: «No resistáis al que es malo» (Mat. 5:39), algunos han interpretado erróneamente: «No resistáis el mal», lo cual es falso. Porque si no hay que resistir el mal, entonces tampoco habría que resistir al diablo, porque el diablo es malo. Entonces, necesitamos comprender la esencia de la ley, el contexto de las palabras de Jesús en el sermón de la montaña.
Alguien ha dicho que el sermón de la montaña, en Mateo capítulos 5 al 7, es el pasaje de la Escritura más leído a través de la historia. Lo que más han leído los cristianos, y aun los de afuera, lo que más se conoce de toda la Biblia, es el sermón de la montaña, las leyes del Reino.
Al dirigir su evangelio a los judíos, Mateo quería poner el equilibrio con respecto al concepto de la ley, a la cual ellos tienen un apego absoluto. Por lo tanto, Mateo habla con mucho cuidado respecto de la ley, mostrando la actitud de nuestro Señor Jesucristo al respecto.
Ahora, siendo éstos los estatutos divinos para los ciudadanos del Reino, la ley celestial no es aplicable al mundo, sino solo a aquellos que tienen «la ley del espíritu de vida» puesta en sí mismos, es decir, a los renacidos, los que han oído el evangelio y se han convertido a Cristo.
El Señor Jesús dice: «No juzguéis para que no seáis juzgados» (Mat. 7:1). El apóstol Pablo, más tarde, dirá también: «No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos» (Rom. 12:17-19).
Subrayemos el acento personal de la aplicación de esta Escritura, porque las palabras de Jesús están también en este mismo contexto. No tenemos que tomar la justicia en nuestras manos para vengarnos del mal, sino dejar lugar a la ira de Dios, y también respetar a las autoridades que han sido puestas por Dios, como también lo dice Pablo.
El Señor Jesús, respecto a esto mismo, agrega: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal. Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas» (Mat. 12:19-13:1).
Al escribir esto, Pablo estaba en presencia del imperio romano. Y él dice implícitamente que el imperio es una autoridad puesta por Dios mismo. Nos cuesta comprender que haya diversos tipos de gobierno y que es Dios quien quita y pone reyes. Dios otorgó al hombre la capacidad de organizarse en Estados, para que la justicia sea administrada por ellos, y nos manda someternos a las autoridades.
Sin embargo, este mismo imperio, que es una autoridad establecida de parte de Dios, al final, en Apocalipsis 17 y 18, es la gran Babilonia religiosa y política, el imperio de Satanás. Aquí hay un contraste. Pues Dios no nos trata como marionetas. Cada uno de los gobernantes y los políticos tendrá que dar cuenta de lo que haya hecho en este mundo, sea bueno o sea malo. De tal manera que Dios no es culpable de que, algo que él estableció, se haya vuelto hacia el lado de Satanás.
La opción de un creyente
Esto nos hace reflexionar, porque los creyentes nos enfrentamos a diario al mal que nos causan nuestros propios familiares, los conflictos entre esposa y esposo, entre padres e hijos, entre vecinos y aun entre hermanos de la iglesia. ¿Cómo respondemos cuando alguien nos hiere o nos hace daño? ¿Cómo reacciona una esposa cristiana frente a un esposo que le ha sido infiel? ¿Debe perdonar? ¿Debe tomar venganza? ¿Qué puede hacer? Entonces el Señor nos dice: «No paguéis a nadie mal por mal».
El cristiano tiene la opción de perdonar, pero también podría ir a la justicia. Alguien a quien le están robando, puede llamar a la policía, porque ésta es la autoridad. En tal caso él no está tomando la justicia por sus manos, sino recurriendo a una instancia legítima. De igual modo, una mujer que ha sido víctima de adulterio puede ir a la justicia, pero deberá tener clara esta palabra de no devolver mal por mal.
Si a ti te hacen un mal y tú devuelves con un bien ese mal, eso es algo divino. Si te hacen un bien y devuelves un bien, eso es humano, porque así hacen los hombres a los que les hacen bien. Por otra parte, si te hacen un bien y tú devuelves ese bien con un mal, eso es algo diabólico.
El ministerio de la ley
Aquí empezamos a entender cuál es el sentido de la ley. ¿Para qué sirve la ley? La respuesta también la da Pablo en Romanos 3:19-20. «Todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado».
Más adelante, Pablo dice que él vivió un tiempo sin la ley, pero cuando él conoció la ley, entonces lo que era bueno –la ley que era para vida–, a él le resultó para muerte. «¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera; sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno» (Rom. 7:13). No es la ley la que mata, sino el pecado.
¿Qué es lo que nos provoca la muerte? El pecado. Pero como el pecado está sancionado por la ley, entonces éste usa la ley para matarnos. ¿Quién está tras el pecado, detrás de cuanto se opone a Dios? El adversario de Dios, Satanás el diablo, y éste usará la ley de Dios para acusarnos, para hacernos sentir que estamos destituidos. Y en realidad, Dios confirma eso, porque Dios mismo lo ha dicho.
El Antiguo Testamento registra un dicho popular entre los judíos, que aquel que ve a Dios cae muerto ante él. Y eso le pasa a toda persona delante de la ley, porque la ley es el carácter de Dios. Frente a la ley, todos caen como muertos, «por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado» (Gál. 2:16). El problema no es la ley, porque ella es santa, justa y buena. El problema soy yo.
Entonces, para anunciar el evangelio, es muy importante que consideremos el testimonio del apóstol Pablo. Porque, ¿cómo una persona podría valorar el evangelio si no sabe cuál es su situación frente a Dios? El mundo está en tinieblas, el diablo les ha puesto una venda en los ojos para que no vean la luz. ¿Y cómo quitar ese velo? El evangelio tiene ese poder, al utilizar lo que es el carácter de Dios para hacerle ver al hombre su condición, porque ante la ley de Dios estamos muertos, destituidos de la gloria de Dios.
Pablo dice: «Yo apruebo que la ley es buena … según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (Rom. 7:16, 21). Así se deleitaban los hombres del Antiguo Testamento.
«La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo … Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; y dulces más que miel, y que la que destila del panal» (Sal. 19:7, 10). Este era el concepto de los que se deleitaban en la ley de Dios.
El Salmo 119 tiene numerosas referencias al efecto que tiene la ley de Dios en el corazón de aquel que ama la ley. La ley lo levanta, lo anima, lo vivifica. Pero cuando el hombre se acerca para tratar de cumplir la ley, descubre que son más de seiscientos preceptos, pero al infringir uno solo de ellos, la ley lo condena y lo mata, porque Dios es santo, perfecto, y no admite ningunas tinieblas.
«Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rom. 7:21-23).
Esperanza para el pecador
Entonces, Pablo exclama: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (v. 24). ¿Hemos llegado nosotros a esta conclusión? ¿Hemos entendido que tenemos algo que nos arrastra a hacer lo malo? Sabemos lo que es bueno, pero tenemos una ley que es contraria, un principio maligno que nos lleva a hacer lo que no queremos; aprobando lo que es bueno, pero sin poder hacer el bien.
Y aquí viene el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo. «Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro» (v. 25). ¡Aleluya! Porque el evangelio nos salva de esa condición de maldad. Al oír el evangelio, sabes que Cristo es tu Salvador, que él tomó tu lugar y murió por ti y por mí. Él pagó por nuestros pecados. La ley te podía acusar y condenar, pero fue Cristo mismo quien sufrió la condenación.
«Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 6:23). Cristo pagó. Su obra redentora nos salva del ministerio de la ley, que es un ministerio de muerte.
Pero cuando él llega a tu corazón, entonces tu vida es transformada. Has nacido de nuevo, y ahora hay un poder dentro de ti que te libra de la ley del pecado y de la muerte y te hace ser victorioso. Ya no estás bajo el dominio del pecado.
No decimos que sea imposible que peques, sino que es imposible que aceptes pecar de manera deliberada. Esto es muy claro. El que ha nacido de nuevo no se complace en el pecado; no es feliz con el pecado. Hay una tristeza, una amargura que te aplasta, y esa tristeza te conduce al arrepentimiento.
«Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 3:2). Así comienza Jesús su ministerio de justificación. Cristo es el que justifica. El arrepentimiento es un cambio de mentalidad. Sí, el diablo te acusa, te aplasta, te arruina; él quiere hacerte sentir que estás condenado, que no eres digno. Pero Cristo te levanta la cabeza, te perdona y te sana. Cristo te salva. Esto es el evangelio.
La ley y la gracia
El ministerio de la ley es mostrarnos cuán pecadores somos, moralmente insolventes e incapaces, y cuánto necesitamos acogernos a la gracia de Dios. La gracia contrasta con la ley. La ley exige, obliga, demanda; la gracia otorga, socorre, libera, capacita. ¡Bendita gracia!
La gracia de Dios armoniza con la ley. Pablo dice: «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál. 5:18). ¿Qué significa que los cristianos ya no estemos bajo la ley sino bajo la gracia? ¿Es contraria la ley a la gracia? No entendamos mal, porque la ley es el carácter de Dios.
No estar bajo la ley significa que ya no estás bajo un régimen que te esclaviza, sino bajo el régimen del Espíritu; no para ignorar la ley, sino para amarla y obedecerla, y no en tus fuerzas, sino en el poder de una vida nueva, de otra ley, la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús que nos libra de la ley del pecado y de la muerte (Rom. 8:2).
Aquí está la armonía entre ley y gracia, entre ley y evangelio, entre carne y espíritu. Lo dice en Gálatas 2:18: «Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago». ¿Qué son las cosas que Pablo destruyó? Yo era «fariseo de fariseos», creía que cumplía la ley fielmente. Yo era esto, yo era aquello, yo, siempre yo. Y todo lo que él hacía era en relación a la ley y a la cultura hebrea.
Y cuando les habla a los gálatas, «las cosas que destruí», aluden al sistema de la ley y del culto judío, porque ahora ya no hay más sacrificios por el pecado, «porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Heb. 10:14). Así que, si Cristo es nuestra pascua, ¿cómo vamos a seguir celebrando la pascua judía? ¿Qué cosas destruí? Destruí las sombras, ahora tengo la realidad. ¿Qué son las cosas que destruí? Que no hay que comer ciertas cosas, que hay que observar ciertas fiestas, etc.
Luego vienen los maestros judai-zantes diciendo: «Ustedes recibieron a Cristo, y está bien; pero falta algo: tienen que cumplir los ritos de la ley». O sea, ¿Cristo no es suficiente? Los gálatas están cometiendo una necedad. Ellos tienen a Cristo, pero quieren volver a las sombras. Sí, aquellas fueron nuestro maestro para anticiparnos que un día llegaría el cumplimiento de la ley.
Entonces Pablo dice: «Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:19-20). Miren cómo habla de la carne ahora: «Y lo que ahora vivo en la carne». ¿Está extinguida la carne? ¿Fuiste aniquilado ahora que eres cristiano? No, sigues siendo una persona de carne, pero tu carne está sometida al Espíritu.
«Y lo que ahora vivo en mi carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios» (v. 20). Aquí hay armonía entre carne y Espíritu. Una carne bajo el espíritu no es una carne separada del espíritu, porque una carne separada del Espíritu no sirve para nada. La naturaleza humana separada del Espíritu no puede agradar a Dios; pero la naturaleza humana sometida al Espíritu Santo, por la gracia de Dios, está capacitada para vivir para Dios.
El poder de una vida nueva
La manera de hablar del apóstol respecto de la ley podría confundirnos, pero él es muy claro en explicar estos contrastes. Los cristianos no estamos para separarnos de la ley, sino para amar la ley de Dios, pero ya no sometidos bajo un régimen que nos esclaviza.
Ahora tienes dentro de ti el poder de una vida nueva. La ley del Espíritu de vida ha hecho brotar dentro de ti un sentimiento de afecto para amar la ley de Dios, querer lo que él quiere, aborrecer lo que él aborrece y estar de acuerdo con Dios.
Así se cumple esto: «Señor, yo quiero ser como tú eres». Tú fuiste creado para ser portador de la imagen de Dios. ¿Cómo podríamos llegar a ser semejantes a él menospreciando su ley?
Amar la ley de Dios no significa ponerse bajo la ley, en ese concepto de Pablo. Lo que él subraya es estar bajo aquel sistema de la ley que te fuerza a cumplirla. Y cuando no la cumples, te sientes mal. Por eso dice Juan que aquel que es nacido de Dios no peca, porque el Espíritu Santo le indica lo que está mal.
Cuando pasa eso, el enemigo te hace sentir indigno. Entonces tú tratas de esforzarte en cumplir la ley de Dios, porque crees que para estar bien con tu conciencia debes cumplirla fielmente. Pero ese concepto puede llevar a tratar de alcanzar la salvación por obras.
Alguien decía que el Señor pagó el pie de nuestra salvación, pero nosotros tenemos que pagar el saldo de ella; o sea, que tú tendrías que terminar comprando tu salvación. Cuando se predica ese evangelio mezclado, se está diciendo que la obra de Cristo no es completa, que él hizo una parte y tú tienes que hacer la otra. Eso es un error, y hay un gran porcentaje de creyentes que están en ese error. Eso es estar bajo la ley.
Gracia que capacita
¿Qué significa estar bajo la gracia? La gracia es capacitadora. Ella me habilita para que no sea yo, sino Cristo en mí. Esto es el evangelio. Esta es la riqueza del evangelio: que aquello que era imposible para mi carne, ahora, por la gracia de Dios, es posible. ¡Bendito sea el Señor!
El evangelio ha despertado en nosotros el amor por Cristo. No me siento obligado a seguirle. Siento una pasión por ser como Cristo es, y también siento un gran dolor cuando él no sale por mí en la vida diaria. Entonces el diablo me dirá que soy indigno e inútil. Sin embargo, el sentirnos bien no depende «de lo que hagamos bien o mal», sino de lo que Dios en Cristo ha hecho por ti y por mí.
Para tener paz con Dios, no pienses que tú tienes que ser tan bueno. No hay ningún hombre bueno. Jesús dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios» (Mat. 19:17), porque él, representándonos, afirmaba que entre los hombres no hay nadie bueno.
Para estar bien con Dios, no tienes que pensar que eres bueno, porque si vas por ese camino serás una persona llena de justicia propia. Y si hay algo que Dios aborrece es que alguien crea tener justicia propia. Si no tienes la justicia que Dios otorga, no puedes adquirirla sino por gracia. Porque si es por obras, ya no es por gracia. ¡Gloria al Señor!
«¡Miserable de mí». ¡Qué tremendo contraste! Sí, en mí mismo no soy nada; soy un pecador, y lamento no ser exactamente como mi Señor. Pero estos quebrantos del alma, estas tristezas por no ser como él, no nos abaten. Porque seguimos creyendo que, a pesar de todo, él nos sigue amando. Este es el evangelio. Vivimos en una permanente contradicción, pero al mismo tiempo en una maravillosa armonía.
¡Gracias, Señor! Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.