Revisando algunos rasgos significativos acerca del anuncio del evangelio.
Lectura: Juan 1:35-47.
En el evangelio de Juan capítulo 1 aparecen en escena los primeros discípulos de Jesús. Es el comienzo del último evangelio, escrito entre los años 80 y 90 d. de C. Juan mismo aparece en el relato del capítulo 1, aunque no menciona su nombre. Más adelante, se identifica como «aquel discípulo a quien Jesús amaba», o algo similar. Aquí, aparece solo como un discípulo que estaba junto a Juan el Bautista, cuando el profeta reconoció a Jesús como el Cordero de Dios, y entonces, él siguió a Jesús.
En consecuencia, Juan, el evangelista, fue uno de los primeros discípulos del Señor, junto con Andrés, hermano de Pedro. La historia dice que, tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. de C., Juan se radicó en la ciudad de Éfeso, donde el apóstol Pablo ya había predicado el evangelio y establecido una iglesia. Juan vivió allí hasta el final de su larga vida y escribió su evangelio.
En su narración de los eventos más notables de la vida del Señor, hay detalles que no se hallan en los otros relatos. Los demás evangelios tienen varios pasajes en común. Sin embargo, Juan tiene una visión diferente, que complementa los demás. Este evangelio ofrece, diremos así, el punto de vista muy particular de un discípulo que fue el más íntimo del Señor.
Juan se describe, por ejemplo, como aquel que recostaba su cabeza en el pecho de Jesús, la noche en que éste fue entregado. Fue el único discípulo que estuvo al pie de la cruz cuando Jesús murió. Vio la crucifixión, los padecimientos y la muerte del Señor. Él fue un testigo directo, más que cualquier otro, de las palabras y los hechos esenciales de la vida de Jesús.
Hablando a los gentiles
Siendo ya anciano, Juan escribió su evangelio para las iglesias gentiles de la región de Éfeso, aquellas mencionadas en el libro de Apocalipsis. Allí ejerció su ministerio en sus últimos días, en un ambiente cultural muy diferente a aquel del cual procedía. Juan era un judío galileo, pero ahora su evangelio está dirigido a una audiencia de contexto griego y gentil.
Por ello, hace un gran esfuerzo para comunicar su mensaje de una manera que suene plausible. En este sentido, hay muchas aclaraciones necesarias en su relato. Por ejemplo, en el versículo 1:41, él dice: «Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)». Mesías era el nombre que daban los judíos al «libertador» que vendría, anunciado por los profetas. Juan explica: «que traducido es, el Cristo». Su público no sabía nada del Mesías, por eso lo traduce como «Cristo», que en griego significa «Ungido». Después, el relato continúa: «Jesús dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)». En arameo, Cefas es piedra. Entonces Juan traduce el nombre al griego como Pedro.
Nuestro mayor desafío en un esfuerzo misionero, es comunicar el evangelio a una cultura diferente, sin que este pierda su esencia. Un ejemplo de esto se encuentra en el primer versículo de Juan 1. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios».
Este breve versículo es vital para entender cómo el apóstol intenta comunicar la grandeza del evangelio a un público no judío. Aquí, Juan usa el término Logos, un concepto griego, traducido en nuestra Biblia como Verbo o Palabra. El Logos era un concepto cardinal para el pensamiento griego, pues era visto como la mente, la inteligencia, el orden por detrás del universo, que sustentaba y daba significado a todas las cosas.
Lo interesante es que el apóstol Juan toma ese concepto y lo aplica al Señor Jesucristo, haciendo una conexión entre la cultura griega y el evangelio. Para los griegos, el Logos era algo sumamente elevado, incomprensible e inalcanzable para cualquier ser humano. Nadie podía conocer a aquel Logos divino, eterno e impersonal.
Juan, entonces, hace esta conexión para que el evangelio tenga sentido para ellos, afirmando: «Y aquel Verbo fue hecho carne» (Juan 1:14). Aquel Logos, que sustenta todo lo que existe, fue hecho carne, se hizo hombre. Esto fue un impacto violento para el pensamiento griego.
Para los griegos, la materia, el cuerpo físico humano, era una cosa vil, despreciable. Ellos pensaban que el alma humana estaba, de alguna forma, prisionera del cuerpo, y que la salvación del hombre era la liberación del alma de esa cárcel física. ¿Cómo podría el Logos eterno haberse hecho carne?
Entonces, allí comienza a tener sentido el mensaje del evangelio: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros». Él se hizo cercano, se hizo comprensible, tangible, audible. «…y vimos su gloria». Nosotros hablamos con él, lo tocamos, y vimos su gloria de Verbo eterno de Dios. Este es el mensaje que impactó tanto el corazón de la cultura griega; y que, finalmente, hizo que esa cultura entera se volviese hacia el Verbo encarnado. Tal es el poder del evangelio.
La palabra «evangelio» casi no es usada por el apóstol Juan en sus escritos; solo aparece dos veces en el libro de Apocalipsis. Él prefiere la expresión, «el testimonio de Jesucristo». La palabra «evangelio» significa «buena noticia». El mismo Señor usó esa palabra; pero Juan no, aunque está implícita en su evangelio.
Esto, porque nosotros fuimos llamados a ser testigos de Cristo, cuando anunciamos el evangelio bendito que nos ha sido encomendado como iglesia. En este sentido, comenzando su relato, Juan coloca algunas marcas fundamentales acerca de cómo debe ser anunciado el evangelio.
El testimonio de Juan el Bautista
«El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús. Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima» (35-39).
El evangelio de Juan comienza contando que el precursor, Juan el Bautista, había venido del desierto a predicar arrepentimiento. Durante cuatrocientos años, después de Malaquías, hubo un silencio profético en la historia de Israel. No hubo profeta de parte de Dios.
Cuando apareció Juan, estaba lleno de un fuego santo, como el profeta Elías. Mucha gente salía de las ciudades para oírle. Entre ellos estaban los primeros discípulos del Señor: Andrés y Juan, el posterior evangelista.
Las multitudes venían para recibir el bautismo de arrepentimiento. Los escribas y fariseos fueron a preguntarle: «¿Eres tú el profeta?», refiriéndose al Mesías que estaban esperando. Él responde: «Yo no soy el Cristo. Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo». Así habla aquel de quien Jesús dice: «Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista» (Luc. 7:28), mayor incluso que los profetas antiguos: Moisés, Elías, Jeremías o Daniel.
Juan el Bautista declara: «Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado» (Juan 1:27). Ese era un trabajo de esclavo. «Yo no soy digno aun de ser su esclavo». Juan era apenas una voz, anunciando a Aquel que venía tras él. Y agrega: «Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mat. 3:11). Solo Aquél que venía podría transformar totalmente la vida de aquellos que vinieran a él.
«Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él. Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia. Entonces le dejó» (Mat. 3:13-15). Jesús se unió a aquella fila porque se identificó con los pecadores, tomando nuestro lugar para salvarnos. Esta era la justicia de Dios que tenía que ser cumplida.
El evangelio de Juan no menciona este hecho, pero relata que cuando Juan el Bautista vio a Jesús, dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Esta declaración es el corazón mismo del evangelio. Toda la profecía en la historia de Israel apuntaba hacia aquel Cordero. Allá, en el principio, Isaac preguntó a su padre Abraham: «¿Dónde está el cordero para el holocausto?» (Gén. 22:7). Hubo un cordero que tomó el lugar de Isaac, para salvar su vida. Esta es la idea fundamental del evangelio: la sustitución.
Recordemos la muerte de los primogénitos en Egipto. El ángel del Señor pasaría aquella noche y mataría a todos los primogénitos de esa tierra. Todos estaban condenados a muerte. Mas aquella noche un cordero fue sacrificado en cada hogar israelita, y su sangre fue puesta en los marcos de las puertas, para que, cuando pasase el exterminador, perdonase a los primogénitos que estaban bajo la sangre del cordero. ¡Qué maravilloso!
Por eso, Hebreos dice que nosotros somos la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, porque todos fuimos rescatados de la muerte por la sangre del Cordero. «He aquí el Cordero de Dios», el verdadero, que realmente tiene el poder de quitar el pecado del mundo para siempre por medio de su muerte, y salvar eternamente a aquellos que vienen a él.
«He aquí el Cordero de Dios». Es la mayor noticia de la historia de la humanidad. He aquí el Salvador. Cuando Andrés y Juan oyeron esas palabras, de inmediato olvidaron a su primer maestro y se fueron en pos de Jesús, porque él era el verdadero Cordero de Dios. Allí comienza la historia.
Ver, oír, tocar
Ahora veremos cuatro puntos fundamentales del evangelio. El primero es éste: «Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día» (Juan 1:38-39). «Maestro, ¿dónde moras?». Esa pregunta es muy interesante, porque en la cultura judía, eso significaba: «Queremos conocer más de ti; queremos saber quién eres tú». No era solo conocer su vivienda. Entonces Jesús les responde: «Venid y ved».
Ese es el primer punto: Venir y ver. Es preciso saber que el evangelio es, básicamente, el testimonio de personas que vieron, oyeron y tocaron al Señor. Veamos algunos versículos para confirmar esto.
«Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria» (1:14). Este es el énfasis. Luego, dice: «También dio Juan testimonio, diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él» (v. 32). «Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (34). «Les dijo: Venid y ved» (v. 39). «Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve» (v. 46).
El evangelio es, antes que nada, un testimonio de personas que vieron al Señor.
Esto hace una diferencia radical con todas las religiones del mundo. Todas ellas: budismo, islamismo, etc., se apoyan en experiencias místicas y privadas de ciertas personas, las que nadie más puede acreditar respecto a su veracidad. Mas, los relatos de Juan (y de los otros evangelios) se basan en hechos históricos objetivos acerca de la persona y las palabras del Señor, confirmados por muchos testigos oculares.
Los testigos de Cristo
Veamos algunos versículos que nos ayudarán. Por ejemplo, 1 Juan 1:1: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida». Son hechos objetivos, que cualquiera puede verificar.
El evangelio no es meramente un dogma que debe ser creído a toda costa; no es un credo que debe ser aceptado ciegamente. Los creyentes debemos ser muy cuidadosos en este punto. El Señor no dijo a sus discípulos: «Aquí está el Credo que ustedes deben aceptar para seguirme». No, él les dijo: «Venid y ved». Ellos debían venir y obtener conclusiones ciertas por sí mismos. Jesús no les impuso una «verdad dogmática». Les dijo: «Venid y ved», para que ellos llegasen por sí mismos a la conclusión de que él era el Mesías, el Hijo de Dios.
Al estudiar cómo era predicado el evangelio en el principio, se puede percibir que Juan no es el único que enfatiza ese punto. Veamos algunos versículos en el libro de los Hechos.
Pruebas indubitables
«…a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables» (Hech. 1:3). Evidencias que cualquiera podría examinar y concluir como ciertas. «Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (4:20). El evangelio no es el producto de la especulación de un gran filósofo o de las visiones de un gran místico. Está basado en hechos reales, que pueden ser verificados.
Otro ejemplo: «Vosotros sabéis lo que se divulgó por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan» (Hech. 10:37). «Vosotros sabéis». Esto implica que eran cosas conocidas públicamente por todos.
La fe cristiana se apoya en hechos y evidencias que todos pueden indagar. Esto es muy interesante. Usted puede desafiar a cualquiera que vaya y averigüe si es verdad y si la historia confirma lo que decimos. Muchas personas que hicieron esa búsqueda honestamente, algunos grandes ateos y escépticos, llegaron a la conclusión de que era cierto y se convirtieron a Cristo.
El evangelio de Lucas comienza declarando: «Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísi-mo Teófilo, para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido» (Luc. 1:1-4).
Lucas investigó todo desde su origen y no se quedó simplemente con aquello que otros hablaron. Él verificó los hechos por sí mismo y tuvo la certeza de que estas cosas eran reales.
Entonces, cuando nosotros predicamos a un mundo escéptico, no debemos pensar que el evangelio es una mera cuestión de fe ciega, que es necesario aceptar solo porque la Biblia lo afirma. No. Nosotros tenemos que decir: «Estas cosas son ciertas, y cualquiera que haga una investigación honesta y razonable, basado en las evidencias disponibles, puede llegar a la misma conclusión que nosotros: Jesús realmente es el Cristo, el Mesías, que resucitó de entre los muertos».
Este es un rasgo principal del evangelio. Por eso dice: «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero» (Hech. 10:39). «A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos» (Hech. 10:40-41).
¿Qué nos dice Pedro? Que ellos vieron a Jesús resucitado, y comieron y bebieron con él. Alguien podría decir que no fue más que una ilusión, una alucinación o un fantasma. Pero no se puede comer y beber con un fantasma o una alucinación. Ellos lo habían visto y comprobado con sus propios ojos.
El testimonio de Dios
Bueno, eso aconteció hace dos mil años atrás. Ahora bien, ¿cómo podríamos hoy dar testimonio de hechos ocurridos hace tanto tiempo? 1 Juan 5:6 dice: «Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad». Versículos 9-10: «Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo».
En la Escritura tenemos el testimonio de los apóstoles: Ellos atestiguan que vieron a Jesús resucitado, y comieron y bebieron con él. Ellos dan testimonio de todos los hechos de la vida de Cristo, en los evangelios. Tenemos una sola alternativa: creer o no creer en ellos. Pero, si usted cree en el testimonio de ellos, sabrá por sí mismo que esto es la verdad, porque el Espíritu Santo lo confirmará con su testimonio en su corazón. El Espíritu revelará a Cristo en su interior y usted conocerá la verdad de primera mano, pues tendrá el testimonio en usted mismo.
De esta manera, después, cuando usted habla, no habla de segunda mano, repitiendo sólo lo que otros dijeron, sino de aquello que usted mismo vio y oyó, por causa del Espíritu Santo. Porque el más grande de los testigos no es un hombre, sino el Espíritu Santo.
Cuando predicamos el evangelio, el Espíritu Santo también da testimonio, y revela la verdad acerca de Jesús. Y, cuando las personas creen, él trae el conocimiento de Cristo al corazón de aquellos que aceptan el testimonio de los apóstoles. De esta manera, usted también se convierte en un testigo de Cristo. «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6). Este es el primer punto – el evangelio es un testimonio.
Un encuentro personal
Veamos el segundo rasgo del evangelio. Juan y Andrés pasaron la noche con Jesús. Bastó una sola noche para que ellos quedaran totalmente convencidos de que Jesús era el Mesías, pues tal era la fuerza de la personalidad del Señor.
Cualquier persona que haga un esfuerzo honesto de acercarse y conocerlo, quedará impactada por él, porque no hay en toda la historia de la humanidad otro hombre semejante a Jesús.
«Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)» (Juan 1:40-41). Fueron necesarias solo unas pocas horas para llegar a la verdad, y comenzar a predicar la buena nueva. De inmediato se volvieron testigos y predicadores del evangelio.
Andrés fue a buscar a su hermano Simón y lo trajo al Señor. «Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)». El segundo punto es que el evangelio siempre es personal. Juan relata muchos encuentros personales de Jesús con diferentes personas.
El contenido del evangelio nunca cambia, pero la manera en que se anuncia es diferente para cada uno. El Señor se aproximaba a cada persona de manera diferente, acorde con la realidad de cada una. Él habló de una manera a la mujer samaritana y de otra a Nicodemo. El mensaje es el mismo; todos acaban encontrándose con Jesús. Mas él siempre llega de una manera diferente y personal.
Este punto es vital para el anuncio del evangelio. Jesús tenía la delicadeza de amar y entender a las personas a quienes se acercaba. Él dialogó con la mujer samaritana y descubrió su corazón. La predicación del evangelio requiere la misma actitud del Señor. No debe ser un simple anuncio frío y mecánico. Es importante actuar como lo hacía el Señor.
El Señor hablaba a cada cual en su situación particular. «Simón, tú serás llamado Cefas». Esto muestra un profundo conocimiento de quién era Pedro, y de lo que el Señor haría por él.
Cada uno es tocado de manera personal. Sin embargo, el Señor no se aproximó a él de una manera meramente individual, sino que lo hizo en un contexto colectivo.
El evangelio no es solo relaciona-miento individual con Cristo. Siempre hay otros que también buscan al Señor. Unos traen a otros, formando así una comunidad de testigos. Cada uno con su historia personal, pero todos juntos, conociendo al Señor, porque él no vino a llamar meros individuos, sino a formar su iglesia.
Ofensa y escándalo del evangelio
«El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme. Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve» (Juan 1:43-46). Todo iba muy bien, hasta que fue mencionada Nazaret. «¿De Nazaret puede salir algo de bueno?».
El tercer punto importante es que el evangelio es siempre una ofensa y un escándalo para la mente humana natural y mundana. Nosotros querríamos modificarlo o acomodarlo para que no sea un escándalo o una ofensa, pero esto es imposible. Siempre, de alguna manera, el evangelio ofenderá a la mente humana caída. Si quitamos el escándalo del evangelio, perdemos totalmente su mensaje.
Esto ocurrió con el liberalismo teológico. Ellos pensaban que el mensaje del evangelio tenía muchos elementos escandalosos para la mente «científica» moderna: los milagros, el nacimiento virginal de Jesús, la resurrección, etc. Todo eso era vergonzoso y era mejor evitarlo, acomodando el evangelio. Pero, el resultado fue que perdieron totalmente su mensaje.
El evangelio siempre escandalizará al mundo. Natanael respondió así, porque Nazaret ni siquiera era una aldea, sino un lugar tan insignificante, que hasta hoy los arqueólogos no han podido localizar dónde estaba. Por mucho tiempo, se creyó que era un invento, hasta que, pocos años atrás, fue descubierta una vasija con el nombre de Nazaret grabado en ella.
Era lógico que Natanael preguntase: «¿De Nazaret puede salir algo de bueno?». ¿Saldría de allí el Salvador? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de Belén de Judá? Los judíos despreciaban a Nazaret, de «Galilea de los gentiles». Los fariseos dijeron a Nicodemo: «¿Eres tú también galileo? Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta» (Juan 7:52).
El tropiezo de la cruz
Pablo dice: «Y yo, hermanos, si aún predico la circuncisión, ¿por qué padezco persecución todavía? En tal caso se ha quitado el tropiezo de la cruz» (Gál. 5:11). Es decir, si yo quisiera predicar un evangelio que fuese aceptado por todos, que todos aplaudiesen, entonces necesitaría predicar el evangelio de la circuncisión, como los falsos apóstoles. Pero, al hacer eso, sería quitada la ofensa de la cruz.
La cruz era ofensiva para la mente humana natural. Probablemente hoy es más difícil entender lo que Pablo está diciendo. Haremos un poco de historia para entender el contexto desde el cual él está hablando.
La cruz era la forma de muerte más cruel que existía en el mundo antiguo, inventada por los romanos y reservada para los peores criminales. Alguien que moría en una cruz era necesariamente una persona despreciable, que merecía ese tipo de castigo horrible. ¿Cómo era posible que un hombre muerto en una cruz fuese el Salvador? ¿Cómo podía un griego o un romano aceptar eso? Era una ofensa para todos.
Hoy vemos la cruz como un símbolo positivo. Las personas usan una cruz colgada al cuello. Sobre los templos, los hombres ponen una cruz, y la gente ve en ella un símbolo de amor. Pero esto es así porque la fe cristiana triunfó en el mundo occidental. Sin embargo, en sus comienzos, era como decir que un hombre ajusticiado en la horca, la silla eléctrica o la cámara de gas, era el salvador del mundo. ¿Usted creería una cosa así?
Para los judíos, esto también era una ofensa. La ley decía: «Maldito todo aquel que es colgado en un madero» (Gál. 3:13). Jesús murió como un maldito. ¿Cómo podría ser el Mesías que salvaría a Israel? Este es el tropiezo de la cruz. No podemos quitar la cruz, porque sin ella no existe el evangelio. Nosotros merecíamos morir como pecadores; mas él tomó nuestro lugar, llevó nuestra maldición, sufrió nuestro castigo y así nos salvó a todos.
Un encuentro con el Dios vivo
Y el último punto. «Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño. Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces? Respondió Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Juan 1:47-49).
Ahora, nosotros realmente no sabemos qué ocurrió aquí. ¿Por qué estas palabras impactaron tan fuertemente a Natanael? No lo sabemos. Mas, el Señor reveló allí algo profundo del corazón de Natanael que solo este discípulo conocía y nadie más. Y cuando el Señor reveló su corazón en esas palabras, Natanael, plenamente convencido, declaró: «Tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel».
«Respondió Jesús y le dijo: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que estas verás. Y le dijo: De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre» (Juan 1:50-51). El cuarto punto es éste: El evangelio es siempre un encuentro sobrenatural con el Dios vivo, que está más allá de las capacidades, la inteligencia y el poder humano.
Es bueno tener todos los argumentos y pruebas; es bueno ser muy convincentes y empáticos con las personas; y es bueno no olvidar la ofensa del evangelio. Sin embargo, todo eso no serviría de nada si al predicar el evangelio no está presente el Dios vivo, porque el único que salva es él.
Al ver al Señor, Natanael entró en contacto con una realidad espiritual y sobrenatural, superior a la vida humana. Eso trajo convicción total a su corazón. «Cosas mayores que estas verás». El evangelio significa que el cielo está abierto sobre la tierra. Dios mismo está obrando en la vida de los hombres para salvar, para curar, para libertar y para dar vida. De allí en adelante, los discípulos realmente vieron el cielo abierto; pero, sobre todo, vieron el poder del Señor para transformar la vida humana.
Este es el evangelio que se nos ha encomendado. Primeramente, el evangelio es un testimonio de hechos o experiencias reales de primera mano con el Señor. Segundo, es un encuentro personal con el Señor. Tercero, es una ofensa para la mente humana natural. Cuarto, es realmente un milagro, la manifestación del reino de Dios sobre la tierra y un encuentro sobrenatural con el Dios vivo.
Síntesis de un mensaje oral impartido en San Lorenzo (Brasil), en Septiembre de 2018.