Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.
Mateo 6
En este capítulo tenemos las cosas finales en las Leyes del Reino. En el capítulo anterior consideramos las leyes de las relaciones terrenales; aquí, hemos de considerar aquellas que se refieren a las relaciones celestiales.
Terminamos nuestro estudio anterior diciendo que las leyes de las relaciones terrenales revelan nuestra impotencia y la consecuente necesidad de algo más; este algo más es el que se nos descubre ahora. Si no tuviéramos más que la revelación del ideal del cielo para la conducta terrenal, seríamos impotentes, no por razón de no reconocer la gloria y la belleza del ideal, sino a causa de nuestra conciencia de incapacidad para realizarlo.
El capítulo se divide en tres partes: la primera es la declaración de un principio permanente (versículo 1), que proyecta su luz sobre aquello que ya se ha dicho anteriormente, y también sobre lo que ahora va a decirse; la segunda consta de las leyes que se refieren a actividades espirituales (versículos 2 al 18); y en la tercera, encontramos las leyes que nos descubren la actitud verdadera hacia las cosas materiales, como resultado de la obediencia hacia aquellas que se refieren a las actividades espirituales (versículos 19 al 34).
Justicia y recompensa
El principio general se expresa en las palabras: «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos».
En algunas versiones se lee: «Mirad que no hagáis vuestras limosnas delante de los hombres». La palabra que se usa en el griego es «justicia» en vez de «limosnas»; y se acepta generalmente que no hay duda de que esto es lo que nuestro Señor dijo realmente. Más adelante hemos de encontrarnos con la cuestión de las limosnas, pero éstas son únicamente un aspecto de la justicia.
Ya ha sido hecha la declaración de que la justicia de este nuevo Reino debe ser mayor que la de los escribas y de los fariseos; hemos llegado al punto en que tal declaración es interpretada, mostrándonos cómo, o de qué manera, la justicia ha de ser mayor.
Por esta razón, nuestro Señor comenzó con la declaración de este principio, en el cual insiste en que la justicia debe tener un motivo verdadero; advirtiéndonos de ello por la amonestación que hace a sus súbditos contra un falso motivo, y solo de una manera incidental, revelando el motivo verdadero. El falso motivo está revelado en las palabras: «…delante de los hombres, para ser vistos de ellos». La forma de justicia que viene como resultado de semejante inspiración, es forma que Cristo descarta como algo enteramente sin valor.
Todos estamos familiarizados con el viejo refrán: «La honradez es la mejor política». Recuerdo que hace muchos años este refrán encabezaba una de las páginas de un libro que solíamos llamar cuaderno de apuntes. Yo lo escribí repetidas veces, y cuando hube concluido la página se la mostré a mi profesor. Nunca he olvidado lo que él me dijo. Señalando lo que yo había escrito, se expresó así : «¿Te has dado cuenta que dice que la honradez es la mejor política?». «Sí», le contesté. Entonces por toda respuesta me dijo: «Nunca olvides que el hombre que es honrado solamente porque es buena política, puede ser el mayor de los pícaros del mundo».
Aquel hombre estaba en lo justo. Y de igual manera, si los hombres solamente hacen lo que es recto para ganarse la buena opinión de los demás, pueden dejar de hacerlo si los demás no los están viendo.
Esto puede probarse de mil maneras distintas. Sabemos de gentes que no harían ciertas cosas en el lugar donde viven, pero que no vacilan en hacerlas cuando van al viaje de paseo a la capital; y hay gentes que no harían determinadas cosas en la capital, a quienes les parece que están en libertad de hacerlas cuando salen de ella de paseo. Si lo único que se pretende es ganar la buena opinión de los hombres, el motivo es malo.
Agradando a Dios
Solo hay un motivo único que produce verdadera rectitud de acción: el reconocimiento de la autoridad divina y el deseo de agradar a Dios. Es este el gran principio trazado.
Tres asuntos se tratan en la parte correspondiente a la aplicación de este principio: las limosnas, en los versículos 2 al 4; la oración, en los versículos 5 al 15; y el ayuno, en los versículos 16 al 18. Nos sorprendemos en este punto porque estos no son asuntos tratados usualmente dentro de un estudio de ética. Ello, en sí mismo, nos hace detenernos, ya que sugiere el reconocimiento de los valores espirituales como de suprema importancia en los asuntos de origen moral.
Las limosnas
El término «limosnas» se refiere a una actividad que es distintivamente externa, pero que siempre surge de un impulso interior. La oración es una cosa claramente espiritual, una actividad que depende del reconocimiento del aspecto de la vida dirigida hacia Dios. El ayuno, de acuerdo con esta enseñanza, es algo preeminentemente interno y secreto, siendo una condición para la oración, y fuente de la dádiva de limosnas.
Resumiendo: las limosnas constituyen un acto externo; la oración es una actividad celestial; el ayuno es una actitud interior. Encontraremos la estrecha relación de los tres, a medida que los examinemos.
Nuestro Señor describió el método popular de dar limosnas, y vació sobre él un sarcasmo descarnado. Refiriéndose al método de aquellos a quienes él llamó hipócritas, declaró que la razón de sus dádivas era «para ser alabados por los hombres»; y a renglón seguido dijo: «De cierto os digo que ya tienen su recompensa» (v. 2). Es decir, que han conseguido lo que deseaban. Buscan la gloria de los hombres, la reciben, y allí concluye todo. Las limosnas verdaderas son aquellas que se hacen en secreto, en cuanto a los hombres se refiere, pero con la íntima conciencia de que se coopera con el Padre. Al tratar de la justicia, nuestro Señor comenzó con las limosnas, porque ellas constituyen la expresión externa de la vida dentro de Su Reino.
La oración
Habiendo tratado de esa manera la expresión externa de la justicia, nuestro Señor procedió de inmediato a tratar la cuestión de la oración. Al hacerlo, aplicó el mismo principio. Se refirió al método en boga, que consistía en orar de pie en las sinagogas y en los cantones de las calles. Está bien que recordemos que no hay nada malo en orar en las sinagogas o en los cantones de las calles. Lo que condenó el Señor Jesús fue la actitud interior. Lo malo estaba en que tales personas oraban de esta manera «para ser vistos de los hombres». Una vez más, tal actitud es reprochada con sarcasmo: «De cierto os digo que ya tienen su recompensa». Si los hombres oran con la idea de que otros los están observando, y lo hacen a fin de obtener su aprobación, ciertamente que consiguen lo que están buscando. Son vistos de los hombres, y asunto concluido.
Viene a mi memoria algo que sucedió hace algunos años en la ciudad de Boston, cuando en una ceremonia pública se le pidió a un eminente ministro que orara. Su dicción fue maravillosa, su lenguaje impecable y sus periodos retóricos, excelentes. A la mañana siguiente, uno de los grandes diarios de Boston se refirió a esa oración en los siguientes términos: «En el momento oportuno el Reverendo Doctor hizo la más hermosa oración que ha sido escuchada por un auditorio de Boston». ¡Exactamente! «Os digo que ya tienen su pago».
Frente a este motivo y este método falsos de la oración, nuestro Señor colocó el método verdadero. Podemos resumir su enseñanza diciendo que insistió sobre lo privado, lo directo y lo sencillo de la oración; y luego dio un modelo perfecto.
Oración en privado
Que es necesario que la oración se haga en lo privado, lo revelan aquellas palabras: «Entra en tu aposento, y cerrada la puerta». Cuando se cumple con este requisito es cuando la oración se convierte en algo vital. En lo privado, la oración es algo directo, es decir, se despoja de vanas repeticiones y de esta manera se caracteriza por una sencillez suma.
Este mandamiento no prohíbe la oración en grupo, pero nos ayuda a reconocer que aun en la oración en grupo, hay cierta sensación en la cual nuestra alma debe darse cuenta de la presencia de Dios, a solas, y tratar con él de una manera directa. El compañerismo en la oración llega a ser de valor en la medida en que cada uno de los que se reúnen para orar esté capacitado para olvidarse de los otros y desnudar su alma delante de Dios. Se crea el compañerismo en el reino espiritual, por medio de la armonización de las personas que oran en la unidad de la intercesión.
En nuestras reuniones de oración siempre nos encontramos en mayor o menor peligro de preguntarnos lo que los demás están pensando de la oración que estamos haciendo; tal conciencia de los otros tiene dos resultados aparentemente contradictorios, cada uno de los cuales destruye el poder de la oración. Uno de ellos puede ser el deseo de impresionar a los que nos escuchan con la oración que estamos haciendo; y el otro es que, por temor a los que nos escuchan, no oramos nunca. En el primer caso, nos enorgullecemos de nuestras oraciones; en el segundo, nuestro exceso de orgullo nos impide orar.
De esta suerte, bien sea en la reunión de grupo o en el lugar apartado, el secreto final de la oración consiste en percibir la presencia de Dios y tratar directamente con él. Donde hay eso, no hay necesidad de repeticiones vanas; lo que el alma tiene que decir a Dios puede, y será dicho, con la mayor sencillez. Nunca somos oídos por nuestra mucha palabrería, sino por la honradez y la sencillez que hay en nuestras expresiones.
La oración modelo
Al llegar a este punto fue cuando nuestro Señor dio a los súbditos de su Reino la oración modelo. Es imposible que la estudiemos en detalle; pero no obstante, nuestra familiaridad con ella, por la continua repetición, nos capacitará para hablar en términos generales, y así esforzarnos por comprender algo de su grandeza.
El principio de la oración es una teología o revelación de la verdad acerca de Dios. Él es «nuestro Padre que está en los cielos». Resueltamente traduzco de modo literal la frase, usando el plural «cielos», tal como se encuentra en el Nuevo Testamento griego, porque allí hay una doctrina; porque allí está el reconocimiento de la omnipresencia de Dios. Él está en los cielos, en todos los cielos. Adoptando el punto de vista hebreo de los cielos, el primero se refiere al cielo de la atmósfera; el segundo al cielo de los espacios estelares; y finalmente, al cielo que es el lugar de la suprema manifestación de Dios, y el sitio donde moran los bienaventurados.
La expresión «Padre nuestro», es al mismo tiempo revelación de su carácter, y reconocimiento de su proximidad. Aplicar esta verdad al asunto de la oración es en sí misma una revelación plena de sentido. Los seres a quienes amamos pueden encontrarse al otro extremo del mundo. Pensando en términos terrenales, la distancia es demasiado grande para ir hasta allá; pero Dios está allí como aquí, y cuando no podemos tocar a nuestros seres amados con la mano que bien quisiera hacerlo tiernamente, podemos mover la Mano que sostiene al mundo para llevarles la ayuda que reclaman. De esta suerte, la oración va dirigida a un Padre que es transcendente, y no obstante, y para siempre, inmanente.
Orando a favor de Dios
Otro asunto de suprema importancia es el reconocimiento del hecho de que en esta oración modelo hay dos reinos de aspiraciones, y de que el orden de las peticiones es de llamar la atención. La primera parte de esta oración pertenece al reino de las aspiraciones, donde no se pide nada para satisfacer necesidades personales, sino para la realización de los propósitos de Dios en el mundo; esto es lisa y llanamente lo que se expresa. No estamos pidiendo de Dios nada, sino estamos orando a Dios a favor de Dios. Esta manera de orar es la consecuencia de la pasión suprema de los súbditos del Reino de que Dios pueda reconquistar Su mundo perdido. El hacer esta oración, siempre conduce al servicio en el plano terrenal a fin de conseguir los deseos expresados.
El pan nuestro
Luego la oración se vuelve a las necesidades de nuestra vida humana: sustento, restauración y disciplina. El pan que es necesario para la vida diaria, el cual incluye cosas materiales y espirituales; el perdón de nuestras deudas, siempre en relación con el espíritu perdonador que poseamos; y el reconocimiento de la necesidad de disciplina, con el temor santo que evita la prueba, y que no obstante, tiene como pasión suprema la liberación del mal.
Al contemplar la oración como un todo, debemos recordar siempre aquello que se ha señalado constantemente, es decir, que es una oración completamente social.
Es verdad, como se ha dicho, que una de las primeras necesidades de la oración es el aposento interior y la puerta cerrada; y es verdad también que cuando entramos a nuestra cámara y hemos cerrado la puerta, hemos metido con nosotros, en simpatía y en aspiraciones, a todos los demás. No hay en toda la plegaria ningún pronombre en singular que se refiera a nosotros; todos están en plural.
En relación con esto, es interesante observar que únicamente uno de tales pronombres está en caso nominativo, es decir, en que aquellos que oran son los sujetos de la oración; todos los demás están en genitivo y acusativo, y principalmente en acu-sativo. Esperamos con interés considerar el punto en el que en la oración podamos referirnos a nosotros mismos como parte activa. Se encuentra en las palabras: «Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (v. 12).
El perdón
El único derecho que tenemos de hablar de nuestros actos en la presencia de Dios, es cuando le decimos que estamos perdonando a otros. Esta petición es realmente una petición escrutadora. Decimos: «Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (v. 12). ¿Realmente queremos decir eso cuando lo repetimos? ¿Cómo perdonamos a aquel que nos ha ofendido?
Algunas veces decimos: «Perdonaremos, pero nunca podremos olvidar». ¿Es así como deseamos que Dios nos perdone? No debe olvidarse que esta fue la única petición en la plegaria sobre la cual nuestro Señor hizo comentario después de haber dado la oración modelo. «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial» (v. 14).
El ayuno
Volviendo a la cuestión del ayuno, el Señor siguió el mismo método, describiendo primero la costumbre general que consistía en demudar el rostro a fin de que todos los demás se dieran cuenta de que se había ayunado. De nuevo, él pone su nota de sarcasmo: «Ya tienen su recompensa». El hombre ayuna y demuda su rostro a fin de que los demás se den cuenta de que ayuna. Jesús dice que el tal hombre consigue lo que pretende: que los hombres lo vean. Se dan cuenta de ello, y asunto concluido.
Luego reveló el verdadero método que debe seguirse en el ayuno. «Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro» (v. 17). Hacer esto significa esconder de nuestros prójimos el hecho del ayuno. El ayuno es la práctica de la negación de sí mismo, hasta el punto del sacrificio. Es la cosa más profunda en el cultivo de la vida espiritual; pero debe ser, no obstante, un asunto entre el alma y Dios, porque es entonces cuando hay verdadero valor en él.
Estos tres asuntos tienen que ver con las relaciones del hombre para con Dios. Las limosnas, en un sentido real, son siempre la expresión directa de la vida que se vive en buenas relaciones con Dios. Es lo mismo tratándose de la oración; y de acuerdo con esta enseñanza de Jesús, con el ayuno tiene que acontecer igual.
En la experiencia descubrimos que, si no tomamos a Dios en consideración, estas cosas nos fallan, comenzando por la última; es decir, el primer fracaso lo tendremos en los dominios del ayuno, en la cultura de la vida interior de sacrificio y en la negación de nosotros mismos. Cuando esto fracasa, la oración se debilita y se suspende; y cuando cesan el ayuno y la oración, que nos llevan a un compañerismo con Dios, las limosnas también cesan.
Tesoros en el cielo
Llegamos ahora a las leyes que definen actitudes hacia las cosas materiales, surgidas de la experiencia de estos ejercicios espirituales. Estamos viviendo todavía en un mundo donde las cosas materiales son necesarias; nos encontramos todavía en contacto con la tierra.
¿Cuál ha de ser la actitud de los súbditos del Reino hacia estas cosas materiales? La respuesta la encontramos en esta sección del capítulo, y se divide en dos partes: las actitudes de los súbditos del Reino hacia la riqueza (19-24), y luego, hacia las necesidades (25-35).
La actitud hacia la riqueza ha de ser de completa independencia de la codicia; tal actitud está expresada primero en un mandamiento negativo: «No os hagáis tesoros en la tierra», seguido inmediatamente por uno positivo: «…sino haceos tesoros en el cielo» (v. 19).
De nuevo, el Señor Jesús usa la sátira benévola, aunque escrutadora, en su descripción de lo que acontece con los tesoros que se hacen sobre la tierra. La polilla puede destruir toda la púrpura y el lino fino y doble; el orín, el lento fuego ardiente de la Naturaleza, puede destruir todo el metal amontonado; y los ladrones pueden irrumpir y robar todo lo que haya sido almacenado.
El tesoro amontonado sobre la tierra es a propósito para los estragos de la polilla, del orín y de los ladrones. El tesoro depositado en el cielo está fuera del alcance de la polilla, del orín o de los ladrones.
En otra ocasión nuestro Señor dijo: «Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas». Este es el uso correcto de la riqueza. Continuando, reveló el resultado de actitud semejante: «…para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas» (Luc. 16:9).
De esta manera él reveló la actitud correcta hacia la riqueza, terminando con esta declaración en Mateo 6:21: «Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón», ilustrándolo todo por medio de la figura del ojo sincero, es decir, del ojo que no padece astigmatismo; y concluyendo con esta expresión grandiosa: «Ninguno puede servir a dos señores» (v. 24).
El afán y la ansiedad
Finalmente, él trazó las leyes que condicionan nuestra actitud hacia las cosas absolutamente necesarias. Tal actitud se revela en el mandamiento repetido tres veces: «No os afanéis». Nuestra actitud, entonces, hacia nuestras necesidades, es la de no preocuparnos por ellas.
Ilustró esta actitud diciendo que la ansiedad es innecesaria en el caso de los hijos de un Padre como Dios. «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (v. 26).
Por lo tanto, la ansiedad es indigna de los súbditos de tal Rey y dentro de las fronteras de tal Reino. Además, y finalmente, la ansiedad es infecunda; nunca consigue nada para satisfacer nuestra necesidad.
No podemos agregar a nuestra estatura un codo, por el mero hecho de acongojarnos. Escuchamos así otra vez la sátira fina y delicada de nuestro Señor Jesucristo al referirse a la ansiedad abrumadora que con demasiada frecuencia esteriliza nuestras vidas; y oímos Su voz en este gran Manifiesto ético diciendo: «No os afanéis … vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas» (v. 31-32).
Sin embargo, él nos hizo sentir la necesidad de experimentar una ansiedad verdadera cuando dijo: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (v. 33). Al usar la palabra ansiedad no quise decir una solicitud impaciente, sino más bien un esfuerzo incesante.
Al considerar estas relaciones súper terrenales somos colocados frente a frente del hecho de que cuando no nos preocupa la opinión humana, sino más bien nos preocupa el pensamiento y el propósito de nuestro Padre, hemos encontrado el secreto de la obediencia a las demandas éticas de nuestro Señor.
De Los Grandes Capítulos de la Biblia.