El primer mensaje que la misericordia de Dios anunció a un mundo en ruinas.
Tu salvación esperé, oh Jehová” (Gén. 49:18).
¡Salvación! Bendito sea Dios, que ha hecho que esta palabra resuene en la tierra. El infierno la desconoce. La gracia de Dios la ha hecho llegar a nuestros oídos. Hay multitudes que son totalmente ajenas a ella, pero para nosotros es la música más dulce que jamás podamos oír, y que nos llena de alabanza a Dios.
¡Salvación! Las mansiones del reino celestial están pobladas con seres que llevan este nombre. Significa el gozo, la paz y la gloria de los redimidos.
¡Salvación! La pluma de Dios ha escrito este nombre. Es el decreto que ha resultado de las deliberaciones divinas. Es el fruto de la omnisciencia de Dios, y la manifestación de su omnipotencia. Todos los atributos divinos han contribuido para crear este inmenso plan que su misericordia, su sabiduría y su gracia han llevado a cabo. Alma, ¿estás segura de tu salvación?
Un alto precio
¡Salvación! Para realizar esta obra, Jesús nació en Belén, vivió sobre la tierra, murió en el Calvario, descendió al sepulcro, y, después de vencer a la muerte, ascendió al cielo para sentarse a la diestra del Padre. El Hijo de Dios tuvo que rebajarse y sufrir la vergüenza y el dolor, tuvo que beber la copa de la ira y el tormento, tuvo que luchar con las potestades de las tinieblas; y todo ello para obtener nuestra salvación. Pero ahora él reina en las alturas, e intercede por nosotros.
El Espíritu Santo ha venido al mundo y llama al corazón del pecador para que se beneficie de esta obra; y para ello asalta la fortaleza del amor propio, revela la gravedad del pecado, y lucha con la ignorancia y las excusas vanas. El Espíritu no ceja hasta que los brazos rebeldes del pecador se rinden, y su alma acude contrita a la cruz para recibir el perdón de Jesús.
¡Salvación! Éste es el primer mensaje que la misericordia de Dios anunció a un mundo en ruinas. Éste es el cumplimiento de toda profecía, el propósito de todo mandamiento y la belleza de cada promesa. En la salvación hallamos el significado de los ritos y los sacrificios. Es también la consumación de la fe, y la luz de nuestra esperanza.
¡Salvación! Los que no gozan de esta bendición se encuentran en la prisión del infierno, atormentados por el fuego que jamás se apaga, encadenados por toda la eternidad, sufriendo al gusano que nunca muere, llenos de amargura y desesperación. Alma, ¿estás segura de tu salvación?
Solo en Cristo
La pregunta que ahora debemos hacernos es la siguiente: ¿Dónde se halla este tesoro incomparable? La respuesta es: En Jesucristo. Jesús es la salvación completa, perfecta y eterna. La voz del cielo dijo: «Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mat. 1:21). Y también unos labios inspirados afirman: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (Hech. 16:31).
El Espíritu Santo testifica: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim. 1:15). Esta es la verdad divina e infalible, tan alta como los mismos cielos y tan clara como la luz. Ni la filosofía ni la mentira pueden negarla: la salvación es Cristo mismo.
Alguien puede vestirse de púrpura y lino fino, y dar suntuosas fiestas cada día, como Asuero lo hacía, y sin embargo no ser salvo. O puede regir grandes naciones y mandar potentes ejércitos, como Faraón y Nabuco-donosor, y sin embargo no ser salvo. Se puede vivir con la mejor enseñanza bíblica, como Judas, y no ser salvo. Se puede tener las oportunidades de Corazín, Capernaum y Betsaida, y no ser salvo.
Una promesa eterna
Pero el que cree en el Señor Jesucristo no perderá la salvación, porque esta promesa permanece para siempre: «…para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna». Si el rico cree, será salvo. Si el pobre cree, será igualmente salvo. Jóvenes y ancianos, sabios e ignorantes, todos los que creen, están a salvo. Cristo es suyo, y Cristo es la salvación.
Esta salvación es un rescate feliz que cambia el llanto en una incesante alabanza; y la espantosa prisión de los perdidos, por el palacio celestial. Es una obra gloriosa que transforma el odio en amor, las pasiones malsanas en paz santa, y que lleva al pobre pecador, de ser instrumento de los demonios, a participar de la comunión de los santos en luz.
Para entender mejor cómo opera esta salvación, debemos saber que Jesús salva rescatando del infierno, dando derecho al cielo y haciendo apto al pecador para heredar el mismo.
Rescate del infierno
En primer lugar, Jesús nos rescata del infierno. Este es el destino y la paga del pecado. Los pasos del pecado conducen hacia ese lugar, y todo el sufrimiento del pecado no hace más que ganarse esa retribución. Pero si se quita el pecado, el infierno no tiene poder sobre el pecador. Pues bien, Jesús quita el pecado. De su costado y sus manos, de la cruz en que murió, brota un manantial de sangre purificadora que lava las manchas de nuestra iniquidad.
Los pecados de todos los hombres desaparecen cuando son puestos en ese mar de expiación. El pecador más viciado queda, al sumergirse en esta sangre, tan blanco y puro que Dios no ve ninguna falta en él. Satanás no puede acusarle de nada. El pecador justificado no puede ir a prisión, porque ya no tiene deudas, ni la señal de la perdición está sobre su frente. Todo, absolutamente todo, ha quedado borrado. La paga del pecado ha sido cancelada por Jesús. Por lo tanto, Jesús salva a su pueblo rompiendo la única cadena que puede atar al pecador: el pecado.
El derecho al cielo
Jesús salva, en segundo lugar, dándonos derecho al cielo. Su misión no fue solo expiar nuestros pecados en la cruz, sino que, además, por medio de su vida perfecta y piadosa, tejió un manto de justicia divina que cubre por completo a los que están con él.
Esto significa que por el cumplimiento de la ley que Cristo ha realizado, el pecador queda ante Dios como si él mismo la hubiese cumplido. Vestidos de este modo, con los ropajes celestiales, los pecadores tienen derecho a entrar en el cielo, y a ser sus ciudadanos. Pueden disfrutar del privilegio de acercarse al trono de Dios.
Santificación
Pero, en tercer lugar, el creyente necesita algo más que entrar por las puertas abiertas del cielo. Aparte de sus adornos exteriores necesita una adaptación interna, ya que, si no, su gozo no sería posible.
La naturaleza del pecador debe ser similar a la naturaleza de su nuevo hogar. Allí todo es santidad y amor perfecto. Para un hombre inicuo, un lugar así sería impensable. Todo lo que viese le haría estremecer. Pero la salvación de Jesús nos prepara para esa gloria maravillosa. Por medio de su Espíritu, él arranca de nosotros la naturaleza pecaminosa y hace que nos deleitemos en Dios.
Cristo, además de ser nuestra redención, nos es santificación. Las vestiduras limpias que él da, solo las pueden llevar aquellos que tienen una nueva naturaleza. «Toda gloriosa es la hija del rey en su morada», y luego añade: «De brocado de oro es su vestido» (Sal. 45:13). Todos aquellos que se amparan en la justicia de Cristo poseen su semejanza y anhelan hallarse en su presencia. Ésta es, pues, la gran salvación. Alma, ¿estás segura de tu salvación?
Una gran salvación
Decimos que es una gran salvación porque la ha planeado, provisto y aceptado un gran Dios: el Padre. Es grande porque la ha realizado y consumado un gran Dios: Jesucristo, el Hijo. Es grande porque la concede un gran Dios: el Espíritu Santo. Es grande porque evita una gran desgracia, derrama gracia sobreabundante y bendice a una gran multitud.
Felices seremos si podemos decir con Pablo: «Nos salvó y llamó con llamamiento santo» (1 Tim. 1:9). La oración es maravillosa cuando, por el Espíritu, podemos decir este amén. «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Rom. 10:13). La perfecta alabanza es aquella que la fe tributa diciendo: «Mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí» (Is. 12:2).
Aun la muerte es placentera cuando, como Jacob, podemos exclamar: «Tu salvación esperé, oh Jehová» (Gén. 49:18). Y, por último, la eternidad será gloriosa cuando se cante con adoración: «La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero» (Apoc. 7:10). Alma, ¿estás segura de tu salvación? Pero atiende; el Espíritu Santo avisa: «¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (Heb. 2:3).
De El Evangelio en el Génesis