Otro rasgo notable del carácter de Cristo, presente en el anuncio del evangelio.
Bajo la inspiración de la grandeza del Evangelio, seguimos mirando a la persona de nuestro Señor, porque nuestro llamamiento es anunciarlo a él, y necesitamos conocer a Aquel de quien vamos a hablar. Necesitamos tener cercanía a su corazón, conocer cómo él es, y aprender más y más de su persona y de su carácter.
Por años hemos oído la expresión de Pablo cuando dice que él sufre dolores de parto hasta que Cristo sea formado en los hermanos. Cristo formado en nosotros. ¡Qué hermosa expresión, donde el rumbo está muy bien trazado! Menos yo, más Cristo. «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20), lo cual, siendo un versículo de la Palabra, ha de convertirse en una realidad.
A medida que el tiempo pasa, ¿en qué consiste la madurez del creyente? En ir asimilando más y más del carácter de Cristo como una realidad. Su carácter tiene que ir desplazando lo nuestro, y en esa tensión suele aparecer la carne, el carácter de «nuestro yo». Por ello, todos necesitamos su socorro y estamos hoy aquí para llenarnos del Señor. El Espíritu Santo nos quiere seguir hablando acerca de esta gloriosa persona.
Convicción y sensibilidad
Ya hablamos de la convicción como un rasgo relevante del Señor. «Sé de dónde he venido y a dónde voy» (Juan 8:14). Él siempre actuó con la profunda convicción de quién él era. Él sabía de su gloria junto al Padre antes que el mundo fuese, y sabía hacia dónde regresaría.
El testimonio del bendito Espíritu Santo es sólido y contundente: «…habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas…» (Heb. 1:3). Este confirma el pleno agrado del Padre a la vida y misión de nuestro Maestro.
Recordemos estas dos palabras: convicción y sensibilidad. Si tan solo eso recordamos –qué implica esa convicción y esa sensibilidad–, habremos aprendido un poco más acerca de nuestro Señor.
La misión del Señor
«Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» Luc. 4:16-21).
Aquellos que estuvieron presentes en la sinagoga fueron testigos privilegiados. Aunque queda claro en el contexto de que no entendieron nada, porque después querían lanzarlo a un despeñadero. «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron» (Juan 1:11). Mas, pese a ello, el Mensajero, habiendo hecho su anuncio, salió a cumplir su misión, y nosotros hoy, somos parte de Su fruto.
Hay buenas nuevas para los pobres en espíritu, para los desamparados; hay salud, hay sanidad para los quebrantados de corazón, más allá de la sanidad física; es la sanidad de los corazones heridos, frustrados. La grandeza del evangelio alcanza a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos. Jesús vino a predicar el año agradable del Señor.
De inmediato, vemos el foco del Señor. Él no vino a los buenos ni a los sanos, sino a los enfermos, a los necesitados. Él tenía la sensibilidad para saber a quiénes tenía que alcanzar.
Esto éramos nosotros, hasta que le conocimos. Y ahora tenemos la encomienda del evangelio. Nosotros tenemos que aprender del Señor, porque este mismo evangelio está presente en nosotros, y el foco sigue siendo el mismo, pues el mundo sigue lleno de pobres, de quebrantados, de cautivos, de ciegos y de oprimidos que esperan este mensaje.
La sensibilidad de Jesús
Al considerar la sensibilidad del Señor por la necesidad del hombre, en las Escrituras es abundante el registro de esta virtud que el Señor tuvo. Primeramente, su sensibilidad para con Dios el Padre, para interpretar Su voluntad y para agradar su corazón.
«Les dijo, pues, Jesús: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:28-29).
¡Qué alta es esta medida! Al leer seriamente las Escrituras y considerar nuestra condición, ¡nos vemos tan pequeños! Si nos vemos como hombres, considerando nuestras debilidades, esto sería un objetivo inalcanzable. Pero no es esa nuestra realidad. Hoy nosotros sabemos de dónde venimos. Estábamos destituidos, pero ahora estamos justificados; estábamos en Adán, en condenación, pero ahora estamos en Cristo. Vivimos en la carne, pero no tenemos confianza en ella.
El Señor Jesús dijo: «Yo hago siempre lo que al Padre le agrada». El Señor nos ayude a desarrollar, a cultivar esa sensibilidad y a crecer en ella. ¿Qué es lo que al Padre le agrada que yo haga? ¿Cómo voy a agradar al Padre en estos días, en las decisiones que tengo que tomar en lo individual? ¿Cómo vamos a agradar al Padre en nuestra vida colectiva, como iglesia, como cuerpo, en cada localidad, en la función que tenemos, en la obra, como ancianos, como diáconos, como hermanos?
Porque todos somos sacerdotes, siervos y siervas del Señor. Hemos de apropiarnos de lo que es de Cristo. El Señor tiene que ir siendo formado cada día más en nosotros. Estamos mirando al Señor, estamos conociéndole. El Señor, que debe ser predicado por la iglesia, tiene que ser conocido por la iglesia, y más aún, el mismo carácter del Señor debe ser encontrado en sus siervos. El Señor nos socorra para que crezcamos en esta sensibilidad, para saber cómo hemos de agradar a Dios.
De la insensibilidad a la compasión
Esta sensibilidad del Señor la encontramos también en otro pasaje que hemos leído a menudo. «Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él, los cuales fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos. Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén. Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?» (Luc. 9:51-54).
¡Qué insensibilidad! Eran discípulos del Señor, y no habían aprendido de su Maestro. «Entonces volviéndose él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea» (v. 55-56). El Señor tuvo sensibilidad para con la salvación de los samaritanos. Él vino por todos, y no podía dejarlos afuera.
Es interesante lo que se lee más adelante. Cuando el evangelio comenzó a ser predicado, Hechos 8:25 dice: «Y ellos (Pedro y Juan), habiendo testificado y hablado la palabra de Dios, se volvieron a Jerusalén, y en muchas poblaciones de los samaritanos anunciaron el evangelio». Juan había cambiado, había aprendido de la sensibilidad de su Maestro. Ya no pedía juicio sobre los samaritanos. La grandeza del evangelio transformó su corazón. Ahora él es sensible, y les lleva a Cristo, porque el evangelio es Cristo.
«Entonces las iglesias tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor de Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo» (Hech. 9:31). Gracias al Señor, que siempre triunfa. Su vida y su mensaje consiguieron erradicar los prejuicios raciales que aun estaban presentes en el corazón de sus discípulos. «Otro fuego» vino primero al corazón de ellos, y consumió los celos y tradiciones vanas, y entonces el evangelio proclamado consiguió la salvación de aquellos que en otro tiempo estuvieron dispuestos a condenar. El Espíritu Santo logró tener iglesias en Samaria. ¡Qué preciosa es la sensibilidad del Señor!
La compasión del Señor
Volvamos a Lucas, y que las Escrituras nos continúen hablando. «Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades los traían a él; y él, poniendo las ma-nos sobre cada uno de ellos, los sanaba. También salían demonios de muchos, dando voces y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él los reprendía y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Cristo» (Luc. 4:40-41).
Allí había mucha gente; el Señor pudo haber alzado una mano y todos los enfermos habrían sido sanados al instante. Él tenía poder para hacer eso y mucho más. Pero aquí leemos que él ponía las manos sobre cada uno de ellos. ¡Qué detalle es éste! El Señor se preocupa por la multitud, pero también tiene cuidado por cada persona. Nadie está olvidado, él es sensible a la necesidad particular de cada uno.
«Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre» (Lucas 7:11-15).
Vemos aquí dos multitudes que se encuentran, unos siguiendo a Cristo, y otros saliendo de la ciudad; unos detrás de la Vida, y otros detrás de la muerte. Imaginen a esa viuda, totalmente desamparada. Su único sustento había muerto. ¡Qué desesperanza, qué dolor! Jesús fue sensible ante el dolor de la enlutada, al punto de devolverle a su hijo vivo. «Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios» (v. 16). Ambas multitudes se unieron en alabanza al Señor. Esta es la grandeza del evangelio.
¡Qué tremendo es esto! El evangelio del que hablamos es acerca de una Persona que sana, que consuela, que liberta, que abre los ojos de los ciegos y que resucita a los muertos.
El corazón del Pastor
«Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:35-36). ¡Qué hermosas palabras! Las conocemos, pero, al leerlas de nuevo, tocan nuestro corazón.
Este es nuestro Señor, este es nuestro Maestro. Él mira a las multitudes, pero con una sensibilidad interior. «Tuvo compasión de ellas». ¿Eran personas salvadas, eran santos? No, eran pecadores. Y el Señor les miró con compasión, viendo la gran necesidad que tenían.
La necesidad de todo hombre es tener Pastor. Nosotros somos bienaventurados. «El Señor es mi pastor; nada me faltará» (Sal. 23:1). ¡Somos privilegiados, somos felices: tenemos Pastor! Pero, aquellos que disfrutamos la bienaventuranza de tener un Pastor, hemos de tener afinidad con Su corazón.. Lo que estamos enfatizando hoy es que nosotros somos siervos de este Pastor. Él nos está mirando ahora no solo como ovejas, sino como siervos suyos que hemos de sentir como él siente.
¿Qué agrado busca hoy el Señor de su pueblo? Este es el mensaje de la grandeza del evangelio. Ahora tenemos el corazón del Señor; Cristo está siendo formado en nosotros. Este es el rumbo que él nos trazó; por años, hemos caminado en esta senda. ¡Qué privilegiados somos! Y el Espíritu Santo no descansa, hasta que lleguemos a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. Y parte de esa plenitud es la compasión que él siente por las multitudes.
Nos impresiona el corazón del Pastor ¿Podemos entender el mensaje de estos días? Si este sentir suyo permanece en nuestros corazones, el Señor habrá obtenido ganancia en nosotros. Hasta aquí, nosotros hemos ganado. Todos nosotros podemos testificar de la fidelidad de nuestro Pastor, pero es tiempo de que su sensibilidad sea también hallada en quienes la hemos gustado. El Cristo que mora en nosotros sigue mirando con compasión a los perdidos.
¿Por qué fracasan tanto los hombres? Porque están dispersos como ovejas sin pastor, y el diablo hace lo que quiere con ellos. ¡Pero Cristo murió por ellos! El Señor nos dé su corazón, sabiendo que para él no hay caso perdido, porque la grandeza del evangelio puede tomar al peor de los hombres y hacerlo un siervo suyo.
«Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos» (Mat. 14:14). ¿A cuántos de nosotros querrá usar el Señor para manifestar esa compasión, mediante milagros? Poderoso es él para hacerlo.
«Y Jesús, llamando a sus discípulos, dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y enviarlos en ayunas no quiero, no sea que desmayen en el camino» (Mat. 15:32). ¡Qué compasión, qué sensibilidad! No han comido, y pueden desmayar en el camino; hay que proveerles alimento. ¡Tenemos tanto que aprender del Señor!
La lección de Zaqueo
En Lucas 19 tenemos otro fruto precioso. «Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los publi-canos, y rico, procuraba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura» (Lucas 19:1-3). A pesar de todo lo enredado que estaba en sus negocios y de ser odiado por los judíos, este hombre quería ver a Jesús.
«Y corriendo delante, subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por allí. Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa» (v. 4-5).
¿No es admirable el Señor? ¿Cómo supo que Zaqueo quería verle? Jesús no hizo esto en su condición divina, sino como hombre. ¡Cómo hemos de ser sensibles para reconocer ésa necesidad en algún vecino o amigo, o cualquier persona que tengamos cerca! ¿Cómo percibir esto? Sólo el Señor nos puede hacer sensibles. Esta persona quería verlo. ¡Y la sorpresa que le dio! «Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso» (v. 6).
Qué interesante es el versículo 7: «Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador». ¿Estaremos dispuestos a enfrentar un vituperio semejante? Cuando entendamos que el Señor quiere la salvación de una determinada persona, también él nos dará la gracia para soportar el precio de la crítica insolente. El evangelio es suficientemente poderoso para cambiar al más vil pecador.
«Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado» (v. 8). Jesús no le estaba diciendo nada. Bastó la presencia del Señor. Y Jesús le dijo: «Hoy ha venido la salvación a esta casa… porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (v. 9-10).
Este es el corazón del Pastor. Hay un interés del Señor en buscar para salvar, no para condenar. ¡Qué precioso es el Señor! ¡Cuánto tenemos que aprender de su sensibilidad! ¿Podemos mirar la historia de Zaqueo y ponernos nosotros allí? ¡En el evangelio hay poder para salvación!
Cultivando la sensibilidad
Nosotros no podemos quedarnos detenidos. ¡Que nos socorra el Señor! ¿Cómo cultivar esa sensibilidad? ¿Cómo podemos percibir aquello que el Señor siente? ¿Cómo hacer lo que al Señor le agrada? Tenemos abundantes ejemplos de esto en el Antiguo Testamento.
«Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime» (Is. 6:1). Isaías fue a los pies del Señor. En la cercanía del Señor, en la comunión con él, el profeta oyó la voz y supo de la necesidad de Dios: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» (v. 8). Y él respondió: «Heme aquí, envíame a mí». En la intimidad con Dios podemos cultivar esa sensibilidad y ser capacitados para responder a su llamado. ¿Qué quiere el Señor de ti y de mí? ¿A dónde me quiere enviar? ¿Cuándo tengo que hablar?
¿Qué decir de Ana, la madre de Samuel, el profeta que ungió rey a David? Y después, del linaje de David según la carne nació el Cristo. Cuando ella oraba, era tal la intensidad de su oración que pudo captar la necesidad de Dios en un tiempo de crisis espiritual. Entonces, dijo: «…si dieres a tu sierva hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida…» (1 Sam. 1:11). Y apenas lo destetó, fue y lo entregó, y Dios tuvo un profeta. La historia es emocionante ¡Qué sensibilidad mostró aquella sierva!
Pero en estos tiempos, ¿no tiene también necesidades el Señor? Hay una obra que hacer, hay un evangelio que predicar, hay multitudes dispersas. ¿Y quién irá? Vivimos en un tiempo de confusión y de tanta doctrina perversa. En estos días se requieren hombres sensibles para con Dios, para oír su voz e ir en el poder de su fuerza, y sensibles para con los hombres, para interceder por ellos, llevándolos a Cristo.
Esta sensibilidad para con Dios y para con los hombres la vemos plenamente expresada en la persona de nuestro Señor, y necesitamos aprender de él.
Una antítesis
Esto también tiene una contraparte. En Filipenses 2 está hablando Pablo, preso por causa del Señor. «Espero en el Señor Jesús enviaros pronto a Timoteo, para que yo también esté de buen ánimo al saber de vuestro estado; pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús» (2:19-21). ¿Qué significa esto? ¿Qué pasó en el corazón, en tan poco tiempo?
Pablo se refiere a la sinceridad de Timoteo, y el resto de los colaboradores queda muy mal parado. Este pasaje es una antítesis de la sensibilidad. La insensibilidad es severamente juzgada aquí. ¡Qué horroroso es esto! «Todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús». ¡Se está hablando de siervos de Dios!
La voluntad del Señor es todo lo contrario. No procurar agradarnos a nosotros mismos, sino buscar lo que es de Cristo. «No yo, sino Cristo». Pero los hermanos ya se habían desviado; eran tiempos de apostasía, de debilidad y de confusión, ya estaban perdiendo de vista la gloria del Señor. ¡Una desgracia!
Que el Señor examine nuestros corazones. No estamos aquí con un dedo acusador. Esta palabra es muy fuerte. Es como para clamar: «Señor, que no me pase esto a mí». En esas palabras de Pablo, el Señor está juzgando con severidad a los cristianos insensibles, en cualquier época.
Es un riesgo hacer referencia a estas cosas en una predicación. Pero hemos visto a hermanos llorar, y hemos llorado juntos, con una frase como ésta: «¡Lo que tuve que vivir para entender el dolor de mi hermano, al que pasó por lo mismo que yo estoy pasando ahora!». Esto no se puede decir sin lágrimas. El Señor nos perdone, porque somos naturalmente insensibles al dolor de los demás, al dolor de la propia iglesia, a la necesidad, a la enfermedad, al dolor, al luto, a la angustia.
A Pedro
¡El Señor fue tan compasivo! Una vez resucitado, el Señor le dedicó a una sola persona más tiempo que a los demás. A los otros les habló en grupo. A Tomás, por ejemplo, le reprendió en público su incredulidad. Pero a Pedro lo llamó aparte. ¡Qué habría sido de Pedro si el Señor no hubiese tenido la sensibilidad para percibir que su discípulo necesitaba esa palabra de aliento!
Pedro estaba tan desanimado; había negado a su Señor, lo había defraudado y no se podía perdonar a sí mismo. Es fácil imaginar que él oyó, llorando, aquellas palabras de su Maestro. El Señor lo llamó a solas, porque hay cosas que se deben decir en privado; pues en público podrían provocar aun más dolor.
El Señor tuvo sensibilidad para recuperar a su siervo que había llorado amargamente. Él no podía irse a los cielos sin esa conversación, y tal vez Pedro nunca hubiese podido predicar con la gracia que lo hizo después; no tendríamos sus epístolas ni el mensaje de Pentecostés.
Revisando nuestro corazón
Que esta palabra nos conmueva a todos. «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús». Buscar lo propio es vivir centrados en nosotros mismos, como los gálatas, que partieron por el Espíritu y terminaron en la carne. ¡Qué desgracia! ¡Y con qué severidad lo juzga el Espíritu Santo!
Que el Señor nos socorra en estos días, y cada uno pueda preguntarse: ¿Me estaré volviendo insensible? La espada afilada entre a nuestro corazón a través de esta pregunta. ¿Estamos perdiendo la sensibilidad por los hermanos? Si eso es así, ¿qué sensibilidad tendremos para los pecadores que están en el mundo?
Que el Señor nos perdone; que el Espíritu Santo nos escudriñe, porque vano sería llorar en público por esto, para ser vistos por los demás. Lo único que tiene valor es el juicio del corazón a solas con Dios. Lo que le interesa al Señor y conviene a la iglesia es que haya fruto; lo demás puede ser mera emoción. A la iglesia le hace bien la realidad, el corazón contrito y humillado, inclinado delante del Señor.
Reconozcamos que ninguno de nosotros es sensible por naturaleza. Tenemos sensibilidad en la carne; somos rápidos para sentirnos ofendidos. Cuando no se nos presta atención, somos como niños, y decimos: «No hay amor», porque buscamos que la atención esté puesta en nosotros.
Sin duda, necesitamos el carácter y la sensibilidad de Cristo. Necesitamos aprender a conocer al Señor a quien predicamos. ¿Cuánto de ese sentir está en nosotros? Tiene que ser su sensibilidad, porque la sensibilidad natural hace acepción de personas. Eso es la carne; pero nosotros estamos huyendo de la carne.
Nosotros queremos tener el corazón del Señor. El Señor amó aun a sus enemigos. Pero nosotros tenemos el mismo Cristo. Que el Espíritu del Señor tenga ganancia en nosotros. Cristo en nosotros es la esperanza de gloria. Que el Señor nos perdone y nos socorra hoy.
Seamos severos en juzgar la insensibilidad, no la insensibilidad de otros, porque eso es fácil. Lo que el Espíritu Santo quiere hoy es que juzguemos lo insensible de nuestro propio corazón.
Ha llegado el día de reparar esa historia, de enderezar este camino torcido, de ordenar aquello que se volvió al revés. Que las prioridades estén como deben estar: primero Cristo, después yo; primero mi hermano, después yo. Ser sensible al dolor del hermano me preparará también para ser sensible al dolor del que anda en tinieblas y que aún no conoce al Señor.
El Señor restaure la iglesia, restaure el celo por la predicación del verdadero evangelio. Pues no estamos hablando tan solo de unos cuantos aspectos doctrinales o una fórmula para que las personas reciban al Señor, sino mucho más que eso. Tendrá que ser con paciencia, con dedicación y aun con dolor. Un predicador insensible no tendrá fruto.
La grandeza del evangelio es que nosotros tengamos el corazón, del Señor. Hemos hablado de convicción y sensibilidad. Que estas virtudes de Cristo se vayan formando en nosotros, y caminemos por este mundo con una convicción profunda.
Sabemos quiénes somos y a dónde vamos. Hemos recibido palabra, conocimiento y dones del Señor, pero juzguemos toda insensibilidad, porque la luz que hemos recibido no es para esconderla, sino para alumbrar al mundo.
Que el Señor nos socorra.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2018.