Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.
Isaías 53
Una cuidadosa lectura de la profecía de Isaías demuestra que el capítulo 53 debe comenzar en el versículo 13 del capítulo 52, donde las palabras: «He aquí… mi Siervo», introducen el gran descubrimiento que sigue. Cualquier contacto con esta parte de las Sagradas Escrituras debe estar caracterizado por una reticencia que casi raya en rechazo. El rechazo nace de un sentido de la casi abrumadora naturaleza de lo que aquí se encuentra.
No hay nada, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamentos que más llame la atención, que esta representación gráfica del Siervo del Señor, en la cual nos damos cuenta de una lobreguez espantosa, que no obstante arde y brilla con gloria inefable. Tal rechazo no debe impedir nuestro examen, pero éste debe estar caracterizado por una reverente reserva, dándonos cuenta del hecho de que estamos tratando asuntos demasiado profundos para darles una interpretación final.
El anuncio de la restauración
Las palabras del principio: «He aquí… mi Siervo», revelan la naturaleza de la visión y demandan atención. En el movimiento que sigue la profecía, este pasaje es climatérico. Dicho movimiento comienza en el capítulo 40, el prólogo del cual se encuentra en el capítulo 35. Allí el profeta fue elevado por sobre la tenebrosidad en medio de la cual vivió, y contempló un día de restauración gloriosa: «Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa» (Is. 35:1).
Comenzando con el capítulo 40, el profeta procede a demostrar cómo vendrá el día de la restauración. Se deja oír una voz en el desierto llamando a los hombres a preparar el camino de Jehová, porque solo mediante la acción de Dios la desolación puede ser convertida en la gloria de una completa realización. Y sigue el profeta diciendo que este anuncio de la actividad de Jehová, constituye el Evangelio del consuelo que va a ser proclamado; y en un pasaje sublime nos muestra la majestad de Jehová creando la absoluta certidumbre de que estas cosas acontecerán.
Así, para el profeta, todas las cosas en medio de las cuales vivió, cosas marcadas por las tinieblas y la desolación, se convirtieron en radiantes a la luz de las cosas que históricamente estaban muy distantes de él. Como el apóstol Pedro lo expresa, «los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Ped. 1:21); y así habló el profeta, y contempló al desierto y a la tierra abrasadora, alegrarse, y al yermo regocijándose y reventando de rosas. Y nos muestra que Jehová anhela moverse y se moverá hacia el logro de esta grande y gloriosa consumación, por medio de Aquel a quien se describió como «el Siervo de Jehová».
Una nación y una Persona
En toda esta parte de la Escritura encontramos por dos veces esa notable expresión: «He aquí mi Siervo» (42:1 y 52:13); y a medida que continuamos hasta el final, descubrimos que el título se aplica a la nación, pero también a una Personalidad que surge en la vida de la nación. La nación fracasa en el cumplimiento del propósito divino, pero la Persona lleva este propósito a su completa realización.
Echando una mirada a las dos ocasiones en que se usa la expresión: «He aquí mi Siervo», que en ambos casos se refiere a la Persona, descubrimos que la primera de ellas fue citada por nuestro Señor en la sinagoga de Nazaret, cuando declaró su cumplimiento en sí mismo y dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (Luc. 4:21). Y la segunda, que sirve de introducción a la parte que estamos considerando, la cual, evidentemente, se aplica al dolor y al triunfo por medio de los cuales el Siervo del Señor da cumplimiento al propósito divino.
A fin de comprender mejor el pasaje lo examinaremos en sus divisiones naturales que son: primera, un exordio inclusivo (52:13-15); segunda, una descripción del dolor del Siervo del Señor (53:1-9); y tercera, la proclamación de su triunfo (53:10-12).
Un exordio
El exordio es completo por sí mismo. Todo lo que sigue después sirve de interpretación a lo que allí se dice. Lo primero que leemos es: «He aquí que mi Siervo será prosperado». En vista de que la raíz de la palabra hebrea implica la idea de sabiduría y de prudencia, su uso siempre sugirió éxito o prosperidad, como resultantes de tal sabiduría y de tal prudencia.
Inmediatamente después leemos: «Será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto». Leyendo así de una manera aislada, nos queda la impresión de que estamos frente a la predicción de una victoria completa, especialmente cuando se usan palabras tales como «exaltado».
En términos generales, todo lo que se dice es que su prosperidad será obtenida por su exaltación, y su exaltación será consecuencia de su sublimación; y que tal exaltación por medio de la sublimación, lo pondrá en el lugar de la autoridad completa y final; es decir, estará en un sitial «muy alto».
Al seguir leyendo nos topamos con una luz asombrosa que ilumina todo lo asentado: «Como se asombraron de ti muchos», y a renglón seguido estas otras palabras: «de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres» (v. 14). En tales palabras hay un reconocimiento de sufrimiento, de tristeza, de agonía. Un parecer desfigurado y una forma humana desfigurada, hablan del atropello de la personalidad.
La declaración total es misteriosa y nos preguntamos qué es lo que el profeta quiere decir. Pongamos entonces juntos los siguientes pasajes: «Como se asombraron de ti muchos… así asombrará él a muchas gentes; los reyes cerrarán ante él la boca, porque verán lo que nunca les fue contado, y entenderán lo que jamás habían oído» (v. 15). Tal desfiguramiento del parecer y de la forma provoca sorpresa, y sin embargo, este es el método por medio del cual la victoria será alcanzada.
Podemos decir entonces que la exaltación a que se refieren las palabras del versículo 13, se ha de interpretar por las cosas que le siguen. La exaltación es la cumbre del sumo dolor, el cual conduce a la cima de la más alta soberanía. Por el camino del sufrimiento se avanza hacia la soberanía.
La hora del Cristo
Partiendo de estas palabras proféticas, va nuestra imaginación a las horas finales de la vida de nuestro Señor, donde vemos esta misma doble conciencia de dolor y de soberanía; y de dolor que lleva hacia la soberanía, en aquellas palabras de sus labios cuando se aproximaba la hora de la Cruz: «Ahora está turbada mi alma» (Juan 12:27); y casi de inmediato después: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Juan 12:31-32).
Así, las expresiones históricas de Jesús armonizan perfectamente con la predicción profética: «Será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto». Exaltado por dolores supremos, ciertamente; pero elevado por ellos al lugar de la más alta soberanía, para que los reyes de la tierra cerraran sobre él sus bocas. Y de esta manera el exordio nos conduce hacia la predicción profética del sufrimiento que lleva hasta la soberanía; del trabajo y la fatiga que concluyen en el triunfo.
La visión del Padre
La narración de los sufrimientos del Mesías es algo que debe leerse con admiración reverente; y aún más apropiadamente, en solemne silencio. Y solo como una ayuda para su estudio, nos atrevemos a dividirla en tres partes. Primero se nos presenta a la Persona despreciada (v. 1-3); luego al Sufridor vicario (v. 4-6); y finalmente al Cordero expiatorio (v. 7-9).
Al presentar a la Persona despreciada, el profeta, de una manera muy clara, la señala tal como Dios la ve, y luego tal como los hombres la contemplan. La visión divina del Siervo del Señor está contenida en una sencilla y sublime expresión: «Subirá cual renuevo delante de él» (53:2). La descripción poética se refiere a él en toda la belleza que sugiere la eterna juventud.
De esta manera fue como Dios contempló a Su Hijo. Recordamos cómo tres veces durante el período de su vida terrenal, el silencio de la eternidad fue roto para dar testimonio. En cada ocasión, el testimonio de Dios fue con el objeto de demostrar su satisfacción por él. La primera de ellas fue perfectamente amplia y clara: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 17:5); esa fue la visión divina del Siervo del Señor.
La ceguera del hombre
No fue de esta manera, sin embargo, como los hombres lo contemplaron; y ciertamente que no es así como el mundo lo sigue contemplando todavía. En contraste inmediato y sorprendente a todo lo que sugiere la frase: «cual renuevo», leemos en seguida: «y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos» (53:2).
Notemos el contraste de visión entre lo divino y lo humano. Esta fue la visión humana. No puede haber un contraste más agudo entre un renuevo y una raíz de tierra seca; una raíz tirada en el camino, no metida en la tierra; algo que los hombres desprecian y que tal vez arrojan de su sendero a puntapiés mientras caminan. En él no vieron los hombres ni parecer ni hermosura, ni atractivo que lo hiciera deseable.
El profeta no quiere decir de ninguna manera que el Siervo de Dios no tuviera parecer, ni hermosura, ni atractivo; lo que quiso decir es que el hombre estaba ciego a Su belleza. Fue esto verdad, y lo sigue siendo en su más amplia aplicación. Los ideales de belleza fueron falsos y continúan siendo falsos. Consultar al mundo del arte en el tiempo cuando nuestro Señor Jesucristo vivió, es descubrir la verdad de esta afirmación. Puede decirse con toda verdad que gracias a Su advenimiento renació el arte; pero no obstante, muchos de sus conceptos de la belleza, siguen siendo falsos todavía. No es verdad, ni entonces, ni ahora, que en Cristo no haya belleza; sino más bien que el hombre está ciego a la belleza.
Y todo lo que se refiere a la Persona, se resume finalmente en estas palabras: «Despreciado y desechado entre los hombres; varón de dolores, experimentado en quebranto» (v. 3). Es un hecho que sus dolores y sus quebrantos le hicieron inaceptable a ese mundo del arte que se rehusó a contemplar todo aquello que en su estimación, pareciera feo o mutilado.
Habiendo revelado al Siervo del Señor como despreciado personalmente, el profeta procedió a demostrar que Sus dolores fueron vicarios. A los ojos de Dios, un renuevo; a los ojos de los hombres una raíz de tierra seca, privado de toda belleza. «Varón de dolores y experimentado en quebranto». ¿Qué era lo que estaba haciendo? Y la respuesta se encuentra en las palabras: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores» (v. 4). De nuevo los hombres se mostraron ciegos a los hechos, y el profeta agrega: «y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido».
Nosotros estábamos equivocados
Hace más de cuarenta años que estuve en el templo de la ciudad (City Temple) de Londres, y oí leer estas palabras al Dr. Parker. Leyó todo el capítulo sin ninguna nota o comentario, excepto en este punto donde intercaló tres palabras. Permítaseme repetir las frases tal como entonces salieron de sus labios. «Y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido» (Nosotros estábamos equivocados). «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (v. 5).
Esta fue una exposición inspirada en el destello de una breve frase. Sus aflicciones no fueron las suyas; sus dolores no fueron personales, fueron vicarios; y así como el arte fue culpable e incapaz de captar su belleza, así la teología y la filosofía fueron culpables, incapaces de interpretar sus dolores. La visión de los eruditos sobre sus dolores era que él fue «azotado, herido de Dios y abatido».
Fue esta la misma idea que dominó el pensamiento de los amigos de Job. Se juntaron a su derredor; vieron a un hombre que estaba sufriendo y dijeron: «Dios lo está hiriendo porque es pecador». Tal fue la visión de los eruditos, de los filósofos y de los teólogos, frente al sufrimiento de Cristo. El arte fue culpable en la consideración de su Persona; y la filosofía fue culpable frente a sus dolores. No obstante por medio de él renació el arte y la filosofía encontró, por medio de él, la interpretación final de Dios.
El silencio del Siervo sufriente
Así llegamos a la parte final que describe los sufrimientos del Señor.
«Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Por cárcel y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido. Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (53:7-9).
Así se le contempla silencioso en la presencia del mal que se le infiere; fue el silencio de Uno que estaba en perfecto acuerdo con Dios, y con la determinación de Dios de hacer que el desierto se alegrara. Ciertamente fue éste «el silencio de la eternidad interpretado por el amor».
En esta presentación, el Sufridor personal, el Sufridor vicario, el Sufridor silencioso, es revelado como un Cordero expiatorio; porque «por la rebelión de mi pueblo fue herido».
Luego cambia la nota, y llegamos a la manifestación del triunfo del Siervo del Señor. Comienza diciendo: «Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo» (v. 10). Aunque es verdad que la expresión «Con todo», no se encuentra en el hebreo, es absolutamente necesario usarla en nuestro lenguaje, a fin de fijar la atención en el contraste que se intenta. La declaración por sí misma eleva nuestra contemplación al nivel de lo divino.
La voluntad divina
Mientras que en la historia de los sufrimientos hemos visto al Siervo del Señor en medio del daño que los hombres le infieren, llevando silenciosamente los pecados de esos mismos hombres, ahora se nos dice que todo estaba encerrado en la voluntad divina: «Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento».
Así la palabra profética armoniza con la palabra apostólica expresada en el día de Pentecostés. La primera referencia a la Cruz en el lenguaje de un hombre lleno del Espíritu Santo, fue hecha en estos términos: «A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hech. 2:23).
El profeta comienza por la predicción del daño causado por los hombres, y termina con la afirmación del predominio divino. El apóstol comienza con la declaración de la determinación divina, y acaba con la afirmación del pecado que fue la causa del sufrimiento del Siervo del Señor.
Fue en vista de este conocimiento de la relación del pecado del hombre y la perfecta complacencia de Dios, como el profeta irrumpió en las palabras que siguen: «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada» (v. 10).
Del sufrimiento al triunfo
Resumiendo entonces: la parte de la Escritura que estamos considerando principia con las palabras: «He aquí que mi Siervo será prosperado». Luego sigue la historia de los sufrimientos, y la predicción del triunfo. Todo ello se ve dentro de la comprensión del gobierno divino, llevando a cabo el propósito de Dios. En consecuencia, el resultado es inevitable. Cuando Su alma, es decir, toda su personalidad, fue ofrecida por el pecado, estaba asegurado el cumplimiento de los propósitos de Dios. A través del sufrimiento, llegó al triunfo.
Relacionado con ello leemos esta grande y gloriosa declaración: «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (v. 11). Aquí nos encontramos en la presencia de misterios que no pueden ser explicados finalmente, pero que irradian con la gloria de la Gracia eterna. La satisfacción que tendrá el Siervo del Señor después de sus padecimientos, será el derecho de justificar a muchos por cuanto él ha llevado sus iniquidades.
El cumplimiento de las profecías
Todos estarán de acuerdo en que en esta parte de la Escritura llegamos al clímax de las profecías sobre el Mesías en el Antiguo Testamento; y está bien que recordemos lo maravilloso del hecho de que una predicción tan clara y definida haya sido dada a los hijos de los hombres, cientos de años antes de su cumplimiento histórico. Como Delitzche dice: «Parece como si todo este pasaje pudiera haber sido escrito cerca de la Cruz, en el Gólgota».
A la luz del cumplimiento histórico de esta profecía, de la interpretación apostólica y de todo el testimonio de los siglos, podemos resumir todo en la palabra profética y expresarlo en esa maravillosa frase de Pablo: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Cor. 5:19).
Seguramente esta meditación apela a nosotros en las mismas palabras que Pablo utilizó en relación con esta afirmación: «Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios» (2 Cor. 5:20).
De Grandes Capítulos de la Biblia – Tomo I